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Los daños colaterales de una victoria de Le Pen en Francia
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Carlos Sánchez

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Los daños colaterales de una victoria de Le Pen en Francia

En política, como en la vida, siempre hay perdedores y ganadores. Y es probable que una hipotética victoria del partido de Le Pen en Francia produzca daños colaterales de consecuencias imprevisibles en el centro derecha europeo

Foto: Marine Le Pen tras ganar la primera vuelta de las elecciones legislativas. (EFE)
Marine Le Pen tras ganar la primera vuelta de las elecciones legislativas. (EFE)
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En política, como en la vida, siempre hay perdedores y ganadores. Y es probable que una hipotética victoria del partido de Le Pen en Francia —solo le vale la mayoría absoluta— produzca algunos daños colaterales que afectarán necesariamente a partidos clave del sistema político construido en Europa después de 1945. En particular, sobre los partidos clásicos de centroderecha, envueltos en un problema de identidad como antes lo vivieron los socialdemócratas, que fueron los primeros en sufrir las consecuencias de un nuevo tiempo político —iniciado con la hiperglobalización y el triunfo del neoliberalismo depredador— que ha hecho saltar las costuras del viejo orden salido de la posguerra.

El desplome de los conservadores en el Reino Unido, la liquidación de los republicanos gaullistas en Francia, el acoso a la CDU por parte de la extrema derecha en Alemania o el desplazamiento definitivo de la derecha italiana tradicional en favor de Meloni es la cara más visible. También en España, donde Vox no solo compite con el Partido Popular, sino que en su consolidación —ayudado por el contexto exterior que ha facilitado su política de alianzas— ha arruinado la idea inicial de Aznar (también de Casado y Feijóo) de que la unión del centroderecha, como sucedió en los primeros 90 tras el Congreso de Sevilla, era posible. La fagocitación, como ha sucedido en el caso de Ciudadanos, no está a la vista y la política de "fusiones y adquisiciones", como algunos la han llamado, ha tocado a su fin, al menos por el momento. Incluso el nacimiento de nuevos experimentos, si cabe, ha deshilachado un poco más al centroderecha.

Hoy Feijóo tiene que convivir con un adversario incómodo al que necesita para gobernar en muchos territorios, pero que, paradójicamente, es su mayor obstáculo para llegar a la Moncloa en la medida que —como ocurre ahora en Francia con Le Pen— una hipotética entrada de Vox en el Gobierno de la nación tiene un efecto movilizador de la izquierda. De alguna manera, y salvando las distancias, algo parecido a lo que le ocurre al partido conservador británico, que creó un monstruo a cuenta del Brexit, Nigel Farage, que ahora se ha convertido en la bestia negra del viejo partido tory de los Disraeli, Gladstone, Churchill o Thatcher.

Dar alas a partidos construidos en torno a la mentira, lo apocalíptico y los exabruptos, que al final convencen a los ciudadanos

Es lo que tiene dar alas a partidos construidos en torno a la mentira, lo apocalíptico y los exabruptos, que al final convencen a los ciudadanos —las emociones han sustituido a la razón práctica— de que viven en el peor de los mundos posibles. O expresado en palabras de los analistas de FAES, "las convulsiones del Brexit han transformado a los tories de un partido de centroderecha en una amalgama inestable de populistas de derecha, radicales e hiperlibertarios".

Legitimidad adicional

El caso de Francia es el más significativo porque el derrumbe de los conservadores clásicos en favor de Le Pen proyecta una legitimidad adicional a los partidos que quieren liquidar algunos de los principios básicos de la construcción europea, como la política de acogida de refugiados e inmigrantes, la tolerancia, la laicidad compatible con el respeto a las diferentes confesiones religiosas o la integración política y económica en aras de erradicar los nacionalismos intransigentes que llevaron al colapso de 1939.

No será fácil para los conservadores recuperar una estrategia ganadora. Entre otras razones, porque el faccionalismo, un viejo vicio de la izquierda, ha hecho mella en su militancia. Los republicanos franceses, por ejemplo, se mueven en una horquilla que tiene sus límites en el ex primer ministro Édouard Philippe, que votará a un comunista para que no gane la extrema derecha, y el cuestionado Éric Ciotti, todavía líder del fantasmagórico partido gaullista, partidario de alcanzar acuerdos con la Agrupación Nacional.

Estas salidas 'nacionales' en las relaciones con la extrema derecha tienen que ver con la falta de dirección del Partido Popular Europeo

También salvando las distancias, algo parecido a lo que sucede en España con Milei, el presidente argentino. Una facción del PP, la que lidera Díaz Ayuso, lo reconoce como un aliado estratégico y por eso lo condecora, pero muchos dirigentes conservadores recelan del socio internacional de Vox, a quien ven extramuros de la esencia del Partido Popular. También en Alemania comienza a haber un vivo debate sobre qué hacer con la extrema derecha, mientras que en los países nórdicos, salvo excepciones, ya la han asimilado en el sistema. Política de hechos consumados, habría que decir, pero sin una orientación estratégica.

