Mientras Tanto
Por
Kant, la caverna y el honor perdido de Pedro Sánchez
Había razones para pensar que la sociedad de la información podría facilitar el acceso al conocimiento. Pero ha sucedido lo contrario. La desinformación, la mentira, las medias verdades o el insulto zafio se han apoderado de nuestras vidas
En ¿Qué es la Ilustración?, un opúsculo que Kant escribió en 1784 para el periódico alemán Berlinische Monatschrift, (aquí la versión original digitalizada) el sabio de Königsberg achaca a "la pereza y la cobardía" que los hombres sigan instalados en la luz de las tinieblas. “¡Es tan cómodo no estar emancipado!", exclama con una cierta irritación. Kant, de quien se cumplen 300 años de su nacimiento, pone algunos ejemplos. "Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe la dieta, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea", concluye.
La diatriba de Kant contra la incuria intelectual era una forma de defender y explicar la necesidad de la Ilustración, que el propio filósofo define como "la liberación del hombre de su culpable incapacidad". Culpable por no atreverse a pensar por sí mismo, cuando la naturaleza le liberó, sostiene Kant, de cualquier tutela, y de ahí su célebre ¡Sapere aude! (¡Atrévete a pensar!).
Veintidós siglos antes, Platón, en uno de los libros de La República, puso en circulación la alegoría de la caverna, como metáfora de la ignorancia —qué otro significado puede tener ver el mundo a través de las sombras— en aras de liberar al hombre de sus ataduras. Platón, sin embargo, frente al optimismo de Kant, que encuentra una salida posible en la razón ilustrada, admite que muchos de quienes están dentro de la cueva están cómodos en su ignorancia y preferirán seguir instalados en lo que hoy llamaríamos zona de confort. O sesgo de confirmación, como se prefiera. Se lee exclusivamente para confirmar que teníamos razón.
Una sociedad ilustrada
Tanto Kant como Platón detestan los dogmas, y por eso reivindican el conocimiento como el mejor instrumento para romper las cadenas. Es decir, en palabras de hoy, una opinión pública crítica con lo que lee, con lo que escucha o con lo que observa a través de la televisión o de las redes sociales. En definitiva, una sociedad ilustrada en línea con lo que el propio Kant plantea en su discurso: "Si ahora nos preguntamos si vivimos en una época ilustrada, la respuesta será: no, pero sí una época de ilustración".
Había razones para pensar que la sociedad de la información, que nació con los avances tecnológicos, podría facilitar el acceso al conocimiento. Pero justamente sucede lo contrario. Mucho antes de que este periódico publicara, como responsablemente estaba obligado a hacer una vez que disponía de una información confiable, las actividades profesionales de la esposa del presidente del Gobierno, la desinformación, la mentira, las medias verdades, los excesos verbales, el insulto zafio y en última instancia la mala educación se había apoderado de nuestras vidas.
Tanto Kant como Platón detestan los dogmas, y por eso reivindican el conocimiento como el mejor instrumento para romper las cadenas
El proceso ha ido de arriba a abajo, como sucede en sociedades verticalizadas en las que el poder aún ejerce una influencia decisiva a través de sus instrumentos clásicos. Precisamente, por el déficit de emancipación que hoy atraviesa a las democracias liberales hasta quebrarlas, donde personajes mediáticos —Trump, Berlusconi, Bolsonaro…— han instrumentalizado a los de abajo para cometer sus fechorías. Y al final, desde aquel miserable 'que te vote chapote', la grosería ha empapado a muchas capas de la sociedad que ven la política como parte de la industria del entretenimiento. Nunca antes se había hablado más de políticos y nunca menos de política.
No es, por tanto, un asunto nuevo. La sociedad de la información ha derivado, paradójicamente, en la sociedad de la desinformación por la supremacía de un falso empoderamiento que hace que cada ciudadano sienta que es dueño de su destino, pero sin los atributos intelectuales que habilitan esa condición. O expresado de otra forma, sin bucear en la razón como método de análisis de una realidad necesariamente compleja que hoy se quiere construir a golpe de emociones, no desde la lógica de la Ilustración. Obviamente, porque tocar la fibra sensible casi siempre es más eficaz que el análisis fundado y equilibrado.
Esto explica que auténtica basura informativa —sería completamente de cínicos negar que existen subproductos en los medios de comunicación que han hecho de la ruina moral su conducta habitual— compita con noticias fiables y contrastadas, como las publicadas con rigor por este periódico, sin que el juicio mesurado de la razón haga su trabajo. La víctima, una vez más, como ocurre en las guerras, es la verdad.
