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La edad de oro de la demagogia
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Carlos Sánchez

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La edad de oro de la demagogia

El Estado, y no es casualidad, surgió al inicio de la modernidad. Precisamente, como un instrumento para garantizar la convivencia en las democracias liberales, nunca como un agente pasivo que miraba para otro lado

Foto: Imagen del logo de Telefónica. (EFE)
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Algunos ensayistas han encontrado al menos tres causas que explican —desde luego en España— el deterioro de la democracia. En primer lugar, la colonización por parte de los partidos políticos de las instituciones despreciando a la sociedad civil. Ahí está, por ejemplo, el bochornoso caso de RTVE —el más reciente— o de otros espacios públicos literalmente asaltados por unos y por otros. La política, por decirlo de manera directa, se ha profesionalizado tanto (aunque muchos de sus protagonistas sean advenedizos) que muchas de las mejores cabezas se han alejado de la cosa pública por su elevado coste personal o profesional.

La segunda causa, y como consecuencia de ello, hay que vincularla a una creciente polarización que impide habitar lugares comunes sobre asuntos básicos —y muchos esenciales– que antes lograban un elevado nivel de aceptación por parte de la opinión pública. De hecho, ni siquiera hoy existe un consenso amplio sobre hechos objetivos tan ciertos que no merecen discusión alguna. El resultado, como no puede ser de otra forma, es que un país incapaz de hacer una lectura común de su pasado más reciente está condenado a reabrir las heridas. Ni siquiera hace falta poner ejemplos. Como se preguntaba hace algún tiempo Marty Baron, el exdirector del Washington Post, ¿cómo puede sobrevivir una democracia si la gente piensa que lo único que importa es ganar?

Esta pérdida de prestigio del Estado es, justamente, lo que ha acabado por arrastrar en su caída a la propia democracia

El deterioro de la democracia, en tercer lugar, también hay que vincularlo a la pérdida de prestigio del propio Estado, que aparece hoy para muchos como un instrumento al servicio de las élites. Muy lejos, por lo tanto, de ese Estado-providencia capaz de garantizar prestaciones básicas de forma suficiente y de calidad: pensiones, sanidad, educación y, sobre todo, seguridad en todas sus facetas, incluyendo las expectativas de los ciudadanos, lo que genera miedo al futuro y comportamientos egoístas. Es decir, muy lejos de aquel Estado al que, según la definición canónica de Max Weber, se le concedió el monopolio de la violencia porque se consideraba un árbitro del conflicto social, no un actor más en el teatro de la política. En última instancia, construido como el instrumento más idóneo para garantizar el orden social.

Credibilidad y reputación

Esta pérdida de prestigio del Estado es, justamente, lo que ha acabado por arrastrar en su caída a la propia democracia. Si el órgano más genuino de representación política —aquel, por ejemplo, que hizo posible la escolarización obligatoria, que ha sido el gran logro del progreso humano, o un sistema público de pensiones ya desde los tiempos de Bismarck— pierde credibilidad, todo está en almoneda. Su pérdida de reputación, de hecho, es lo que explica que ese espacio lo están cubriendo el populismo, los salvapatrias o, simplemente, los oportunistas que se acercan a la cosa pública para defender sus intereses particulares en detrimento de los generales.

No es ningún secreto que en el origen de la revolución conservadora de los años 80, que significó una revisión en profundidad del modelo de Estado construido en Europa a partir de 1945, estuvo —tras dos choques petrolíferos— en su incapacidad para responder a los problemas de la época, al margen de cuestiones generacionales: alta inflación, estancamiento económico, aumento del desempleo, y, ante todo, una sensación de que un determinado modelo se había agotado.

La alternativa fue una erosión progresiva del papel del Estado (en el sentido más amplio, no solo en relación con la economía) a través de políticas que buscaban ensanchar la oferta (frente a las políticas de demanda) mediante herramientas de economía política como las privatizaciones, las liberalizaciones y, en todo, caso, la desregulación de la economía, hasta convertir al Estado en un simple espectador (salvo en materia de seguridad y defensa) del conflicto social. En definitiva, un desarme en toda regla del Estado y en paralelo de su capacidad redistributiva, lo que en última instancia ha llevado a un ensanchamiento de la desigualdad desconocido desde principios del siglo XX, cuando los avances tecnológicos impulsaron una brecha que fueron cerrando las políticas públicas durante la segunda mitad del siglo pasado.

El descrédito del Estado, espoleado por la pérdida de calidad de sus instituciones, influye en los niveles de corrupción o fraude fiscal

La globalización, iniciada en los años 90, aunque intensificada tras el ingreso de China en la Organización Mundial de Comercio (OMC), ya en los años 2000, hizo el resto. Hoy, como todo el mundo sabe, los estados han sucumbido a las fuerzas del mercado y el descontento social por el mal comportamiento de los servicios públicos ha ido en aumento. El caso del Reino Unido, donde Thatcher liquidó servicios públicos que durante décadas fueron considerados ejemplares, es el más evidente, pero hay muchos más.

