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Lo que Jamaica puede enseñar a la política española
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Carlos Sánchez

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Lo que Jamaica puede enseñar a la política española

El pequeño país caribeño ha dado una lección al mundo que va mucho más allá que Bob Marley. Ha demostrado que con políticas de largo plazo se puede enderezar el rumbo de un país que iba hacia el abismo

Foto: El primer ministro de Jamaica, Andrew Holnes, con el Secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken. (Reuters)
El primer ministro de Jamaica, Andrew Holnes, con el Secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken. (Reuters)
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¿Qué puede aprender la política española de Jamaica? Aparentemente, nada. El pequeño país caribeño, apenas tres millones de habitantes y poco más de 6.000 dólares de renta per cápita, ha dado, sin embargo, una lección al mundo que va más allá que el reggae y que no debería caer en saco roto. Hace una docena de años, su deuda pública representaba más del 144% del PIB, mientras que la tasa de desempleo se situaba cerca del 10%, muy elevada para el país en términos históricos. Hoy, como refleja un reciente estudio publicado por Brookings, una institución sin fines de lucro con sede en Washington, el endeudamiento ha bajado a la mitad y el paro es inferior al 5%.

Lo que ha cambiado en poco más de una década no solo ha sido la orientación de la política económica, sino sobre todo la forma de hacer política. Jamaica, hasta entonces, como tantos otros países de bajos ingresos, se había visto envuelto en una espiral —acción-reacción— que necesariamente conducía a la acumulación de desequilibrios, no solo macroeconómicos, sino, sobre todo, y como consecuencia de ello, sociales. Tras la anterior crisis financiera, sin embargo, su clase política decidió dar un giro a esa inercia que arrastraba al país hacia la miseria. Pero en contra de hacer una dura política de ajuste de corte tradicional, que siempre es lo más fácil y doloroso, lo que hizo fue poner en marcha un nuevo enfoque.

La nueva política económica se basaría en el acuerdo entre los agentes económicos y sociales. Es decir, los ajustes tendrían que ser soportados por todos y no solo por quienes están más alejados del poder político y cuentan por ello con menor capacidad de presión.

Lo singular es que lejos de reflexionar sobre "lo que nos pasa", que decía Ortega, la política sigue instalada en una espiral de agravios

La receta era imbatible. La literatura económica ha acreditado que la posibilidad de lograr superávits primarios —el déficit sin contar la carga financiera de la deuda—, algo indispensable para reducir la deuda respecto del PIB, es mayor cuando hay consenso sobre quienes deben soportar el ajuste en aras de lograr un reparto justo a partir de unas prioridades compartidas. Como consecuencia de ello, los acreedores de la deuda asumieron pagar su cuota, mientras que los trabajadores también aceptaron su propia restricción salarial. Se decidió, en paralelo, que el acuerdo sería monitorizado tanto por el sector financiero como por los sindicatos, lo que daba credibilidad a la estrategia del Gobierno. Ni siquiera un ulterior cambio de Ejecutivo tras unas elecciones alteró la hoja de ruta.

Política volcánica

Como recuerda el estudio, revelado por el FT, el país recuperó la vieja tradición del consenso que se había manifestado durante varias décadas después de que en 1962 Jamaica obtuviera la independencia del Reino Unido. Desde entonces, la polarización política ha disminuido y el debate entre los agentes económicos y sociales y entre el propio Gobierno y la oposición discurre por los cauces habituales en una democracia, aunque se trate de un país con muchas más carencias de las que puede tener cualquier territorio de altos ingresos. Jamaica, hay que recordar, se sitúa en una zona volcánica, y no solo desde el punto de vista sísmico.

España no logró su independencia en 1977 después de cuarenta años de dictadura, pero de alguna manera recuperó su soberanía como nación. No se puede hablar de soberanía cuando el pueblo depende del tirano de turno. Y como en Jamaica, tras las elecciones de 15-J, fue capaz de inaugurar un nuevo ciclo político basado en el consenso que a lo largo de los años se ha ido deteriorando hasta llegar a la situación actual. Conviene recordarlo este año en el que se celebra el centenario del nacimiento de Enrique Fuentes Quintana, el padre de los pactos de la Moncloa y uno de los economistas que más han influido en la hacienda pública.

El ruido es tan ensordecedor que sólo gracias a que todavía no se ha filtrado a la sociedad civil hace posible que el país avance

Lo paradójico es que lejos de reflexionar sobre "lo que nos pasa", la célebre expresión de Ortega, el sistema político continúa instalado en una espiral de agravios que impiden no solo ampliar el potencial de crecimiento de la economía, que en el fondo es lo que ha permitido la política de acuerdos en Jamaica, sino también la mejora de la calidad de las instituciones democráticas, muy deteriorada por la intransigencia política. Hasta el punto de que en el horizonte, desde luego en el más inmediato, no se observa ningún signo de rectificación. Algunas de las declaraciones oídas en los últimos meses serían impensables en aquella España que miraba el futuro con optimismo.