El resultado es que noticias fundadas y que necesariamente hay que publicar porque responden a una de las funciones esenciales de la prensa, controlar al poder, se oscurecen y quedan enterradas bajo el estercolero mediático. Muchas veces con el visto bueno de instituciones sagradas, como el Congreso de los Diputados, que permiten entrar a sujetos que desacreditan la profesión periodística convirtiendo en un circo la política. O, en otros casos, financiando subproductos, a modo de correa de transmisión, que poco o nada tienen que ver con la profesión.
El papel de las élites
Aquí está, de hecho, el origen del maniqueísmo que se ha instalado en la vida pública, donde frente a una necesaria y sana crítica política, sin duda algo más que obligada a Pedro Sánchez y a cualquier otro presidente, chapotean las noticias sin contrastar, el rumor interesado, la simple sospecha o la suposición más inverosímil, simplemente para sumarse a la noticia original dando a entender que posee información propia. Lo singular es que en muchos casos las fuentes informativas se encuentran, precisamente, entre élites llamadas a gobernar o que gobiernan, y que han convertido el parlamento en una gallera.
Sánchez pudo haber contribuido a desinflar el globo de la sinrazón si no hubiera jugado a la polarización como un instrumento electoral
La consecuencia, como no podía ser de otra manera, es una polarización creciente que socava la democracia. Entre otras razones, porque en plena explosión informativa —nunca antes se habían consumido tantos mensajes informativos—, diferenciar la verdad y la mentira es cada vez más difícil. España, como otros países, tiene un problema serio de comprensión lectora, que no sólo hay que aplicar a los resultados de Pisa.
Pedro Sánchez pudo haber contribuido a desinflar el globo de la sinrazón si no hubiera jugado a la polarización como un instrumento muy útil de combate político, ahí está su apelación a levantar un muro o su obsesión por el frentismo, pero no lo hizo a tiempo porque era rentable electoralmente y ahora paga las consecuencias. Él mismo comete una injusticia metiendo a algunos periódicos de calidad, a modo de lo que hacía Trump con el Post y el New York Times, en el mismo saco de quienes viven en la infamia periodística o, como se decía antes, del fondo de reptiles.
Tampoco Pablo Casado o Alberto Núñez Feijóo han contribuido al entendimiento habida cuenta que desde el primer día nunca aceptaron el resultado de la moción de censura de 2018, lo que explica una estrategia de oposición sin parangón en un país civilizado, negándose, por ejemplo, a pactar la renovación del consejo del poder judicial y queriendo imponer un nuevo sistema sin tener mayoría parlamentaria suficiente. Situando como portavoces a personajes inclasificables intelectualmente como Miguel Tellado o hiperventilando como si cada mañana el apocalipsis estuviera a la vuelta de la esquina. ¿Qué fue de la mesura de Borja Sémper? ¿Es lógico que un ministro como Óscar Puente dedique parte de su tiempo a descalificar a quienes critican la gestión del Gobierno?
Incluso la justicia se ha dejado arrastrar, ya desde los 90, por pseudo organizaciones a través del uso abusivo de la acusación popular
Ni siquiera los nuevos partidos han aportado a la convivencia. Albert Rivera, henchido de soberbia, se fue deslizando hacia la intransigencia y la intolerancia hasta convertirse en un esperpento de la política. Pablo Iglesias llegó a celebrar la oportunidad del insulto como una de las bellas artes de la acción política, y el propio Casado llegó a acusar de una tacada al presidente del Gobierno (sic) de traidor, felón, mentiroso convulsivo, okupa, mediocre, incompetente, ridículo, irresponsable, incapaz…, y así hasta 19 improperios seguidos.
La epopeya del insulto
Otros muchos periodistas, escritores y, en general, diletantes de la política a quienes les gustaría acceder a un escaño, han construido su epopeya particular en torno al insulto y al desprecio al adversario ideológico, como muchas asociaciones profesionales o instituciones que con ocasión de la amnistía han perdido la necesaria neutralidad en un país complejo que históricamente ha caído en el maniqueísmo más grosero con los resultados que todo el mundo conoce. Probablemente, porque incluso la justicia se ha dejado arrastrar y hasta manipular, ya desde los años 90, por pseudo organizaciones que a través de un uso abusivo de la acusación popular sólo buscaban el lucro propio, y lo más preocupante, apadrinadas desde la oposición o por algunos medios de comunicación que a modo de la radio de la mil colinas hacen soflamas contra la propia democracia. El periodismo amarillista de los años 90 conoce bien ese círculo necesariamente vicioso. Ahí están los Rodríguez Ménéndez, los Bernard, los Pineda, los Villarejo... Pocos países pueden ‘presumir’ de haber contado con una policía patriótica tan eficiente.
