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Los daños colaterales de la amnistía

La amnistía lo centra todo, pero hay vida más allá del perdón a los independentistas. Hacienda ha empezado a construir la casa por la ventana, prometiendo condonar deuda sin contar antes con un horizonte de estabilidad fiscal

Foto: Pedro Sánchez. (EFE/EPA/Khaled Elfiqi)
Pedro Sánchez. (EFE/EPA/Khaled Elfiqi)
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Los economistas lo llaman coste de oportunidad. Se refieren al precio que un individuo o una empresa pagan por renunciar a una alternativa al tomar una determinada opción que se presupone mejor y no otra. Todas las decisiones, como se sabe, tienen algún coste de oportunidad, salvo que se elija la óptima, lo cual no siempre ocurre. Y menos en política, donde las decisiones están condicionadas por todo tipo de influencias que buscan un beneficio propio, lo que las aleja del punto de equilibrio en el que todos ganan. El interés general frente al particular.

Feijóo, por ejemplo, aún debe estar pensando los beneficios que hubiera obtenido si, en lugar de pactar con Vox deprisa y corriendo para capturar poder tras las elecciones municipales y autonómicas del 28-M, hubiera congelado —o al menos aseado— su política de alianzas, que en última instancia fue un incentivo para que Sánchez adelantara las elecciones y, finalmente, pudiera formar Gobierno en contra de casi todas las encuestas.

El presidente del Gobierno, por su parte, ha pagado caro su estrategia de polarización, ya que depende ahora de los independentistas para gobernar, lo que le impide hacer reformas constitucionales, principalmente en materia territorial, necesita una mayoría cualificada de la que no dispone. En este caso, el coste de oportunidad es para el país, atrapado de forma permanente en una crisis territorial de la que es incapaz de escapar, hasta el punto de que inunda el debate público. La inutilidad del Senado como Cámara que canalice los conflictos territoriales es el mejor ejemplo. Sánchez no puede hacer las cosas que le gustaría porque su elección no fue la óptima. Gobernará, pero con las manos atadas.

En ambos casos, sin embargo, el mayor coste de oportunidad tiene que ver con la propia situación política, envenenada hasta tal punto de que el sistema de partidos, volcado en la amnistía, no es capaz de recuperar una agenda de reformas institucionales creíbles. En particular, en materia presupuestaria. No para recortar sin ton ni son, como se hizo tras la Gran Recesión, sino para diseñar, a partir de una evaluación rigurosa, una estrategia fiscal a medio y largo plazo, tanto desde el lado de los ingresos como de los gastos. No la tiene, sin duda, porque se trata de una política de Estado que exige un clima político del que España hoy carece pese a la existencia de importantes desequilibrios fiscales.

Freno a la deuda

Buscar culpables, sin embargo, que siempre es lo más fácil para no ofrecer soluciones, solo conduce a la melancolía. Pero, ahora que en Alemania (tras una sentencia de su tribunal constitucional que aplica el llamado freno a la deuda) existe un debate serio sobre la utilidad del principio de equilibrio presupuestario consagrado en el artículo 115 de su Ley Fundamental, con un límite de exceso del 0,35% del PIB, convendría saber para qué sirvió la apresurada reforma Constitucional que hicieron Zapatero y Rajoy en 2011, y que es papel mojado.

Desde 2011, la deuda ha pasado del 69,9% al 111,2%. Y eso que la Constitución habla de estabilidad presupuestaria

Desde aquel año, España ha cosechado déficit tras déficit, con un máximo del 10,6% del PIB en 2020 (pandemia) y un mínimo del 2,6% en 2018 (recuperación tras las recesiones anteriores), lo que explica que, entre 2011 y 2023 (segundo trimestre), la deuda haya pasado del 69,9% al actual 111,2%. Y eso que la Constitución habla sin tapujos de que "todas las Administraciones Públicas adecuarán sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria". No parece que haya cumplido la norma. Muy por el contrario, el conjunto de las Administraciones públicas se ha endeudado en 41,3 puntos de PIB en apenas una docena de años (cada punto son unos 13.400 millones de euros actuales).

