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Queremos tanto a la vieja Convergència
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Queremos tanto a la vieja Convergència

No deja de sorprender que el mayor anhelo de la política española, desde luego en el caso de los dos grandes partidos, sea recuperar a la vieja Convèrgencia para su política de pactos. Lo que revela es un déficit crónico del sistema político

Foto: Jordi Pujol y Carles Puigdemont en una charla en Barcelona. (EFE)
Jordi Pujol y Carles Puigdemont en una charla en Barcelona. (EFE)
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No deja de sorprender que el mayor anhelo de la política española, desde luego en el caso de los dos grandes partidos, sea recuperar a la vieja Convèrgencia de Jordi Pujol y Miquel Roca para su política de pactos. Sorprendente porque en el fondo lo que revela es un déficit crónico del sistema político: las dificultades para consolidar partidos bisagra capaces de garantizar una determinada mayoría parlamentaria. Justamente, el papel que cumplió Convergència durante décadas.

Convèrgencia, cabe recordar, se creó en 1974 —antes de la muerte del dictador— más como un movimiento político de carácter catalanista que como un partido con vocación de bisagra, pero ya en su nacimiento hizo suyo el célebre pactismo que destacaba Vicens Vives como una de las características del sentimiento de los catalanes, siempre divididos entre el seny y la rauxa, entre la sensatez y el arrebato. El pactismo, en la Corona de Aragón, venía de lejos, y tiene su origen, como han señalado historiadores como Elliot, en la necesidad de frenar el autoritarismo del Rey en beneficio de estamentos a través de un acuerdo bilateral que tenía las características propias de un contrato de compraventa.

No es de extrañar, por eso, que en IV Congreso de Convèrgencia Democrática de Cataluña (CDC), celebrado pocos meses antes de las primeras elecciones democráticas desde la II República, el propio Miquel Roca defendiera una visión transversal del nacionalismo catalán situado entre la socialdemocracia económica y el catalanismo clásico heredero de la Mancomunidad de Prat de la Riba de principios de siglo.

El actual modelo autonómico no se entiende sin los pactos de CiU, que ha hecho de partido bisagra, con el PSOE y con el Partido Popular

La idea era crear lo que algunos han llamado la 'gran casa del soberanismo', lo que explica que en 1980, con 43 diputados, que en las siguientes elecciones se convirtieron en 72, Jordi Pujol fuera elegido presidente de la Generalitat. Pujol había conseguido capitalizar el gran pacto interno de la clase política catalana —izquierda y derecha nacionalista— construido cuatro años antes en torno a la Asamblea de Cataluña, que logró sacar a la calle un millón de personas alrededor de un lema: Volem l'Estatut (queremos el Estatuto).

El momento histórico

Como se sabe, la solución que dio Suárez fue traer de su exilio a Tarradellas para encauzar la crisis política derivada de la reivindicación de la autonomía, pero lo cierto es que el reconocimiento de la Generalitat como sujeto político acabaría por condicionar todo el desarrollo territorial posterior a la Constitución de 1978. El actual modelo autonómico, de hecho, no se entiende sin los pactos de CiU con el PSOE y con el PP, y no es casualidad que desde que el partido de Pujol se echó al monte, ante la incapacidad de Mariano Rajoy de entender el momento histórico, el sistema político español esté instalado en la inestabilidad más absoluta.

El prestigio del pesimismo es un hueso duro de roer y el PP, incluso los conservadores europeos, ha caído en esa tentación tan burda

La crisis política derivada del procés, sin embargo, está liquidada tras las elecciones del pasado domingo, lo que no quiere decir que el independentismo esté acabado. Pero hay pocas dudas de que los propios soberanistas son conscientes de que su tiempo ha sido superado por las urnas. Entre otras razones, porque una de las causas que explican el surgimiento del procés, la crisis económica de 2008, también ha quedado atrás, como demuestra el ocaso de los partidos que surgieron alrededor de ese momento histórico. España no ha recuperado el bipartidismo, pero todo indica que en el horizonte se adivina un escenario muy parecido, aunque con algunas incógnitas.

La principal es conocer si el sistema parlamentario, a través de su estrategia de pactos, es capaz de recuperar para la política el papel que un día ocupó Convergència, y que hoy solamente el PNV y Coalición Canaria cumplen. La otra posibilidad es el surgimiento de un nuevo partido de carácter estatal que ocupe ese espacio, pero hoy parece un ideal remoto tras el desastre del Ciudadanos de Albert Rivera, que acabó siendo un partido que competía con la extrema derecha, como le sucedió a UPyD. Ambos fueron víctimas de sus excesos, hasta que Vox ocupó ese mismo espacio. También Podemos fracasó en su intento de convertirse en una formación más ancha y menos verticalizada que superará el eje tradicional izquierda-derecha. Y cuando lo ha querido hacer Sumar, ya es demasiado tarde.

