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Carlos Sánchez

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Cómo Europa ha muerto de éxito

Hay quien dice que Europa, como el propio Estado de bienestar, ha muerto de éxito. Tras garantizar unos niveles de prosperidad inimaginables hace 80 años, una parte importante de ciudadanos ha dejado de confiar en sus instituciones.

Foto: El presidentre Mitterrand y el canciller Kohl en 1984. (AP)
El presidentre Mitterrand y el canciller Kohl en 1984. (AP)
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Fue el poeta José Hierro quien en una ocasión, durante una entrevista, dijo que él nunca se iría de vacaciones a un país al que no hubieran llegado los romanos. Más allá de la broma, Hierro se refería a la extraordinaria herencia civilizatoria del imperio romano, y aunque se le pueda acusar injustamente de un cierto eurocentrismo si se hace una lectura apresurada y fuera de contexto, lo cierto es que no le faltaba razón.

Roma es civilización, y sobre ella se ha construido Europa. Como algunos han dicho, la historia del Imperio romano, junto a la Grecia clásica, es el primer capítulo de la Historia de Europa. No se entiende el viejo continente, utilizando el viejo latiguillo, en el que ya viven 448 millones de personas, solo en la UE, sin las instituciones y el derecho, que forman la columna vertebral de lo que hoy es una democracia avanzada. Obviamente, con sus lunares, pero si algo está claro es que, con todos sus defectos, Europa es un oasis en el mundo.

Es cierto que nunca alcanzará —desde luego no está en el horizonte— los niveles de PIB global de EEUU y China, pero es probable que su principal contribución al planeta sea el respeto a la ley y las reglas básicas de convivencia. No es poca cosa en tiempos de populismo y de democracias iliberales. De hecho, la construcción europea es un proyecto que va más allá que la creación de un espacio económico común. Es un sistema político compartido en torno a valores que hoy corren el riesgo de quebrarse.

Hay quien dice, incluso, que la causa de este escaso reconocimiento a su identidad fundacional es que Europa, como el propio Estado de bienestar, ha muerto de éxito. Tras garantizar unos niveles de prosperidad inimaginables hace 80 años, justo el tiempo que ha pasado desde el desembarco de Normandía, una parte importante de ciudadanos europeos ha dejado de confiar en sus instituciones. No porque no las necesiten, sino porque se dan por hechas, lo que tiende a subestimar el valor de la propia democracia, que es el mejor instrumento para articular el conflicto social.

Es probable que haya fallado la transmisión generacional de una serie de valores que se pensaba que estaban grabados a fuego

Es probable que haya fallado la transmisión generacional de una serie de valores que se pensaba que estaban grabados a fuego, pero que hoy, desgraciadamente, se ven como una idea trasnochada ante el resurgir de un nacionalismo de nuevo tipo, intransigente en sus formas, que aprovecha los resquicios que deja la propia UE. Precisamente, porque en un sistema de libertades pueden florecer todo tipo de nuevos autoritarismos disfrazados de salvadores de la patria.

Kohl y Mitterrand

La idea de Europa, sin embargo, se refleja todavía en una fotografía tomada el 22 de septiembre de 1984 en la que se ve a François Mitterrand, el presidente francés, y a Helmut Kohl, el canciller alemán, cogidos de la mano durante la imponente ceremonia que se celebró para conmemorar el 70º aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Aquella fotografía, que en su momento dio la vuelta al mundo, no significaba el comienzo de una nueva era de entendimiento comercial y económico de las dos potencias, sino que iba mucho más allá. Era la culminación de un proceso histórico iniciado en 1957 con la firma del Tratado de Roma, aunque ya antes se habían puesto las primeras piedras. Lo que vino después de aquella fotografía de Kohl y Mitterrand, ya sabe, fue un salto adelante, una aceleración histórica, con la creación de la unión económica y monetaria y el consiguiente nacimiento del euro, que venía a coronar un proyecto de medio siglo.