El Tribunal Constitucional español, sin embargo, no ha dicho ni mu pese a que la carta magna —que no ha estado suspendida, como las reglas fiscales— habla de estabilidad presupuestaria, aunque más allá de esta consideración lo relevante es preguntarse si tiene sentido económico (en un mundo donde las incertidumbres no dejan de crecer, como ha admitido la propia Calviño) disponer de objetivos numéricos que, posteriormente, por la propia dinámica de la economía, son imposibles de cumplir. Y, a la vista de lo que ha sucedido en los últimos años, no parece una muy buena idea haber puesto objetivos no cumplibles, aunque sea por la propia credibilidad de la Constitución.

El Gobierno ha tirado por la calle de en medio y ha optado por poner los carros antes que los bueyes, lo cual solo puede provocar caos fiscal

Esto no significa, sin embargo, que el presupuesto público no importe, al contrario. Importa, y mucho, por razones obvias, y de ahí que sea bastante irresponsable que el Gobierno, y, en particular, la ministra de Hacienda, Montero, haya comenzado la casa por el tejado. O, lo que es lo mismo, hablar de quitas autonómicas, evidentemente por necesidades del guion parlamentario, sin tener una visión global sobre las cuentas públicas a medio y largo plazo, sabiendo que la parte, desde luego, en este caso, condiciona el todo. El problema no son las quitas, que pueden ser razonables siempre que se garantice la equidad, sino que España sabe desde los tiempos de Fernández Villaverde, que fue el primero que lo racionalizó, que el gasto público son vasos comunicantes, y, si por uno de los canales el volumen de agua que entra es mayor, el resto de los regantes tendrá que convivir con la sequía.

Senda de aterrizaje

Y es importante no solo porque en 2024, si nada lo impide, se recuperarán las reglas fiscales, que plantean una senda de aterrizaje del endeudamiento público en un horizonte de siete años, sino, sobre todo, porque carece de sentido condicionar la nueva financiación autonómica, si algún día llega, a la política de pactos del Gobierno. Máxime cuando en un estado cuasi federal como es el español, aunque con importantes insuficiencias institucionales que impiden llamarlo así, el concurso de las comunidades autónomas no solo es obligatorio, sino también indispensable. El contrasentido es, precisamente, que, en un país tan descentralizado desde el lado del gasto, la mayor parte de deuda de las CCAA esté en manos del Gobierno central, lo cual es ontológicamente absurdo. El secuestro de la autonomía financiera es de tal dimensión que los gobiernos regionales no están en condiciones de salir al mercado a financiarse.

El Gobierno, sin embargo, ha tirado por la calle de en medio y ha optado por poner los carros antes que los bueyes, lo cual solo puede provocar caos presupuestario. Es verdad que el tiempo político corre a su favor, la actual Comisión Europea está prácticamente acabada y pasará de largo por los países que incumplen de forma sistemática, como España, pero el marcador de la deuda, en un contexto de crecimiento de los costes financieros, sigue funcionando. Mala cosa es acostumbrarse a tener una prima de riesgo de 100 puntos básicos con Alemania, que supone pagar cada año cientos de millones de euros más que el Estado alemán por el servicio de la deuda.

La paradoja de todo esto es que, si Sánchez quiere reformar o, incluso, suprimir el célebre artículo 135, que es nuestro freno a la deuda, debe contar con el respaldo de Feijóo, lo que está muy lejos de conseguir. Es el coste de oportunidad que tendrá que pagar la economía española por no haber sido capaz el sistema político de crear un clima constructivo. Otra cosa es que al Tribunal Constitucional le traiga sin cuidado el incumplimiento de la norma fundamental, que es lo que ha sucedido en los últimos años.

Los economistas lo llaman coste de oportunidad. Se refieren al precio que un individuo o una empresa pagan por renunciar a una alternativa al tomar una determinada opción que se presupone mejor y no otra. Todas las decisiones, como se sabe, tienen algún coste de oportunidad, salvo que se elija la óptima, lo cual no siempre ocurre. Y menos en política, donde las decisiones están condicionadas por todo tipo de influencias que buscan un beneficio propio, lo que las aleja del punto de equilibrio en el que todos ganan. El interés general frente al particular.

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