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Si el viejo Raimundo Fernández Villaverde levantara la cabeza

También en los estados cuasi federales es necesario una visión de conjunto de la política fiscal, y el mejor instrumento desde los tiempos de Colbert siguen siendo los presupuestos del Estado. Conviene no vaciarlos de contenido

Foto: La vicepresidenta y ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (EFE)
La vicepresidenta y ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (EFE)
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Entre los muchos tópicos y falsos estereotipos de los que disfruta la política española está la idea de que la ley de Presupuestos Generales del Estado es la ley más importante del sistema político. Si esto fuera así, este país se habría tomado en serio su elaboración y tramitación parlamentaria, pero lo cierto es que desde hace algo más de una década su aprobación no va acompañada de una discusión a fondo sobre la naturaleza de los ingresos y del gasto público, sino que tiene que ver con la simple aritmética parlamentaria. No es que antes se hiciera un ejercicio de rigor analítico a partir de un presupuesto en base cero, sino que al menos no estaban tan condicionados por minorías depredadoras.

Se puede decir que esto siempre ha ocurrido, al fin y al cabo toda ley debe ser refrendada por el parlamento, lo singular es que esta ley ha dejado de suscitar los vivos debates de antaño, cuando la ley de leyes, como algunos la han llamado, tenía un efecto transformador de la realidad económica, algo que ya reclamaba para sí Raimundo Fernández Villaverde, el primer gran reformador del presupuesto público. Hoy, sin embargo, es un simple corta y pega en las que más del 90% de los créditos ya están asignados previamente. Lo único que cambia son las concesiones que se hacen a los socios parlamentarios en aras de sacar adelante la ley.

La orientación de la política fiscal, tanto desde el lado del gasto como de los ingresos, es la esencia misma del presupuesto

La mejor prueba de ello es que el país se ha acostumbrado a vivir con presupuestos prorrogados sin que hayan estallado las costuras del Estado. Sin duda, porque la propia legislación habilita algunas de las fórmulas más opacas de la gestión de la cosa pública, como son las modificaciones o las ampliaciones de crédito, que permiten a los organismos públicos, acostumbrados a una baja ejecución del presupuesto en algunos departamentos, a seguir operando como si las leyes presupuestarias hubieran sido aprobadas. Sin contar los llamados créditos ampliables, que obligan al Estado a asumir su coste, independientemente de su volumen, ya que afectan a funciones esenciales o a los compromisos internacionales, como son el pago de los intereses de la deuda pública, los subsidios, las pensiones o las incapacidades.

Esta desnaturalización del presupuesto público como la piedra angular del Estado democrático puede explicar su pérdida de peso político. De hecho, se podría hablar de un creciente distanciamiento entre la agenda pública y el presupuesto. El caso más palmario es el de la financiación autonómica, que no se incardina en la política presupuestaria del Estado, a la que, por el contrario, se le asigna un mero papel instrumental de contabilidad pública. Es decir, se desgaja la política fiscal de la mejor herramienta que tienen los poderes públicos para cumplir sus funciones constitucionales. En particular, la corrección de los desequilibrios sociales y territoriales, además de promover el crecimiento económico, creando las mejores condiciones posibles a los agentes económicos.

Democracias parlamentarias

Se llega así a un evidente contrasentido. Se negocia la condonación de una parte de la deuda de Cataluña —o a otras comunidades autónomas— o, incluso, un tratamiento singular, sin una visión global sobre su incidencia en la política presupuestaria del Estado, a su vez constreñida por la subordinación de ella misma a los mandatos de la Unión Europea.

No se entiende que se puedan llegar a acuerdos bilaterales sin un marco global de actuación en política autonómica

El resultado, como no podía ser de otra manera, es que se ha vaciado de contenido el trámite de aprobación de la que debería ser, aunque ya no lo sea, la ley más importante en las democracias parlamentarias. Entre otras razones, porque la ausencia de una Oficina Presupuestaria de carácter permanente, cuya función sería distinta a la de la AIReF, hace que no exista una evaluación rigurosa de las políticas públicas. O expresado de otra forma, sin conocer la efectividad de los créditos anteriores, se aprueban a ciegas nuevas partidas, lo cual supone desarmar la capacidad de fiscalización del poder legislativo frente al ejecutivo. Ni el Congreso ni el Senado, de hecho, disponen de medios suficientes para llevar a cabo un análisis riguroso de las cuentas públicas.