Lo paradójico, sin embargo, no es que el Estado se haya achicado de forma radical, al contrario, el peso del sector público en la economía en la UE todavía se sitúa cerca del 50% del PIB y en España algunos puntos menos, sino que lo que ha cambiado es tanto su prestigio como su protagonismo en el conflicto social, que es inherente a las democracias. Las autocracias o las dictaduras, ya se sabe, no tienen ese problema porque la opinión pública está subordinada a los intereses de las élites. El Estado soy yo, en la célebre frase que se atribuye a Luis XIV.

El fin de un modelo

No es de extrañar, por eso, que en los últimos años, y a medida que han ido explotando las contradicciones del modelo surgido en los años 80 (en ocasiones las multinacionales son más fuertes que el propio Estado, léase el caso de Irlanda), los gobiernos europeos (también Biden ha impulsado ingentes cantidades de inversión pública para dinamizar la economía y recuperar el tiempo perdido en la modernización de infraestructuras básicas) hayan buscado un nuevo papel del Estado en un contexto ya muy diferente al de los años 70.

En el caso de España, a causa de las miserias de la política diaria, que consume todos los asuntos relevantes, no se ha producido hasta el momento ese debate. Y cuando se ha planteado se ha hecho de forma tan torticera y falsa (comunismo o libertad) que no merece la pena comentarlo. Nada más que exabruptos y lugares comunes sin ninguna capacidad analítica.

El deterioro de los servicios públicos aparece como el caldo de cultivo más apropiado para que crezca el oportunismo político y la demagogia

Lo fáctico, sin embargo, es que la posición más activa del Gobierno en empresas con participación pública, caso de Indra o de Red Eléctrica, ha reabierto de alguna manera aquella vieja disputa entre Keynes y Hayek que fue el gran debate económico del siglo XX: el papel del Estado como agente económico, que va mucho más allá que un simple proveedor de prestaciones públicas esenciales. Entre otras razones, porque el descrédito del Estado, espoleado por la pérdida de calidad de sus instituciones, influye en los niveles de corrupción o fraude fiscal y erosiona la cultura de lo público, que en definitiva es la clave de bóveda de los valores democráticos. Cuando no se confía en el Estado aparecen los salvapatrias.

Una cuestión de prestigio

La reciente compra del 3% de Telefónica por parte de la Sepi (con la expectativa de alcanzar el 10%) ha reavivado, sin embargo, el debate sobre el papel del sector público (que en definitiva representa al Estado), aunque sin que exista una discusión de fondo sobre sus legítimos movimientos empresariales. Desgraciadamente, debido a que el propio Estado ha dejado de situarse en el centro de la agenda pública como sujeto político, lo que explica el creciente malestar social, ya que a través de un comportamiento inercial tiende a desatender demandas no solo en el plano material, sino también institucional. En la Alemania posterior a 1945, por ejemplo, el Estado ganó prestigio cuando impulsó la participación de los trabajadores en las grandes empresas, y lo mismo ocurrió cuando puso en marcha un ambicioso programa de prestaciones públicas que aumentó la confianza en el funcionamiento de los poderes públicos.

El deterioro del funcionamiento de los servicios públicos, sin embargo, aparece hoy como el caldo de cultivo más apropiado para que crezca el oportunismo político y la demagogia, incluyendo esa visión catastrofista del Estado como agente económico, que va mucho más allá que sus participaciones empresariales. Y que, por el contrario, tiene que ver con un proceso político que supera la vieja dicotomía mercado-Estado en la medida en que los mercados son hoy globales, pero la democracia todavía hunde sus raíces en el viejo Estado-nación.

El Estado, y no es casualidad, surgió al inicio de la modernidad. Precisamente, como un instrumento para garantizar la convivencia en las democracias liberales, nunca como un agente pasivo que miraba para otro lado. Y menos en un escenario como el actual, en el que, a partir de la revolución tecnológica y de la globalización, las superpotencias han emprendido una reconfiguración del planeta en plena disputa mutua por la hegemonía. Y un Estado inane, sin capacidad de respuesta, es probable que acabe deshilachado como un muñeco de trapo.

Algunos ensayistas han encontrado al menos tres causas que explican —desde luego en España— el deterioro de la democracia. En primer lugar, la colonización por parte de los partidos políticos de las instituciones despreciando a la sociedad civil. Ahí está, por ejemplo, el bochornoso caso de RTVE —el más reciente— o de otros espacios públicos literalmente asaltados por unos y por otros. La política, por decirlo de manera directa, se ha profesionalizado tanto (aunque muchos de sus protagonistas sean advenedizos) que muchas de las mejores cabezas se han alejado de la cosa pública por su elevado coste personal o profesional.

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