El hecho de que Europa se haya construido sobre consensos básicos no significa, sin embargo, que, como sucede a la democracia española, esté garantizado el éxito. La globalización, la ampliación hacia el Este, los movimientos migratorios, la revolución tecnológica, en particular en todo lo relacionado con las tecnologías de la información e, incluso, el cambio climático, han desarbolado a la vieja Europa que pensaron los padres fundadores. Ni Monnet ni Schuman ni De Gasperi hubieran podido imaginar jamás lo lejos que se ha ido, pero tampoco hubieran podido soportar el nacionalismo ramplón emergente que amenaza a la propia Europa justo cuando ha alcanzado los mayores niveles de bienestar de su historia.

Ni Monnet ni Schuman ni De Gasperi hubieran podido soportar el nacionalismo ramplón emergente que agita el populismo

Es posible que por una razón tan simple como compleja. El capitalismo liberal de los años 90 acabó siendo depredador y codicioso. Envalentonado tras la caída del Muro y a remolque del éxito de la globalización tras la entrada de China en la Organización Mundial de Comercio (OMC), lo que permitió abaratar precios, pero con un indudable coste social, se olvidó de los desperfectos que dejaba el nuevo sistema económico, lo que a la postre derivó en la crisis financiera de 2008. Obviamente, no solo en Europa, sino, sobre todo, en EEUU. La dejación que se ha hecho durante décadas de la política industrial es el mejor ejemplo de un fracaso histórico.

Hambre de reformas

Trump, de hecho, es un producto de los agujeros del sistema, como Meloni, Le Pen o Wilders, que vampirizan todo aquello que deja a la intemperie no solo el modelo económico, también una generación de políticos, herederos de su época, que ha perdido el hambre de reformas, como dijo en su día alguien poco sospechoso como es el semanario de The Economist. El hambre de reformas no se refiere a hacer ajustes, como a menudo se interpretan los cambios legislativos, sino a la necesidad de dar un salto adicional en la integración económica para competir en igualdad de condiciones con China y EEUU, que gozan de un mismo mercado de capitales con el que pueden financiar sus respectivas economías. Pero también mediante la integración política.

El hecho de que las elecciones europeas se sigan viendo en clave nacional, desde luego en España, es la viva imagen de un fracaso europeo

El hecho de que las elecciones europeas se sigan viendo en clave nacional, desde luego en España, es la viva imagen de un fracaso europeo y del sistema político. Como lo es la política de alianzas oportunista —y que en la práctica es una señal de debilidad— que algunas fuerzas están pergeñando y que a la postre construirá mayorías artificiales que, incluso, pueden ahogar algunos de los valores fundacionales de la propia Unión Europea. Lo que diferencia a estas elecciones de las anteriores es que los euroescépticos ahora aceptan las reglas del sistema para poder cambiarlas desde dentro. Una especie de entrismo que amenaza con convertirse en un verdadero caballo de Troya para la propia Europa.

Crea desasosiego, de hecho, que en países como España, Francia o Alemania, el núcleo económico de la UE, las elecciones hayan derivado en un plebiscito sobre el partido en el poder, mientras que en otros acecha la abstención como una demostración de que la actual fórmula de elección del parlamento europeo está agotada.

Tal vez el error haya sido, como señaló Enrico Letta en su reciente informe, en que a la UE, frente a la opinión de sus fundadores, se le ha querido dar un carácter técnico, de ahí la montaña de burocracia en que se ha convertido hoy Bruselas, cuando el proyecto europeo es político, como no puede ser de otra manera. Incluso muchas decisiones económicas se elaboran a partir de supuestas evidencias que ignoran el carácter estratégico del proyecto europeo. De aquellos polvos, estos lodos.

Fue el poeta José Hierro quien en una ocasión, durante una entrevista, dijo que él nunca se iría de vacaciones a un país al que no hubieran llegado los romanos. Más allá de la broma, Hierro se refería a la extraordinaria herencia civilizatoria del imperio romano, y aunque se le pueda acusar injustamente de un cierto eurocentrismo si se hace una lectura apresurada y fuera de contexto, lo cierto es que no le faltaba razón.

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