No es un asunto menor en la medida que la orientación de la política fiscal, tanto desde el lado del gasto como de los ingresos, es la esencia misma del presupuesto, que no es una mera acumulación de cifras que reflejan numéricamente los compromisos de gasto, sino que es la expresión política en el ámbito de la economía del Gobierno de turno, y de ahí su trascendencia parlamentaria. No en vano, la Constitución avala que sea el Gobierno quien tenga el monopolio de la iniciativa legislativa en esta materia, algo que no sucede con otras leyes, mientras que en su tramitación la ley de presupuestos, que debe regirse bajo el principio de anualidad, algo que a veces se olvida, goza de preferencia en su tramitación frente a otras leyes, lo que da idea de su relevancia política.

Las singularidades

El desafuero es todavía mayor cuando su aprobación se vincula a la gobernabilidad de Cataluña. Se habla ya, incluso, como ha publicado en este periódico Marisol Hernández, de que su presentación puede retrasarse más allá del 1 de octubre (incumpliendo un mandato constitucional) a causa de la supervivencia política de Moncloa, lo cual restringe todavía más esa visión de conjunto que debe acompañar a la orientación de la política fiscal. De hecho, no se entiende que se puedan llegar a acuerdos bilaterales sin un marco global de actuación en política autonómica, lo que únicamente puede generar agravios al confundirse la parte con el todo. Se equivoca la ministra de Hacienda al hacer dejación de sus funciones al no proponer de una vez por todas la revisión del vigente modelo de financiación autonómica, que es el marco natural de discusión de un asunto que necesariamente afecta al resto de territorios y, por supuesto, al presupuesto público.

Cataluña no es igual a Extremadura –ni mejor ni peor–, como los problemas de Galicia no son idénticos a los de Andalucía o Valencia

El problema, de hecho, no es que una comunidad sea singular respecto del resto, País Vasco, Navarra, Canarias, Ceuta y Melilla lo son, ya que todas y cada una de ellas tienen sus características propias, sino la inexistencia de un marco general de actuación en el que, efectivamente, puedan incardinarse esas singularidades, que sin duda existen.

Cataluña no es igual a Extremadura —ni mejor ni peor—, como los problemas de Galicia no son idénticos a los de Andalucía o la Comunidad Valenciana. Incluso Madrid tiene su propia singularidad porque es la capital de España y su red de infraestructuras hay que conectarla necesariamente con el resto del país. La propia ciudad de Madrid debería tener su legislación propia convirtiéndose en un distrito federal para atender las demandas creciente de las nuevas superurbes, con una enorme capacidad de atracción que necesariamente influye de forma determinante sobre el resto del territorio en forma de desequilibrios estructurales.

Foto: María Jesús Montero junto a Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya) Opinión

Es por ello por lo que el presupuesto del Estado nació con vocación de ser una ley global, ya que afecta a muchas otras normas habida cuenta de su complejidad técnica. Es decir, fue concebida como una herramienta de orientación general de la política fiscal y no como una mera agregación de parches en función de la correlación de fuerzas de cada momento, y que por su propia naturaleza es coyuntural.

También en los estados cuasi federales, como es el español, es necesario una visión de conjunto de la política fiscal, y el mejor instrumento, ya desde los tiempos de Colbert, siguen siendo los presupuestos generales del Estado. Conviene no vaciarlos de contenido.

Entre los muchos tópicos y falsos estereotipos de los que disfruta la política española está la idea de que la ley de Presupuestos Generales del Estado es la ley más importante del sistema político. Si esto fuera así, este país se habría tomado en serio su elaboración y tramitación parlamentaria, pero lo cierto es que desde hace algo más de una década su aprobación no va acompañada de una discusión a fondo sobre la naturaleza de los ingresos y del gasto público, sino que tiene que ver con la simple aritmética parlamentaria. No es que antes se hiciera un ejercicio de rigor analítico a partir de un presupuesto en base cero, sino que al menos no estaban tan condicionados por minorías depredadoras.

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