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La excitación estéril de la política española

La política se ha empapado del viejo tremendismo que siempre ha inspirado a la España negra, desde Goya hasta Gutiérrez-Solana. Como resultado de ello, se convierte en algo estéril, improductivo

Foto: Sánchez y Feijóo, durante su encuentro del viernes. (EFE/Chema Moya)
Sánchez y Feijóo, durante su encuentro del viernes. (EFE/Chema Moya)
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Funcas, la fundación de las cajas de ahorros, ha publicado estos días una encuesta singular. No es la primera vez que lo hace, pero en esta ocasión tiene un interés adicional porque sus resultados se conocen en un momento especialmente relevante desde el punto de vista de la polarización política.

Lo que revela la encuesta es que este año el 51% de los españoles tratará de eludir determinados temas de conversación en las fiestas navideñas, seis puntos más que en 2022. La causa de la renuncia es evitar, en particular, hablar de política habida cuenta de que se trata del asunto más controvertido y peliagudo para el 84% de los encuestados, por lo que para tener "las fiestas en paz" lo más conveniente es apartarla de la conversación.

En 2017, en plena vorágine independentista, este periódico —como otros— publicó un reportaje firmado por Ángel Villarino en el que se relataba que, fruto de la tensión del 1-O, las relaciones intrafamiliares se habían visto seriamente deterioradas. Hasta el punto de que se evitaba hablar de política, entre familiares y amigos, para que no hubiera tensiones.

"Hasta el domingo [refiriéndose al 1-0], existía un código no escrito. Se evitaba hablar del tema con quien no pensaba lo mismo que tú. Ahora se ha abierto la veda y se está liando en todos los ámbitos. Estos días he tenido problemas con los compañeros de deporte, con la familia", decía uno de los entrevistados.

Se puede decir sin reparos, de hecho, que ningún líder regional europeo, ni siquiera nacional, tiene hoy la proyección pública de Puigdemont

Trazar paralelismos fáciles y mecánicos entre el ambiente que se vivió en 2017 en Cataluña y la situación actual en el resto de España carece de sentido, pero hay una primera evidencia demoscópica: la crispación se ha generalizado en el país a cuenta de la amnistía, lo que explica que se renuncie a hablar de cuestiones políticas.

Los datos del CIS y del CEO catalán, un organismo similar, lo avalan. Según el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas, el primer problema de España son "los problemas políticos en general", mientras que para el CEO el principal problema de los catalanes son las relaciones entre Cataluña y España, por encima de la economía o la precariedad laboral. Una primera interpretación de estos datos no deja lugar a dudas. El sistema político es incapaz de ofrecer soluciones, y de ahí que preocupe más que otras cuestiones más cercanas como la vivienda, la calidad del sistema educativo o el funcionamiento de la justicia. Ni siquiera el desempleo, el más alto de Europa desde hace décadas, es capaz de batir al mal funcionamiento de la política.

Un giro inesperado

La política, no contenta con estos datos, ha tomado en los últimos meses un giro inesperado. Los partidos centrales del sistema aceptan ya sin inmutarse la internacionalización del conflicto catalán. Feijóo y Abascal están encantados de llevarlo a Bruselas o Estrasburgo y Sánchez ha aceptado asumir las reglas no escritas de un conflicto internacional mediante la figura del mediador.

Ni en sus mejores sueños Puigdemont o Junqueras hubieran podido pensar que Cataluña iba a estar en el centro de algunos debates políticos en Europa. ETA lo intentó y siempre fracasó.