Es evidente que el principal escollo es Carles Puigdemont, cuya peripecia personal, vinculada a su situación de prófugo de la justicia, condiciona la vida del conjunto del país, pero hay razones para pensar que algo se está moviendo en Cataluña a fin de recuperar para la gobernabilidad —tanto de Cataluña como en España— la idea fundacional de CiU como una especie de lobby en Madrid y, en paralelo, un partido de Gobierno en Cataluña.

Un escenario que a quien más debe preocupar es a ERC, que ha crecido sobre las llamas del procés, como la CUP, pero que tiene una tendencia a la autodestrucción cuando las aguas de la política se vuelven más estables. Y algo parecido le puede suceder a Vox si el PP, algún día, en lugar de avivar las llamas, entiende que el escenario más favorable para sus intereses es volver a la política aburrida. Los extremos, ya se sabe, crecen cuando se interpreta la realidad a la luz del catastrofismo. Y por eso las extremas derechas tendrán buenos resultados en las elecciones europeas.

Milei y la Constitución

El prestigio del pesimismo es un hueso duro de roer y el PP, incluso el Partido Popular europeo, ha caído en esa tentación. El hecho de que algunos dirigentes conservadores, como Esperanza Aguirre o Cayetana Álvarez de Toledo, junto a algunos medios de comunicación, le hayan bailado el agua a Javier Milei, que representa justo los valores contrarios a la Constitución, por ejemplo en la justicia social, solo simboliza lo perdido que están ciertos dirigentes conservadores.

En el empeño para que Convergència vuelva al redil está Foment, la patronal catalana, y en particular su presidente, Josep Sánchez Llibre, que vive con nostalgia aquellos tiempos del hotel Palace en los que la política española se cocía bajo aquella hermosa rotonda que alojaba de forma permanente a Durán i Lleida. Pero también lo hace el propio Jordi Pujol, que en su mensaje de cierre de campaña en apoyo a Puigdemont se dejó ver, en una esquina del video, con el anagrama de la vieja Convergència, un árbol arraigado con las franjas en vertical de la senyera.

No parece casual ni fruto de un descuido ese detalle. De hecho, está en el centro del debate que vive hoy esa entelequia que un día se llamó burguesía catalana, y que acabó en desbandada ante el empuje imparable del procés. Probablemente, porque su influencia era más aparente que real. Hoy, sin embargo, algo está cambiando. Y tampoco parece casual que el reforzamiento de Criteria, el brazo financiero de la Caixa, como socio industrial del Gobierno central para sus operaciones en Telefónica o Naturgy, sea ajeno a esos movimientos en el subsuelo político.

Los grupos de presión

Eso fue, precisamente, lo que hizo Felipe González en los primeros 90, tras perder sus mayorías absolutas: tejer alianzas con la Caixa y el incipiente, por entonces, Instituto de la Empresa Familiar, creado en Cataluña como un lobby para defender legítimamente sus intereses ante el Gobierno central, y que se plasmó en una revisión en profundidad del impuesto sobre el patrimonio.

Algo está cambiando. Y no parece casual el reforzamiento de Criteria, el brazo financiero de la Caixa, como socio industrial del Gobierno

La política española, en todo caso, es tan imprevisible que es difícil interpretar el futuro, pero parece evidente que a los dos grandes partidos les interesa que aquel espacio político que un día ocupó CiU vuelva a cubrirse. Obviamente, no para imitarlo de forma mecánica, al fin y al cabo el país ha cambiado y hoy no aceptaría pactos de esa naturaleza, como fue la entrega a la Caixa de sectores estratégicos, sino para recuperar uno de los éxitos de la Transición —habitualmente tan estúpidamente manoseada— como fue la integración territorial, que no es sinónimo de uniformidad.

Los estados descentralizados, de hecho, se constituyen a partir del reconocimiento expreso de la existencia de singularidades territoriales, y por eso, precisamente, se articulan de esa manera y no de otra. Solo hay que recordar que uno de los principales problemas históricos de España ha estado vinculado, precisamente, a las dificultades para integrar a las nuevas clases emergentes o a la aparición de cambios sociales que a veces son difíciles de identificar, pero que están ahí. Ocurrió durante el primer tercio del siglo XX y volvió a suceder más recientemente, cuando la crisis financiera reveló que el bipartidismo se había alejado de sus bases sociales, lo que explica el nacimiento abrupto del 15-M, y que pocos vieron por un problema de comprensión política.

Cualquier lectura del actual momento histórico, sin embargo, pasa por algo mucho más trivial, como es asumir los resultados electorales en aras de favorecer la gobernabilidad del país. O lo que es lo mismo, pasa por hacer política, que, en definitiva, es de lo que se trata.

No deja de sorprender que el mayor anhelo de la política española, desde luego en el caso de los dos grandes partidos, sea recuperar a la vieja Convèrgencia de Jordi Pujol y Miquel Roca para su política de pactos. Sorprendente porque en el fondo lo que revela es un déficit crónico del sistema político: las dificultades para consolidar partidos bisagra capaces de garantizar una determinada mayoría parlamentaria. Justamente, el papel que cumplió Convergència durante décadas.

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