Estas salidas "nacionales" es probable que tengan que ver con la falta de dirección del Partido Popular Europeo (PPE), que cuando nació en Atenas en 1992 se propuso (y lo consiguió) agrupar en el espectro del centroderecha a conservadores y liberales, dando una coherencia ideológica a la amalgama que existía anteriormente. Es decir, en línea con la entonces todopoderosa Internacional Socialista, hoy ni la sombra de lo que fue. El modelo de integración que finalmente se eligió fue el mismo que desarrolló la democracia cristiana alemana tras la guerra: católicos y protestantes en torno a las tradiciones socialcristianas. O lo que es lo mismo, conservadores y liberales dentro de una misma familia: La CDU y la CSU.

Una respuesta nacional

Esa integración es lo que se ha quebrado, lo que explica que el centroderecha europeo se encuentre hoy dando una respuesta nacional y no global a un mismo problema, como es la eclosión de partidos que cuestionan algunos de los principios y valores de la Unión Europea.

Como es obvio, no es fácil la solución. Guste o no, la columna vertebral de Europa siguen siendo los estados-nación, y esa es, precisamente, la ventaja competitiva, por utilizar un término económico, que tienen los nacionalismos, que conectan más fácilmente con las costumbres identitarias. El resultado, como escribió Klaus Welle, antiguo secretario general del Parlamento Europeo, es que la verdadera línea divisoria dentro del Partido Popular Europeo no es ya la diferencia entre conservadores, liberales y demócrata-cristianos, sino entre europeos y nacionalistas. Precisamente, la razón que explica que la derecha radical de Hungría, Francia, Italia o España sean tan poco homogéneas. Orbán, Le Pen, Meloni y Abascal son aliados, pero cada uno con su propio nacionalismo.

Giovanni Orsina lo ha llamado una confianza ciega en la romanización de los bárbaros, pero no se trata de una estrategia carente de riesgos

Esta enorme capacidad de adaptación al territorio de la extrema derecha no ha recibido, por el momento, una respuesta eficaz por parte del centroderecha tradicional, lo que en fondo revela una ausencia de liderazgo. Sin embargo, la respuesta solo puede ser global, aunque sea solamente por una razón básica: lo que puede suceder hoy en Francia puede ocurrir en Alemania, por lo que afecta al conjunto del continente.

España no está ausente del debate. El Partido Popular se mueve hoy en un pragmatismo elemental construido de forma atropellada para ganar poder en los territorios, pero carece de una posición estratégica sobre qué hacer con Vox o con las fuerzas que en el futuro puedan aparecer, y que no son partidos convencionales en la medida que cuestionan el orden político surgido después de 1945 con sus propuestas iliberales que conectan con un nuevo conservadurismo de carácter autoritario.

La romanización de los bárbaros

Ante la ausencia de una posición global por parte del Partido Popular Europeo, lo que han hecho hasta ahora los viejos partidos de centroderecha es esperar a una moderación de sus derechas, como sucede con Meloni. El profesor italiano Giovanni Orsina lo ha llamado una confianza ciega en la romanización de los bárbaros, pero no se trata de una estrategia carente de riesgos. En particular, porque, para favorecer el entendimiento con los partidos emergentes, conservadores y liberales se han movido tanto a la derecha que a veces se confunden, lo que en el fondo es una muestra de debilidad orgánica.

La idea de que si quieres ganar al enemigo haz lo mismo que él es atractiva a corto plazo, pero a largo plazo puede ser una catástrofe

El caso del defenestrado Rishi Sunak, con su política antiinmigración, y no digamos el de Liz Truss con sus políticas ultraliberales, es el más evidente, pero hay muchos más. Incluso Feijóo, a veces, compite en ese mismo espacio tan poco leal con el espíritu fundacional de la Unión Europea, pensando que así se podía domesticar a su extremo. Es una mutación silenciosa que no hace ruido, pero que encuentra cobijo en algunas instituciones.

La idea de que si quieres ganar al enemigo haz lo mismo que él es verdaderamente atractiva (y puede ser que ganadora) a corto plazo, pero no hay duda de que a medio y largo plazo puede ser una catástrofe para Europa, que conoce bien la fuerza de los nacionalismos. Y ahí está el reciente viaje de Orbán a Moscú, como antes hizo Le Pen, para entrevistarse con Putin para demostrar la maldad intrínseca del huevo de la serpiente. Sin una respuesta global sobre qué hacer con los partidos de extrema derecha, es probable que consigan su objetivo: volver a la Europa de las naciones anterior a 1945. A lo mejor conviene tomar algo de altura para comprender mejor la naturaleza del problema.

En política, como en la vida, siempre hay perdedores y ganadores. Y es probable que una hipotética victoria del partido de Le Pen en Francia —solo le vale la mayoría absoluta— produzca algunos daños colaterales que afectarán necesariamente a partidos clave del sistema político construido en Europa después de 1945. En particular, sobre los partidos clásicos de centroderecha, envueltos en un problema de identidad como antes lo vivieron los socialdemócratas, que fueron los primeros en sufrir las consecuencias de un nuevo tiempo político —iniciado con la hiperglobalización y el triunfo del neoliberalismo depredador— que ha hecho saltar las costuras del viejo orden salido de la posguerra.

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