Muy al contrario, el ruido es tan ensordecedor que solo el hecho de que todavía no se haya filtrado a la sociedad civil y a muchas instituciones (aunque no a todas) hace posible que el país avance y no haya caído en el averno que muchos, de manera irresponsable, anunciaban. Pese al griterío, las calles están tranquilas y nada indica que la paz social se vaya a quebrar en un futuro inmediato. Eso no significa, sin embargo, que el coste de oportunidad no sea elevado. Entre otras razones, porque algunos desafíos son colosales, y casi todos tienen que ver con la capacidad de los estados para financiar con inversión pública procesos de largo recorrido como el cambio climático o la renovación de muchas de las infraestructuras que España construyó en la década de los años 90 y primeros dos mil y que con el tiempo se irán quedando obsoletas.

Corrupción y excesos

Aquel impulso reformista, que permitió canalizar (a veces con excesos y buena dosis de corrupción) las ingentes cantidades que vinieron de Europa (siempre a cambio de abrir nuestros mercados a la competencia extranjera, no fue gratis) se ha agotado, lo que explica muchas de las carencias actuales. Y sobre todo, las que pueden venir en el futuro si no se endereza la deriva.

Un reciente estudio del FMI, por ejemplo, ha estimado que cumplir las ambiciones climáticas aumentará la deuda entre un 45 y un 50% del PIB para 2050 en el planeta, aunque si se hacen políticas de equilibrio en función del precio del carbono, ese coste se podría reducir hasta el 10-15%. En todo caso, unas cantidades increíbles –a lo que hay que añadir el coste del envejecimiento o la factura derivada del abandono de buena parte del territorio– que difícilmente se podrán financiar de forma justa si el sistema político continúa bajo el síndrome del guerracivilismo que se ha instalado hasta en las cosas más nimias de la política. Probablemente, porque muchas de las instituciones, y no solo el Gobierno o la oposición, aunque evidentemente son los principales responsables, están fallando. Es posible que a causa de un problema de lealtad institucional, que es el origen del desgaste de la democracia como sistema político. Cuando la democracia pierde prestigio aparece el sálvese quien pueda.

Ahora imagínense cómo sería la política actual si aquella Constitución de hace 45 años no hubiera sido aprobada por un amplio consenso

Lo singular, sin embargo, es que en la opinión pública existe una percepción mayoritaria de que, efectivamente, España tiene un problema sobre el funcionamiento de su sistema político que impide, por ejemplo, que la renovación del poder judicial se haga con normalidad, que los partidos adopten políticas de Estado o que el sistema de nombramientos se base en los viejos principios de igualdad, mérito o capacidad. Ni siquiera el Senado se comporta como el mandato constitucional y lejos de ser una cámara territorial es hoy el escenario de una batalla campal. Por el momento, dialéctica.

Feijóo, el líder del PP, reconoció recientemente en una entrevista que "la actual clase política es la peor de los últimos 45 años, incluido el Partido Popular (sic)", pero dicho esto, no ofreció ninguna alternativa para superar un análisis tan preocupante. Sánchez no ha ido tan lejos, al menos en público, pero habida cuenta de que la crispación actual coincide en el tiempo con su mandato, hay razones para pensar que también tiene su cuota de responsabilidad. Tampoco ofrece soluciones.

La naturaleza del problema, por lo tanto, está perfectamente identificada. Habría que decir, incluso, que los males están certeramente diagnosticados. Y, de hecho, en los últimos años, desde que la anterior crisis financiera se transformó en una crisis política (lo que explicó en su día el nacimiento de nuevos partidos), se han escrito numerosas publicaciones y tesis que apuntan soluciones en la dirección que tomó Jamaica hace una década. Es decir, para enfrentar las cuestiones de largo alcance se necesitan políticas que vayan más allá del rifirrafe de cada día. El sistema político de entonces, por ejemplo, fue capaz de sacar adelante una Constitución que 45 años después goza de una razonable salud, y ahora imagínense cómo sería la política actual si aquella Constitución no hubiera sido aprobada por un amplio consenso.

Todo lo escrito, sin embargo, ha acabado siendo papel mojado. La estrategia de la tensión en la que las élites políticas viven sumidas ha enterrado cualquier signo de rectificación. Y lo peor es que no parece que haya signo de arrepentimiento.

¿Qué puede aprender la política española de Jamaica? Aparentemente, nada. El pequeño país caribeño, apenas tres millones de habitantes y poco más de 6.000 dólares de renta per cápita, ha dado, sin embargo, una lección al mundo que va más allá que el reggae y que no debería caer en saco roto. Hace una docena de años, su deuda pública representaba más del 144% del PIB, mientras que la tasa de desempleo se situaba cerca del 10%, muy elevada para el país en términos históricos. Hoy, como refleja un reciente estudio publicado por Brookings, una institución sin fines de lucro con sede en Washington, el endeudamiento ha bajado a la mitad y el paro es inferior al 5%.

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