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Europa vuelve al diván para resolver sus problemas existenciales
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Carlos Sánchez

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Europa vuelve al diván para resolver sus problemas existenciales

Europa vive en una crisis permanente. Probablemente, porque está en su propio ser ontológico. El debate entre las soberanías nacionales y lo supranacional lo domina todo. Pero no hay forma de escapar. Está en su esencia desde 1957

Foto: Ilustración: L. Martín.
Ilustración: L. Martín.
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Politico, el diario más influyente entre las élites europeas, acaba de proclamar a Donald Tusk, el primer ministro polaco, el líder más poderoso de Europa. No porque su país lo sea o lo vaya a ser en un futuro inmediato —se trata de la sexta economía de la UE—. Ni mucho menos porque Varsovia haya atesorado un inmenso poder durante las escasas semanas que lleva Tusk en el cargo.

Lo hace porque el primer ministro polaco, como dice la publicación, representa como nadie la batalla existencial que se libra hoy en el Viejo Continente: profundizar en la idea de una Europa liberal, que no es lo mismo que conservadora, o caer rendido ante las tentaciones del populismo y del iliberalismo, que no es otra cosa que una renuncia al contrato social que surgió en 1957 tras la firma del Tratado de Roma o incluso antes, tras la devastación de la II Guerra Mundial. En definitiva, una revisión reaccionaria de las señas de identidad de Europa, construidas sobre el entendimiento de democristianos y socialdemócratas a partir de un ensanchamiento de las clases medias sin parangón en el planeta.

Es verdad que la historia reciente del Viejo Continente no se entiende sin sus dudas existenciales, y, de hecho, el paso de Europa por el diván del psicoanalista —siempre en busca de su ser ontológico— es una constante vital. Como suele decirse, al fin y al cabo, la UE crece, como les sucede a los adolescentes, con las crisis. Lo significativo es que el núcleo fundacional de lo que hoy conocemos como Unión Europea —los garantes del santo grial— tiende a diluirse debido a eso que se ha venido en denominar fragmentación, y que ha venido a sustituir el mundo bipolar que se impuso hasta la caída del Muro.

Hay una primera razón muy obvia. Las sucesivas ampliaciones han fragmentado el poder dentro de la UE, y aunque los cuatro grandes —Alemania, Francia, Italia y España— todavía representan más de la mitad del PIB de la UE, y, por lo tanto, su poder de bloqueo en las votaciones es grande, excepto cuando se trata de decisiones que hay que tomar por unanimidad, precisamente las más importantes, su influencia se irá resintiendo con el tiempo a medida que se vayan cerrando nuevas ampliaciones. Por decirlo de una forma, la vieja política de alianzas ya no existe. Ni siquiera el tradicional eje París-Berlín es suficiente en un horizonte de 35 o 37 países miembros.

Palos en las ruedas

Políticos como Orbán lo saben bien. El Gobierno húngaro ha demostrado que una vez que estás dentro del club nadie está en condiciones de obligar a un país a cumplir las reglas, y si las incumple el procedimiento de sanción o, incluso, de expulsión es tan complejo que, a la larga, aquí paz y después gloria. Margaret Thatcher enseñó el camino de cómo poner palos en la rueda desde dentro.

Lo que se ha producido, de hecho, es una mutación de indudable trascendencia. Los viejos euroescépticos que han acompañado la construcción europea durante décadas han sido sustituidos por una nueva generación de políticos que quieren aparecer hoy como los impulsores de un nuevo europeísmo, ahí están el caso de Meloni o Le Pen, aunque en el fondo actúan a modo de caballo de Troya.

placeholder Giorgia Meloni y Marine Le Pen, en un programa de televisión en 2015. (EFE/Alessandro Di Meo)
Giorgia Meloni y Marine Le Pen, en un programa de televisión en 2015. (EFE/Alessandro Di Meo)

Es decir, el objetivo es transformar la UE desde dentro, una especie de entrismo, para que el club acabe siendo algo muy distinto a lo que pretendían los Schuman, De Gasperi o Monnet. ¿O no lo es cuando Meloni plantea recuperar los símbolos religiosos en las escuelas, algo que sería impensable cuando se lanzó la idea de Europa como un proyecto laico y respetuoso con las distintas religiones y creencias? Y lo hace, precisamente, cuando Europa es más multicultural que nunca.