Siempre con la misma estrategia. Un periódico saca una noticia falsa o una media verdad y a continuación el partido de la oposición le da carta de naturaleza llevándola al parlamento, lo que concede alguna credibilidad al panfleto. La descomposición del sistema político es tal que ni siquiera los expresidentes del Gobierno, como les corresponde, han querido apelar a la templanza y a la mesura una vez que su tiempo ha pasado. Ojalá fueran jarrones chinos, pero son parte del problema. Todos y cada uno azuzan a los suyos en contra del otro. Entre todos la mataron y ella sola se murió, que dice el saber popular. Todo es un grito, todo es un desvarío que va justo en la dirección contraria a lo que significó el siglo de las luces, el siglo de la Ilustración.
España, más allá de lo que haga Sánchez, que es contingente y algún día abandonará Moncloa, tiene un problema con su sistema político
Lo retrató de forma magistral el escritor alemán Heinrich Böll en El honor perdido de Katharina Blum, llevada posteriormente al cine, donde cuenta la muerte civil de una joven que tras pasar la noche con un terrorista, sin que ella lo supiera, su vida queda arruinada por el comportamiento indigno de la policía y de determinados medios sensacionalistas que sólo buscan su destrucción en beneficio propio. La película es de 1975 y ya entonces se advierte en la cinta sobre "una peligrosa enfermedad de nuestra era: el terror causado por la opinión pública", algo que afecta a todos. De derechas e izquierdas. Da lo mismo, unas veces les toca a unos y otras al resto. El problema, sin embargo, es el mismo. Cuando la maquinaria de la opinión pública arrastrada por los partidos y por los golfos de siempre se pone en marcha es lo más parecido a una estampida de búfalos, el primero marca la ruta y quien osa salir de la manada es calificado de equidistante. Chaves Nogales, una vez más hay que recordarlo, lo dejó escrito en su exilio en Londres: si vuelvo a España me fusilará cualquiera de los dos bandos.
Indiferencia o alborozo
A estas alturas, sin embargo, de poco sirve discutir sobre qué es antes, el huevo o la gallina. Es decir, si todo comenzó con Aznar por su posición sobre la guerra de Irak contra la mayoría de la opinión pública o por su cambio de opinión sobre Cataluña en la segunda legislatura o si el origen está en la utilización política del 11-M en tiempos de Zapatero o en la memoria histórica. Es irrelevante y tiempo tendrán los historiadores profesionales, no los aprendices, de saber cómo empezó todo. Trabajo tienen.
Roosevelt: "Es el momento de decir la verdad, toda la verdad, con franqueza y valor. A lo único que debemos temer es al temor mismo"
Lo cierto es que España, más allá de lo que haga Sánchez, que es contingente y tarde o temprano abandonará la Moncloa, tiene un problema con un sistema político que ve con indiferencia (o incluso con alborozo) cantar el cara al sol en pleno acoso a las sedes de los partidos rivales, y que tiene dificultades para denunciar las mentiras porque a corto plazo les benefician políticamente, aunque a largo plazo también ellos sufrirán el escarnio. Los repugnantes escraches a dirigentes del Partido Popular, el deplorable asedio al domicilio particular de Iglesias y Montero o que se vea con normalidad que el propio presidente del Gobierno sea insultado el día de la fiesta nacional forman parte de ese despropósito, más propio de la caverna de Platón que del siglo de la razón.
Lo más fácil es buscar culpables. Pero conviene recordar que independientemente de lo que pase con el todavía presidente del Gobierno las sociedades avanzadas, como es la española, se enfrentan a un mismo dilema: cómo afrontar una polarización que ha envenenado la conversación pública y que se alimenta cada día de patrañas.
El hecho de que desde 2015 se hayan celebrado cinco elecciones generales –y veremos si pronto hay unas nuevas– es la mejor evidencia de un fracaso colectivo como país que en términos económicos se manifiesta con la existencia de desequilibrios estructurales que ningún Gobierno es capaz de revertir. Conviene, es este sentido, volver a leer el célebre discurso de Franklin D. Roosevelt que inauguró su mandato: "Es el momento de decir la verdad, toda la verdad, con franqueza y valor (...) a lo único que debemos temer es al temor mismo, a un terror indescriptible, sin causa ni justificación, que paralice los arrestos necesarios para convertir el retroceso en progreso".
En ¿Qué es la Ilustración?, un opúsculo que Kant escribió en 1784 para el periódico alemán Berlinische Monatschrift, (aquí la versión original digitalizada) el sabio de Königsberg achaca a "la pereza y la cobardía" que los hombres sigan instalados en la luz de las tinieblas. “¡Es tan cómodo no estar emancipado!", exclama con una cierta irritación. Kant, de quien se cumplen 300 años de su nacimiento, pone algunos ejemplos. "Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe la dieta, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea", concluye.
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