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Y mientras tanto, algo sucede en Europa

Tampoco la política exterior se ha salvado de la quema en que está sumida la política nacional, Lo dijo Raymond Aron en 1939: "Yo también creo en la victoria final de las democracias, pero con una condición: que quieran salir victoriosas"

Foto: Pedro Sánchez, Charles Michel y Ursula Von der Leyen. (EU Council)
Pedro Sánchez, Charles Michel y Ursula Von der Leyen. (EU Council)
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Ensimismada como está la política española en sus miserias internas, es probable que se le haya olvidado el contexto europeo. Tampoco es ninguna novedad. De hecho, ni siquiera España es una excepción. Solo hay una diferencia, y no es pequeña. Nuestras vulnerabilidades son mayores debido a un problema estructural de autonomía estratégica vinculada históricamente a nuestra dependencia exterior. No solo en el plano económico, sino, sobre todo, en lo relacionado con nuestra deficiente calidad institucional.

Para llegar a esta conclusión basta recordar que en todas las crisis en lo que va del siglo XXI —no hace falta remontarse más atrás— siempre Europa ha tenido que echar una mano. Sucedió tras estallar la crisis de 2008, cuando un préstamo evitó la quiebra del sistema financiero tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, y ha vuelto a ocurrir más recientemente con ocasión de la pandemia. España, junto a Italia, han sido los países que más se han beneficiado de los fondos Next Generation.

Fue Europa, igualmente, quien habilitó a España para que pudiera disponer de su propia excepción ibérica en materia energética en plena explosión de los precios y es Europa quien más está contribuyendo para evitar que Rusia avance en Ucrania. España, dicho sea de paso, es de los países que menos contribuyen. Europa, incluso, pone los límites en materia de calidad institucional en el ámbito de la judicatura y también Europa es quien más contribuye a la construcción de nuestro sistema normativo a través de directivas que posteriormente se transponen al derecho nacional, que abusa, como se sabe, de los decretos ley, que son la expresión legislativa del ordeno y mando de toda la vida. Es Europa, por último, quien ha aprobado la Ley Europea de Libertad de los Medios de Comunicación (EMFA, por sus siglas en inglés) llamada a jugar un papel fundamental en el actual debate sobre la desinformación y la titularidad y financiación de los medios.

Sin Europa, en definitiva, España estaría a merced de los dos bloques que liderarán el planeta este siglo: EEUU, con sus respectivos aliados, y China, con los suyos.

Reglas fiscales

No parece que esto preocupe mucho. Ni siquiera pese a que esta misma semana ha entrado en vigor el nuevo marco de gobernanza económica. Es decir, expresado en términos más coloquiales, han entrado en vigor las reglas fiscales, que suponen una indudable cesión de soberanía a la Comisión y al Consejo a la hora de evaluar el comportamiento de las cuentas públicas.

Lo paradójico es que esa incuria sobre nuestro contexto exterior, desde luego en el debate público, y tal como ha señalado recientemente Mark Leonard, director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, se produce cuando los días felices en los que Europa compraba su energía a Rusia a buen precio, subcontrataba sus negocios a China y dependía de EEUU para su seguridad han quedado atrás. Ahora, por el contrario, y en plena disrupción provocada por la IA Generativa, no es descabellado pensar en un horizonte regido por un triunvirato, utilizando la vieja nomenclatura de la república romana, en el que figuren Putin, Xi Jinping y, probablemente, Donald Trump. Además de los neonacionalismos que en la propia Europa se han hecho fuertes ante la debilidad manifiesta del eje París-Berlín, cuya capacidad para ejercer un liderazgo eficaz está seriamente dañada.

Foto: La analista de políticas para China y Extremo Oriente del Instituto por la Paz de Estados Unidos, Mirna Galic, posa para El Confidencial. (Daniel González)

Tres partidos políticos de extrema derecha —Alternativa para Alemania, la Agrupación Nacional de Francia y los Hermanos de Italia—, de hecho, esperan resultados sólidos en las próximas elecciones al Parlamento Europeo, y a ellos hay que sumar los Orban de turno que pululan por buena parte de las capitales europeas. Todos y cada uno, como señaló recientemente Macron, el voluble presidente de la república francesa, son los embajadores de guerras culturales que nacieron en EEUU, pero que han prendido con fuerza en Europa en forma de variopintos populismos.