Una Europa con más de 35 miembros, necesariamente, tiene que ser distinta a otra con seis miembros, nueve, 12 o, incluso, 27 socios. Sobre todo, cuando lo que se pretende es ir mucho más allá que lo que exigía el mandato fundacional: una unión aduanera, que años después derivaría en un mercado único, por el que pudieran circular libremente personas, mercancías y capitales en aras de transformar el continente a muy largo plazo en un núcleo de poder geopolítico.

Los euroescépticos han sido sustituidos por una nueva generación de políticos populistas que actúan a modo de caballo de Troya

No es de extrañar, por eso, que el futuro de la UE pase por una nueva gobernanza que hoy ni está ni se la espera. Entre otras razones, porque la generación de líderes fuertes con capacidad para transformar la región se ha acabado. Ni Scholtz, ni Macron, ni Meloni, ni Sánchez son Kohl, Mitterand o el mejor Andreotti, que se empeñó en que España ingresara en la UE lo antes posible. Hoy, ninguno de los líderes tiene el suficiente peso político para impulsar, por ejemplo, un proceso tan ambicioso como lo fue la creación del mercado único europeo hace ahora 30 años. Ni, por supuesto, un proyecto tan complejo como fue la moneda única, que pudo salir adelante en un contexto muy diferente. Tampoco existe un Jacques Delors capaz de dar credibilidad a la presidencia de la Comisión Europea, hoy ocupada por una dirigente rendida a la cancillería alemana, como se ha demostrado en Gaza o, incluso, en las negociaciones de las reglas fiscales, donde los halcones, pese a los errores del pasado, han puesto su marca.

La voz cantante

Hoy, por el contrario, aunque digan lo contrario, los gobiernos son más reacios a ceder soberanía, a lo sumo aceptan una mayor cooperación para sacar adelante proyectos concretos, como los Next Generation o una timorata mutualización de riesgos en el lanzamiento de emisiones conjuntas, pero nada de alterar la correlación de fuerzas dentro de la UE, donde los Estados —y no la Comisión— siguen llevando la voz cantante.

Precisamente, y conviene no engañarse, porque la jerarquía de los Estados frente a la Comisión Europea, el brazo burocrático, está en la esencia de la idea de Europa. Enrique Feas y José Juan Ruiz, en el Real Instituto Elcano, lo han llamado la vuelta al Estado-nación frente al poder de las instituciones supranacionales, que han sido quienes han dominado el planeta desde la creación del sistema de Bretton Woods. El multilateralismo, por decirlo de alguna manera, tiende a sucumbir ante las relaciones bilaterales entre los Estados. Lo expresó con claridad el propio Orbán cuando dijo —hay que reconocerle la sinceridad— que la presidenta de la Comisión Europea era “nuestra empleada”. Por supuesto, la de los gobiernos.

Foto: Bandera de la Unión Europea. (EFE/Philipp von Ditfurth)

No solo es, sin embargo, una cuestión de liderazgo. Los vientos de cola que soplaron tras la caída del Muro de Berlín han desaparecido. China, por un lado, ha emergido como un nuevo —y crucial— jugador en el tablero internacional, pero ahora, y para más inri, con un socio estratégico como es Rusia; mientras que el sur global ha despertado sacando a Europa de su influencia en África y en la geopolítica del planeta, lo que a la postre ha obligado al Viejo Continente a reforzar su política de alianzas con EEUU. Ya es casualidad que justo cuando la presidenta Von der Leyen reclama una Comisión geopolítica volcada a lograr una autonomía estratégica sea cuando Europa cae rendida ante los intereses de EEUU en su rivalidad con China. El devenir de Ucrania es el mejor ejemplo. O Israel. O las dificultades para poner en marcha un proyecto de seguridad y defensa propio.

