Mientras Tanto
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Quién gana y quién pierde con la estrategia de la tensión
La radicalización del PP es lo que incentiva, y cementa la unidad de acción del PSOE y de los independentistas. Las bases de ERC y Junts nunca aceptarían que sus dirigentes pudieran provocar una ruptura de la actual política de alianzas
No está muy claro el origen del término estrategia de la tensión. Aunque se vincula a la guerra fría en el marco de la competencia entre la Unión Soviética y EEUU por la hegemonía del planeta, lo cierto es que el periodo más emblemático se relaciona con la Italia de los años 70, cuando diversos atentados terroristas de oscura procedencia (en España tuvimos a los GRAPO) buscaban desestabilizar políticamente a un país que estuvo por aquellos días cerca de convertirse en el primero de Europa occidental con un Gobierno comunista elegido por el pueblo ante el empuje imparable del PCI.
El Partido Comunista italiano, que llegó a lograr casi el 35% de los votos, nunca gobernó. Ni siquiera cuando Enrico Berlinguer, su líder, lanzó la idea del compromiso histórico, y con el que pretendía salvar de la quema a las instituciones democráticas mediante un acuerdo con la democracia cristiana, el partido que desde los tiempos de Alcide de Gasperi había gobernado tras el final de la II Guerra Mundial.
El asesinato de Aldo Moro, sin embargo, liquidó la esperanza de un acuerdo entre los dos grandes partidos que forjaron la Italia democrática que hoy conocemos. Desde entonces, como es manifiesto, el país se sumergió en un clima de inestabilidad política que a grandes rasgos permanece hoy, aunque sin esa tensión extrema de los años 70, cuando la amenaza de un golpe de Estado (que es lo que se pretendía con la estrategia de la tensión) era real. Aquel compromiso histórico nunca gustó ni a EEUU ni a la URSS, enfrascados en su particular guerra fría, por lo que siempre se ha sospechado que detrás de esa estrategia estaban los turbios intereses de unos y de otros.
Las dos caras de la moneda
Aunque establecer una relación mecánica entre la situación económica de un país y la estabilidad política siempre es difícil –es muy conocido que existen factores estructurales que empujan en una dirección u otra– hay pocas dudas de que el clima político contribuye de forma relevante al crecimiento económico y, por ende, a la propia estabilidad política. No en vano, se trata, en realidad, de las dos caras de una misma moneda. No parece, sin embargo, que el sistema político español sea consciente de ello.
El país se ha embarcado en su propia estrategia de la tensión, afortunadamente sin los elementos dramáticos de aquella Italia de los años 70, sin reflexionar sobre las consecuencias de una pugna que va mucho más allá de la legítima confrontación entre Gobierno y oposición.
Probablemente, porque tanto el presidente Sánchez como Feijóo son conscientes de que la polarización –como han demostrado Trump y sus imitadores– obtiene buenos resultados electorales. En el primer caso, estableciendo un marco político que permite agrupar a todas las fuerzas políticas de izquierda en torno al objetivo de que no gane la derecha, y en el segundo articulando su oferta política a través de un principio inamovible que durará mientras aguante la legislatura. Y ahí está para demostrarlo su negativa a renovar el poder judicial, un órgano clave en cualquier Estado de derecho.
Hay pocas razones, por lo tanto, para esperar una ruptura o, incluso, un adelanto electoral, como pretende de forma infructuosa Feijóo
El líder del PP sabe que la única manera de gobernar es aniquilar políticamente a Vox, lo que le ha obligado a comprar el discurso de la extrema derecha y a crear su propio marco de confrontación. En definitiva, siguiendo la estrategia triunfadora de Díaz Ayuso, que ha convertido al partido de Abascal en irrelevante en la Comunidad de Madrid.
Ambas estrategias, como se sabe, exigen generar narrativas inventadas, llenas de hipérboles y excesos o, incluso, provocar el nacimiento de llamativas teorías de la conspiración, lo que en última instancia lleva a la creación de un clima político irrespirable. En las últimas semanas, de hecho, el partido socialista ha decidido hacer la misma estrategia del PP, y ahí está el papel subalterno del ministro Óscar Puente para refrendarlo, cuyo papel es, en realidad, la llamada que esperaban muchos socialistas.