Su previsible éxito, hasta Von der Leyen habla ya sin tapujos de estar dispuesta a cooperar con los partidos de extrema derecha para asegurar un segundo mandato, hay que vincularlo, sin duda, a que había condiciones objetivas para que así fuera: desindustrialización, fracaso del sistema educativo, ineficacia de algunas políticas públicas, ensanchamiento de la desigualdad, eclosión de las redes sociales y la consiguiente desinformación o, simplemente, por el propio desgaste de la democracia, que ha perdido parte de su prestigio como el mejor instrumento de convivencia y de progreso humano. Además de fenómenos como el envejecimiento, que incorpora un determinado sesgo ideológico.

27 elecciones distintas

Lo relevante, en todo caso, es que Europa, y de ahí la fuerza de ese tipo de movimientos, aunque cada uno con su propia singularidad, ha subestimado la fuerza del Estado-nación, que pese al extraordinario avance que ha supuesto la construcción europea, subsiste en la memoria colectiva. Como han señalado algunos observadores, de hecho, no está muy claro si estamos ante un proceso electoral a escala europeo o más bien se trata de la suma aritmética de 27 elecciones con sus propios condicionantes nacionales, como lo demuestra que los propios comicios se celebrarán en cuatro días distintos. Europa no es capaz de ponerse de acuerdo para celebrar las elecciones en un mismo día, mientras que el viejo sueño de una lista unitaria de cada partido para el conjunto del continente continúa siendo una quimera.

El mundo, mientras tanto, se mueve, y no hay razones para pensar que España tenga hoy una posición de país, una visión de conjunto compartida, ante los vaivenes que traerá el nuevo orden internacional, caracterizado, como señaló Enrico Letta en su reciente informe sobre el futuro de Europa por una "inestabilidad profunda y sistémica" que la UE no puede ignorar. En particular, en el ámbito de la seguridad y la defensa.

Ocurre, sin embargo, que ni siquiera la política exterior se ha salvado de la quema en que está sumida la política nacional por falta de entendimiento, lo cual es más preocupante si se tiene en cuenta que el Partido Popular Europeo —los socios del PP— será muy probablemente el más votado, lo que debería obligar, al menos en este punto, al presidente del Gobierno a acercar posiciones con Feijóo. También el líder del PP debe ser consciente que la cuarta economía del euro es nuclear, y, por lo tanto, está en condiciones de cumplir un papel determinante en el futuro de la Unión. Lo que es bueno para España es también bueno para Europa, y viceversa.

Hay dudas algo más que razonables de que ese clima de entendimiento se vaya a producir. El sistema político se ha embarcado en un proceso de polarización que hoy por hoy es la peor noticia para España. Entre otras razones, porque en un contexto de reforzamiento del poder de los partidos conservadores y de la extrema derecha, la posición de Pedro Sánchez en los consejos europeos quedará necesariamente debilitada. Moncloa debe ser consciente de ello, y por eso le cabe al presidente del Gobierno llevar la iniciativa para que la política exterior queda a salvo de la refriega.

Europa y Schumpeter

Lo que está en juego lo acaba de poner por escrito el gobernador del Banco de Francia en una carta enviada a Macron y a los presidentes de Asamblea Nacional y del Senado: Desde 1999, que es cuando echó a andar el euro, la distancia entre el crecimiento de EEUU (38%) y Europa (25%) no ha dejado de crecer. ¿La causa? Villeroy no tiene dudas y cita expresamente a Schumpeter: la innovación empresarial y tecnológica, es decir, la sustitución de la vieja economía por la nueva, no acaba de llegar. Europa vive de sus inercias.

O expresado de otra manera, Europa se ha quedado atrás, y también, por supuesto España, siempre mirándose al ombligo y fascinada con el último dato macro, pero incapaz de reflexionar sobre nuestra evolución como país en el último cuarto de siglo, con una preocupante pérdida de convergencia real con Europa. Villeroy remata su misiva con una idea sugestiva: la autoflagelación y el "sálvese quien pueda" no contribuyen en nada a promover el crecimiento económico.

Es verdad que hay pocos argumentos para creer que puede triunfar una visión de Estado sobre la política exterior, pero al menos cabría intentarlo. Lo dijo Raymond Aron en 1939: "Yo también creo en la victoria final de las democracias, pero con una condición: que quieran salir victoriosas".

Ensimismada como está la política española en sus miserias internas, es probable que se le haya olvidado el contexto europeo. Tampoco es ninguna novedad. De hecho, ni siquiera España es una excepción. Solo hay una diferencia, y no es pequeña. Nuestras vulnerabilidades son mayores debido a un problema estructural de autonomía estratégica vinculada históricamente a nuestra dependencia exterior. No solo en el plano económico, sino, sobre todo, en lo relacionado con nuestra deficiente calidad institucional.

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