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¿Cómo resolvería Kissinger la cuestión catalana?
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Carlos Sánchez

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¿Cómo resolvería Kissinger la cuestión catalana?

La solución está en el método. Kissinger proponía que el gradualismo fuera el instrumento para resolver los conflictos en las relaciones internacionales: pequeños avances en el marco de una hoja de ruta bien diseñada

Foto: Kissinger, junto al expresidente chino Jiang Zemin, en 1995. (Reuters/Jim Bourg)
Kissinger, junto al expresidente chino Jiang Zemin, en 1995. (Reuters/Jim Bourg)
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La pregunta se la ha hecho un ilustre analista del Washington Post, y, obviamente, no se refiere a la cuestión catalana, sino a la guerra entre Hamas e Israel. El autor del artículo, Martin Indyk (1951), fue un veterano diplomático de EEUU con una dilatada experiencia en Oriente Medio. También ejerció como vicepresidente ejecutivo de Brookings Institution, uno de los principales centros de pensamiento del país, y en la actualidad forma parte del exquisito Consejo de Relaciones Exteriores de EEUU, que publica la revista Foreign Affairs, una de las biblias de las relaciones internacionales.

Sostiene Indyk que Kissinger, como se sabe recientemente fallecido a los 100 años, siempre quiso evitar que en unas negociaciones de paz se pusiera demasiada pasión, al fin y al cabo, como él mismo decía, lo que se negocia son cosas concretas, materiales, no los principios, que por definición no se deben poner encima de la mesa. Son innegociables y no están expuestos en almoneda. De lo contrario, habría que volver a la célebre cita de Marx (Groucho).

En sus lecturas de la historia, Kissinger —el propósito de este artículo no es enjuiciar su más que discutible trayectoria como secretario de Estado— llegó a la conclusión de que lo peor que se podía hacer cuando se tiene el poder absoluto es sucumbir ante sus encantos como medio para resolver los conflictos. Por el contrario, había que resistir a ese instinto como si se tratara de Ulises en el pasaje del canto de las sirenas.

Kissinger proponía un enfoque gradual para lograr la paz: jugar con el tiempo y con pequeños pasos para crear un clima propicio al acuerdo

A esto lo llamó la paradoja de la paz, y que en resumen supone evitar utilizar el poder absoluto para negociar en la medida que hay razones para pensar que tal estrategia puede ser la fuente de nuevas guerras y conflictos. Lo que proponía Kissinger era un enfoque gradual para el establecimiento de la paz, es decir, jugar con el tiempo y con pequeños pasos hacia adelante, casi imperceptibles, para crear un clima propicio que finalmente pueda desembocar en el acuerdo. De esta manera, sostiene Indyk, refiriéndose a la estrategia de Kissinger, las dos partes en conflicto podrían llegar a conocerse mejor y hasta a convivir juntas, que es una condición imprescindible para resolver los conflictos. En definitiva, forzar pequeños acuerdos que a corto plazo no resuelven la disputa, pero ayudan a que los motivos del enfrentamiento vayan diluyéndose en el tiempo, lo que favorece la construcción de la paz.

El gradualismo

Es probable que si al comienzo del procés se hubiera seguido esta vía de negociación todo hubiera sido distinto. Aunque también es probable que la propuesta de Kissinger hubiera fracasado. Al fin y al cabo, cuando una de las dos partes no quiere resolver el conflicto de forma gradual, sino que, por el contrario, juega al todo o nada, no hay nada que hacer. Y los independentistas, con su soberbia, fueron incapaces de entender que ningún Estado podría dar carta de naturaleza a sus pretensiones.

A estas alturas, sin embargo, llorar por la leche derramada carece de sentido. Pero eso no invalida en modo alguno la enseñanza de Kissinger en cuanto al método de negociación de conflictos, y que se puede aplicar a cualquier ámbito de discusión, una empresa que discute las relaciones laborales de sus trabajadores, una disputa familiar sobre la herencia o, incluso, el enfrentamiento en una comunidad de vecinos. La solución gradual de los conflictos casi siempre es una buena idea.

Sánchez cometió un grosero error cuando concedió los indultos y no explicó que después vendría la amnistía. Faltó una hoja de ruta

Pedro Sánchez cometió un grosero error cuando concedió los indultos y no explicó que después vendría la amnistía. Él mismo ha venido a reconocerlo en la entrevista de TVE1 cuando dijo que existe coherencia entre aquella medida —los indultos— y la actual —la amnistía—. No lo hizo por carecer de una hoja de ruta a la vista de todos y el resultado es que buena parte de la opinión pública no entiende, con mucha razón, esa estrategia. Es una evidencia que no solo ha faltado pedagogía política, sino también transparencia, lo que le hubiera evitado al país muchos disgustos o esa imagen inverosímil de negociar en Suiza de forma oscurantista. No hay viento favorable para quien no sabe dónde va, que decía Séneca.

El error político, sin embargo, no invalida el procedimiento de negociación. Parece evidente que para resolver los problemas territoriales del país, y en particular la cuestión catalana, hay que avanzar dando pequeños pasos en aras de lograr que el procés quede atrás como un fantasmagórico salto en el vacío que de forma irresponsable emprendieron los independentistas hace más de una década. Pequeños pasos que son una especie de conllevancia orteguiana, pero con una diferencia: sitúan los desacuerdos en el marco de la negociación. ¿Qué otra cosa es la política en una democracia liberal donde la representación de la soberanía del pueblo reside en el parlamento, donde conviven fuerzas de todo signo?