No puede extrañar, por eso, que el propio Puigdemont haya sido elegido por Politico, el diario más influyente entre las élites europeas, como el segundo líder más transgresor de 2024 del continente —lo incluye en la categoría de disruptores— tras Elvira Nabiúllina, la presidenta del banco central de Rusia, que es quien mantiene la máquina de guerra de Putin, pero por delante de Orbán, Annalena Baerbock, la ministra de Exteriores alemana, o Manfred Weber, el líder de los conservadores europeos. Se puede decir sin reparos, de hecho, que ningún líder regional europeo, ni siquiera nacional, tiene hoy la proyección pública de Puigdemont. Por si no fuera suficiente, la renovación del poder judicial, un asunto eminentemente nacional, ha entrado ya de lleno en la agenda de la Comisión Europea en la medida que Sánchez y Feijóo han pedido una mediación.

Max Weber encontró tres cualidades en un buen político: la pasión, el sentido de la responsabilidad y la mesura

No hace falta pasar por la Sorbona para entender que la política española es incapaz de resolver algunos problemas enquistados, lo que explica que se acuda a Bruselas en busca de no se sabe muy bien qué. Por un lado, la cuestión catalana va mucho más allá que un mero acuerdo entre los independentistas y Sánchez, que a lo sumo pueden aspirar a normalizar las relaciones políticas, pero sin alterar la realidad catalana en el marco de la Constitución; mientras que la renovación del poder judicial no es un problema de modelo de elección, como pretende hacer creer Feijóo, sino del interés por instrumentalizar uno de los tres poderes del Estado. Ningún modelo es válido cuando lo que se pretende es colocar a vocales cercanos.

Pasión y mesura

Max Weber, en un opúsculo que tituló El político y el científico, encontró tres cualidades en un buen político: la pasión, el sentido de la responsabilidad y la mesura. Pero pasión en el sentido noble del término, no en su forma más zafia, y que el filósofo Geor Simmel llamó excitación estéril. Esta es, probablemente, la mejor definición de la política española, metida en un laberinto del que es incapaz de salir, con la consiguiente degradación de las instituciones, como ponía de relieve este sábado en este periódico Jesús Fernández Villaverde.

Un laberinto que ha llevado a Feijóo —con ciertas dosis de impostura— a convertirse en el líder de las exageraciones e hipérboles, incumpliendo la mesura que recomendaba Weber, mientras que Sánchez parece haber renunciado a buscar un terreno común de entendimiento sistemático, y no ocasional, con el PP en el que se diriman las controversias, que son el ADN de la propia democracia.

A la sociedad del riesgo, un fenómeno propio de nuestro tiempo, se le ha unido la utilización de falsas expectativas para crear relatos

El resultado, como no puede ser de otra manera, es que, paradójicamente, se habla hasta la saciedad de política, y de ahí los enfrentamientos familiares o en los grupos de amigos, pero no como un instrumento de solución de problemas, sino como una especie de arma arrojadiza que tiene como único objetivo desgastar al enemigo (más que al adversario). De hecho, en la mayoría de las ocasiones, no es un debate de argumentos, que son la base para el entendimiento, sino descalificaciones, lo que solo contribuye a la escalada de la polarización.

Lo dramático, valga la expresión, es que a esta dialéctica improductiva —porque no resuelve los problemas— se le han sumado, pensadores, intelectuales y muchos medios de comunicación (las redes sociales son otra historia) incapaces de alejarse un palmo del bullicio político (llamémosle así) y han acabado por ser parte del problema, y no de la solución, que es lo que corresponde cuando no se divisan salidas. Probablemente, porque se han empapado del viejo tremendismo que siempre ha inspirado a la España negra, desde Goya hasta Gutiérrez-Solana.

El resultado es que a la sociedad del riesgo, la de la incertidumbre, un fenómeno propio de nuestro tiempo, se le ha unido la utilización de las falsas expectativas para construir un relato que no se ajusta a la realidad. El alarmismo vende a través de expectativas que nunca se cumplen.

Funcas, la fundación de las cajas de ahorros, ha publicado estos días una encuesta singular. No es la primera vez que lo hace, pero en esta ocasión tiene un interés adicional porque sus resultados se conocen en un momento especialmente relevante desde el punto de vista de la polarización política.

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