Hoy, ninguno de los líderes tiene el suficiente peso para impulsar un proceso tan ambicioso como lo fue la creación del mercado único

Lo que realmente esconde esta política del quiero y no puedo revela, en realidad, una frustración europea de imposible solución, por lo que habrá que acostumbrarse a vivir con ella, como lo viene haciendo desde hace décadas. Probablemente, porque, como les sucede a muchos adolescentes, Europa, aunque se diga lo contrario, no ha asumido su realidad, que no es otra que un mosaico de países que a lo sumo que pueden aspirar es a llevarse bien y a cooperar de la manera más sincera posible. No es poco en tiempos de discursos fáciles.

Europa sigue siendo, de hecho, lo que son sus Estados, y pensar que algún día habrá una verdadera unión, como EEUU, no solo es engañarse, sino que puede ser la semilla de un nuevo nacionalismo en torno a la reivindicación de los Estados que, paradójicamente, se quieren suprimir. La conllevancia, en este sentido, es una buena idea. Hay veces que avanzar más en la integración, como les gusta decir a los países nórdicos, puede suponer a la larga un retroceso.

Burócratas insensibles

Los populismos lo saben bien, y no es casualidad que el mayor incentivo para votar a favor del Brexit fuera, precisamente, que con ello se materializaba la independencia de Bruselas y, por lo tanto, el triunfo de las políticas nacionales. Probablemente, porque la UE ha sacrificado el principio de subsidiariedad, recogido en los tratados, en aras de dar más poder a la Comisión y el Parlamento, lo que a la larga proyecta la imagen de un cuerpo de burócratas insensibles que gobiernan las cosas más nimias de la política. El principio de subsidiariedad, como se sabe, establece que en los ámbitos en que pueden actuar tanto los gobiernos nacionales como la UE, Bruselas solo puede intervenir si su actuación es más eficaz. Hay en esto cierto emocionalismo que sin duda es un caldo de cultivo para que triunfen los euroescépticos del pasado o los neopopulismos del presente.

El dilema de Europa es avanzar en la integración, pero manteniendo la identidad de cada Estado para evitar que vuelvan tiempos oscuros

Y el mejor ejemplo es la inmigración, que se ha convertido en un regalo para la extrema derecha. No puede ser casualidad que su crecimiento haya ido en paralelo a la ola de inmigración que se produjo en 2015-16, cuando cientos de miles de personas que buscaban asilo en Europa —tras las fallidas primaveras árabes— impulsaron el surgimiento de una nueva generación de políticos populistas xenófobos en todo el continente. Las recientes elecciones en Países Bajos, donde ha ganado un viejo enemigo de la política de puertas abiertas que durante décadas ha sido el santo y seña de la Unión Europea, refleja ese estado de cosas.

Y esto es así, sobre todo en cuestiones como la inmigración, donde el paradigma de la cooperación que se impuso en la UE en los noventa —mercado único y creación del euro— ha sido sustituido por uno basado en la competencia en el que los Estados quieren seguir jugando un papel estelar. Es lo que toca. Habría que hablar del dilema de Europa: avanzar en la integración, pero al mismo tiempo manteniendo la identidad de cada Estado, para evitar que un nuevo nacionalismo se alce recordando tiempos oscuros.

Politico, el diario más influyente entre las élites europeas, acaba de proclamar a Donald Tusk, el primer ministro polaco, el líder más poderoso de Europa. No porque su país lo sea o lo vaya a ser en un futuro inmediato —se trata de la sexta economía de la UE—. Ni mucho menos porque Varsovia haya atesorado un inmenso poder durante las escasas semanas que lleva Tusk en el cargo.

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