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No es la economía, estúpido
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No es la economía, estúpido

Las guerras culturales, que instrumentalizan la política para enajenarla de su función clásica, han desplazado las cuestiones más cercanas a la realidad, lo que hace que el debate económico haya sido relegado

Foto: Sánchez y Feijóo, en su reunión en diciembre. (EFE/Chema Moya)
Sánchez y Feijóo, en su reunión en diciembre. (EFE/Chema Moya)
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El profesor Harold James, una autoridad en historia económica, defendió en uno de sus últimos artículos una tesis sugerente y, probablemente, discutible para algunos. La economía, escribió este historiador de la Universidad de Princeton, ha dejado de ser el motor de las campañas electorales y ni siquiera está en el centro del debate político.

James hace mención en su artículo al célebre consejo que le dio a Bill Clinton su principal asesor de campaña, James Carville, durante las elecciones presidenciales de 1992, cuando le recomendó que para atacar a su adversario, el primer Bush, tendría que centrarse en la economía en lugar de explorar otros campos de batalla. La tesis es sugerente porque desde entonces casi todos los aspirantes a ganar las elecciones (cuando están en la oposición) tienen en la economía su principal argumento. Hasta el punto de que el famoso lema —es la economía, estúpido— se ha convertido en un lugar común. Muchos analistas lo niegan y sostienen que en realidad, desde luego en el caso español, la economía no ha sido tan determinante como se suele creer para ganar o perder unas elecciones. En España ha pesado históricamente el voto estrictamente ideológico, independientemente de la coyuntura económica.

Tiene razón el historiador James, sin embargo, cuando estima que ha perdido fuerza en el debate público. Sin necesidad de acudir a otros países, solo hay que observar el escaso interés que la economía suscitó en las últimas elecciones generales, en las que Cataluña o las respectivas políticas de alianzas del PSOE y del PP centraron el debate político. Sánchez atacando a Feijóo por sus pactos con Vox, y el líder conservador por las alianzas del PSOE con EH Bildu y los independentistas. Ni siquiera las municipales y autonómicas, celebradas solo unos meses antes, atrajeron el interés de la conversación pública por la economía, lo que es todavía más sorprendente teniendo en cuenta que se trata de los territorios más cercanos a las preocupaciones ciudadanas. Las regiones controlan servicios básicos y los ayuntamientos, igualmente, están pegados a los hechos más cotidianos.

Las guerras culturales

Las causas son múltiples, pero hay una muy evidente. Las guerras culturales, que representan la instrumentalización de la política para enajenarla de su función clásica, esto es, articular el conflicto social y ofrecer soluciones, han desplazado hasta la marginalidad las cuestiones más cercanas a la realidad, lo que hace que el debate económico haya sido relegado.

Desde 2012, cuando Draghi hundió los tipos de interés, todos los gobiernos han hecho la misma política. Obviamente, con matices

Existen, igualmente, otras causas que tienen que ver con el sesgo de la economía política. Es decir, con la orientación de las políticas públicas, que hace no demasiado tiempo generaban disputas ideológicas en el marco del tradicional eje izquierda-derecha. Hoy, sin embargo, no es que hayan desaparecido, sino que indudablemente se han diluido. En Europa, desde luego, desde que hace más de una década, el BCE formuló una política monetaria ultraexpansiva aceptada por las principales fuerzas políticas y, posteriormente, a causa de la pandemia, los propios gobiernos pusieran en marcha políticas fiscales muy expansivas que regaron de fondos públicos la acción de los estados, independientemente de que gobernara un partido de izquierdas o de derechas. Se puede decir, de hecho, que, desde 2012, cuando Draghi hundió los tipos de interés, todos los gobiernos han hecho básicamente la misma política. Obviamente, con matices, pero no muy diferentes. El increíble aumento de la inflación a causa del choque petrolífero, como se sabe, remató la faena con políticas de gasto desconocidas por la Unión Europea.

Existen más factores de carácter estructural, como es el cambio demográfico, que hace que el peso político de los jóvenes, pese al deterioro de sus expectativas económicas, se haya reducido, lo que hace que su situación precaria no centre el debate público; mientras que, en paralelo, la influencia de los mayores de 60-65 años —normalmente con rentas más elevadas porque proceden de un mundo en el que la fuerza de trabajo estaba mejor remunerada— ha crecido en toda Europa, lo que explica que en la agenda pública preocupan otras cuestiones que tienen que ver, por ejemplo, con la inseguridad ciudadana o la inmigración, como bien saben los populismos.