Se trata, sin embargo, de una escalada, jaleada por determinada prensa de parte, que ya no sólo afecta a la nomenclatura del sistema, en el parlamento o en las altas instituciones del Estado, sino que actúa a modo de aquella lluvia fina de la que hablaba Aznar en los años 90, y que se está filtrando en la sociedad, donde hablar de política se ha convertido en un suplicio por ausencia de espacios de entendimiento. Incluso buscar la racionalidad y el encuentro se considera hoy en muchos círculos una posición de equidistancia, como si ubicarse en una postura equilibrada, matizada, intentando encontrar soluciones fuera un crimen de lesa humanidad.
Un incentivo poderoso
Este escenario de tensión es, precisamente, el que más beneficia a los independentistas, conscientes de que el clima de confrontación debilita al propio Estado, lo que ha convertido a Junts –un partido que hace años dejó de ser heredero de la vieja CiU– en un partido clave del sistema político pese a su escaso peso electoral, apenas 392.634 votos, el 1,6% del total nacional. Ni que decir tiene que esa sobrerrepresentación política, no consistente con la estrictamente electoral, es un incentivo demasiado poderoso para abandonar al Gobierno durante la legislatura. Obviamente, porque Puigdemont difícilmente podrá encontrar un contexto tan favorable. PSOE y PP a la greña y encima los votos clave para decidir la marcha de la legislatura.
Hay pocas razones, por lo tanto, para esperar una ruptura o, incluso, un adelanto electoral, como pretende de forma infructuosa Feijóo, víctima de su propia estrategia de la tensión, ya que aparece ante la opinión pública como un líder más radical de lo que en realidad es.
La pregunta clave no es cuánto crece el PIB, sino cuánto podría crecer si la política fuera capaz de crear un clima de entendimiento
Entre otras razones, porque la radicalización del PP es, precisamente, lo que incentiva, y hasta cementa, la unidad de acción del PSOE y de los independentistas. Las bases de ERC y Junts nunca aceptarían que sus dirigentes pudieran provocar una ruptura de la actual política de alianzas ante la expectativa cierta de que el PP pudiera gobernar una vez consumado el descalabro previsible de Vox, y esta misma línea hay que entender la posición de Bildu, y, sobre todo, de Sumar, atada de forma estratégica al futuro de Sánchez. El día que Yolanda Díaz deje el Gobierno su plataforma se diluirá como un azucarillo.
De ahí que incluso la renuncia de la Moncloa a presentar los Presupuestos Generales del Estado sea, en realidad, una victoria temporal para el presidente del Gobierno, que no sólo gana tiempo, sino que deja a los independentistas —más allá de la amnistía– sin margen para actuar. Sólo un fracaso rotundo en las elecciones catalanas podría provocar un cambio en la hoja de ruta de Sánchez. Pero si no ocurre así, estaríamos, paradójicamente, ante una tensión gratuita, sin estrategia, que es el peor escenario para la oposición y, por supuesto, para el país.
Razones estructurales
En esta política de confrontación, por ahora, se está salvando la economía, como recientemente han acreditado las agencias de calificación crediticia elevando la perspectiva del Reino de España. Ahora bien, más por razones estructurales que coyunturales. Y ahí están los fondos europeos, que han salvado las magras inversiones de los poderes públicos; la política de tipos de interés cero, que ha favorecido el abultado endeudamiento a coste muy bajo; la pirámide demográfica, que favorece el empleo, aunque presiona al alza el gasto en pensiones, y, sobre todo, la condición de España como un país de servicios (en particular los servicios turísticos y las condiciones climáticas para el desarrollo de energías renovables). Todas estas razones y algunas más explican que España crezca más que la eurozona y dé la falsa impresión de que la economía es inmune a la confrontación política.
La pregunta clave, sin embargo, no es cuánto crece el PIB, sino cuánto podría avanzar si el sistema político fuera capaz de crear un clima de entendimiento –ajeno a esa estrategia de la tensión– para competir en un mundo globalizado en el que los países luchan por atraer inversiones. Y hoy por hoy el coste de oportunidad es ciertamente elevado.
No está muy claro el origen del término estrategia de la tensión. Aunque se vincula a la guerra fría en el marco de la competencia entre la Unión Soviética y EEUU por la hegemonía del planeta, lo cierto es que el periodo más emblemático se relaciona con la Italia de los años 70, cuando diversos atentados terroristas de oscura procedencia (en España tuvimos a los GRAPO) buscaban desestabilizar políticamente a un país que estuvo por aquellos días cerca de convertirse en el primero de Europa occidental con un Gobierno comunista elegido por el pueblo ante el empuje imparable del PCI.
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