El enfoque incrementalista tiene una ventaja respecto del que propone el todo o nada. Permite incorporar al proceso de negociación a nuevos actores que recelan con mucha razón de la otra parte porque se han sentido legítimamente engañados o traicionados. En el caso de Cataluña, ensancharía la base social y política de los posibles acuerdos, lo que a la postre haría que los futuros pactos fueran de larga duración y fueran aceptados por la mayor parte de la sociedad catalana.

De la noche a la mañana

El éxito de la Transición fue, precisamente, ese: incorporar al pacto a sectores poco proclives al Estado autonómico o a la propia democracia. Recuérdese que hasta las Cortes franquistas se hicieron el harakiri por esa metodología gradualista que dio Suárez a la Transición, y que culminó con la legalización del PCE apenas dos meses antes de las elecciones de junio de 1977. El reconocimiento de la Generalitat como símbolo de la autonomía de Cataluña, igualmente, fue el primer paso, y después vinieron muchos más. Es decir, la propia construcción de la democracia española no se hizo de la noche a la mañana, sino que fue avanzando con pequeños progresos hasta que la Constitución de 1978 dio por finalizado el proceso.

El avanzar de forma gradual, es evidente, tienen algo de movimiento conservador en la medida que los resultados no son tan perceptibles por la opinión pública como podría ser un acuerdo global. Son, por así decirlo, menos vistosos, pero tiene la ventaja de que introduce una menor tensión en las negociaciones. Cuando se juega al todo o nada —al quién gana o quién pierde, que tanto gusta a la política española— el nivel de presión es mayor para las partes, y por eso los expertos en negociación suelen recomendar que los avances sean graduales.

Cuando se juega al todo o nada —quién gana y quién pierde, que tanto gusta a la política— el nivel de presión es mayor para las partes

Esto es así porque las sociedades necesitan certidumbres, y cualquier pacto súbito que pretenda resolver conflictos de larga duración —ese es el principal error de Sánchez intentando resolver una cuestión histórica desde una visión de parte— son difíciles de entender para la opinión pública. Y menos cuando los independentistas no son capaces de reconocer en público un disparate que ha llevado a la ruina y a la confusión. Claro está, salvo que se niegue el conflicto y se quiera ver lo que sucede en Cataluña como un hecho aislado en la historia de España, lo cual, al menos desde hace más de tres siglos, es incierto.

Pequeños pasos

En su artículo, el analista Martin Lindyk pone un ejemplo muy elocuente. En el año 2000, durante la cumbre de Camp David II, Clinton y el primer ministro israelí Ehud Barak intentaron, sin éxito, imponer un acuerdo de largo alcance —el poder absoluto de EE. UU. frente a la pequeña Palestina— para poner fin al conflicto. Arafat lo rechazó y fue el comienzo de la segunda intifada. Precisamente, porque se quiso dar por liquidado un conflicto sin que antes se hubieran dado pasos pequeños hacia la paz, lo que sí se hizo en Camp David I, cuando, con la mediación del presidente Carter, el presidente egipcio Anwar el-Sadat y el primer ministro de Israel, Menajen Beguin (un antiguo terrorista que voló el hotel Rey de David de Jerusalén) firmaron un acuerdo histórico. Lo que planteaba Kissinger era que se llegaran en primer lugar a acuerdos graduales —los pequeños pasos— para hacer ver que Palestina, asumiendo cada vez más atributos, llegaría a ser finalmente un Estado.

Es evidente que no es el caso de Cataluña porque nunca, al menos lo que la vista alcanza a ver, será un Estado. No solamente porque lo dicen la Constitución y el sentido común, sino porque la Unión Europea, consciente de que el nacionalismo es una semilla tóxica, nunca lo aceptará. Pero el método de negociación, basado en el gradualismo, sigue siendo válido. No solo para afrontar la cuestión catalana, sino para poner al día el título VIII de la Constitución, que es el problema de fondo, o cualquier otro conflicto que se ha convertido en crónico, como es la renovación del poder judicial.

Es decir, abandonar tanto el maximalismo, que es una de las características del populismo, que suele proponer un paraíso que no existe, y, sobre todo, el esencialismo político, que es una de las señas de identidad de nuestro tiempo. Cualquier pacto, por decirlo de una manera suave y no machista, se considera una traición, lo cual es un monumento a la estulticia.

La pregunta se la ha hecho un ilustre analista del Washington Post, y, obviamente, no se refiere a la cuestión catalana, sino a la guerra entre Hamas e Israel. El autor del artículo, Martin Indyk (1951), fue un veterano diplomático de EEUU con una dilatada experiencia en Oriente Medio. También ejerció como vicepresidente ejecutivo de Brookings Institution, uno de los principales centros de pensamiento del país, y en la actualidad forma parte del exquisito Consejo de Relaciones Exteriores de EEUU, que publica la revista Foreign Affairs, una de las biblias de las relaciones internacionales.

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