Si a esto se unen factores de indudable relevancia, como es que muchos países estén instalados en el pleno empleo (desde luego no es el caso español) o que las políticas sociales (gracias al gasto público) han mejorado la protección de los niveles de renta más bajos, el resultado no puede ser otro que la economía se aleja del debate público. Ni siquiera en España, con la tasa de desempleo más elevada de Europa, la economía centra los grandes plenos en el Congreso, lo que es una señal de que algo está cambiando. Solo hay que observar que el último partido emergente en la política española, como es Vox, no ha crecido por su programa económico, si lo tiene, sino por cuestiones identitarias o de índole territorial, como es Cataluña. Nadie vota a Abascal por su aportación a la ciencia económica y es el líder del tercer partido del arco parlamentario.

Nadie vota a Abascal por su aportación a la ciencia económica y es el líder del tercer partido del arco parlamentario

También en EEUU ha ocurrido algo parecido. Trump no ganó sus primeras elecciones por su programa económico, sino porque se presentó, y la mayoría lo vio así, como un candidato alternativo al viejo establishment de los demócratas (representado por Hillary Clinton). De hecho, si gana las elecciones de noviembre, lo hará cuando el país vive una situación de pleno empleo. Es decir, tampoco parece que la economía vaya a mover al votante medio estadounidense.

La paz social

Ni siquiera la reciente subida en vertical de los tipos de interés, en ambos lados del Atlántico, ha avivado el debate económico como hubiera podido suceder en el pasado, cuando cualquier endurecimiento de la política monetaria elevaba las protestas porque aumentaba el desempleo y crecía la morosidad. El gran debate económico de finales de los setenta y principios de los 80 fue, precisamente, si había que hacer una política monetaria muy estricta (escuela de Chicago y la reaganomics) o si, por el contrario, debería ser más laxa para que no se destruye empleo apoyando políticas de demanda. Hoy, con unos tipos de interés que han subido de forma vertical, la morosidad está por los suelos y apenas hay reacción en la calle.

Ni siquiera la subida en vertical de los tipos de interés en ambos lados del Atlántico ha avivado el debate económico como en el pasado

Esta situación general, lógicamente con todas los matices que se quieran porque hoy todavía muchos colectivos están en una situación muy difícil, puede explicar la creciente distancia entre la percepción política sobre la situación económica del país en su conjunto y la que de manera subjetiva expresa cada ciudadano sobre su situación particular. O dicho de otra manera. Si la mayoría de los ciudadanos responde en las encuestas que su situación particular es bastante mejor que la del país, eso significa que se trata de una respuesta política (vinculada a una posición ideológica) y no estrictamente económica. Algo que puede explicar que el debate haya dejado el ámbito de la economía para desplazarse a la política, que es lo que prima.

La consecuencia, lógicamente, es que la agenda pública, es decir, el escenario en el que se dirime el conflicto social, se llene de asuntos irrelevantes —las guerras culturales o subproductos derivados de las redes sociales o de la propaganda zafia que emiten determinadas televisiones privadas— que obvian las cuestiones de fondo, y que suelen tener que ver con la economía en su sentido más amplio. No porque haya que debatir sobre Marx, Keynes o Hayek para entender el mundo, sino porque detrás de la situación económica lo que se encuentran son determinadas políticas, como la vivienda, la calidad de la enseñanza, la prestación del servicio sanitario, las pensiones o, incluso, los recursos destinados a políticas científicas que a la postre pueden mejorar la vida de todos.

Caldo de cultivo

Es en este caldo cultivo en el que han crecido los populismos y la demagogia. Lo peor, con todo, es que al haber impuesto su agenda han logrado contaminar al sistema político, permanentemente enredado en descalificaciones, innecesarias subidas de tono e hipérboles gratuitas que a veces resultan hasta ridículas. Y lo que es todavía peor, cuando la política gallinácea, de vuelo corto, se impone, se alienta la polarización.

Esto es así porque está comprobado que es más fácil ponerse de acuerdo sobre cuestiones concretas —sindicatos y empresarios lo hacen a menudo en las fábricas porque forma parte del orden social— que cuando el debate es básicamente retórico o gira en torno a cuestiones identitarias o superfluas, pero que generan toneladas de ruido.

Un reciente estudio de los profesores Pedro Albarrán y Carmen Herrero (Universidad de Alicante) y Antonio Villar (Universidad Pablo Olavide), por ejemplo, ha encontrado evidencias en la creciente distancia entre afinidad ideológica y decisión de voto, algo a priori incoherente. La causa tiene que ver, precisamente, con la polarización política que, por su propia esencia, no entiende de matices, a lo que ayuda de manera relevante el sistema electoral, que obliga a elegir entre dos bloques.

No hace falta pasar por la Sorbona para entender que si del debate político se enajena la situación económica o la propia ideología, en la medida que se vota desde las emociones, la democracia tiene un problema.

El profesor Harold James, una autoridad en historia económica, defendió en uno de sus últimos artículos una tesis sugerente y, probablemente, discutible para algunos. La economía, escribió este historiador de la Universidad de Princeton, ha dejado de ser el motor de las campañas electorales y ni siquiera está en el centro del debate político.

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