Auge, caída y decrepitud de las grandes ciudades
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Carlos Sánchez

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Auge, caída y decrepitud de las grandes ciudades

El debate político gira en torno a las comunidades autónomas y su financiación, pero poco se habla de una transformación en marcha que amenaza con quebrar el mayor símbolo de civilización conocido: la ciudad

Foto: La ciudad de París en la inauguración de los JJOO. (Getty)
La ciudad de París en la inauguración de los JJOO. (Getty)
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El economista urbano David Cuberes (Universidad de Clark, Worcester, Massachusetts) escribió hace algún tiempo un trabajo para Funcas en el que recuerda con datos el crecimiento de las ciudades en los últimos 70 años. Lo achaca, en parte, a la existencia de una correlación positiva entre desarrollo de un país (a la luz de su PIB per cápita) y su tasa de urbanización. Esta correlación, asegura, no debería sorprender a nadie, puesto que, a medida que los países se hacen más ricos, un mayor número de sus habitantes vive en sus ciudades, principalmente debido a la reducción en el peso del sector agrícola en la economía. Sin embargo, también es posible pensar, sostiene, que la propia urbanización contribuye a la economía de un país, ya que los trabajadores son más productivos en las ciudades que en el campo.

Los economistas urbanos han denominado a este fenómeno economías de aglomeración, que hay que relacionar con los beneficios que se producen porque la gente viva más cerca. Así, por ejemplo, las ciudades facilitan que consumidores y empresas compartan infraestructuras (un puente o una carretera), una mayor variedad de proveedores de productos, además de una mayor especialización y diversificación del riesgo. Las grandes aglomeraciones, igualmente, acercan a trabajadores y empresas. Y, finalmente, la mayor densidad facilita el aprendizaje, así como la generación y la difusión de ideas que hacen crecer la productividad.

Cuberes, a partir de los trabajos del cartógrafo Alasdair Rae, llega a una conclusión contraintuitiva y hasta sorprendente. España, si se divide Europa en cuadrados de un kilómetro de lado a lado, es el país con mayor densidad de población del viejo continente. En concreto, asegura, y según la cartografía de Rae, solamente en 33 de los cuadrados habitados por alguien en Europa viven más de 40.000 personas. Lo singular es que 23 de esos cuadrados se encuentran en España, donde el 13% del territorio está completamente deshabitado, "convirtiendo a nuestro país en el que presenta mayor densidad de toda Europa, si se usa esta medida", sostiene.

Tensión entre territorios

No es de extrañar que al siglo XXI se le haya denominado el siglo de las ciudades, con todo lo que eso conlleva desde todos los ángulos: sociales, políticos o económicos, ya que, entre otras cosas, el crecimiento de las ciudades debido, precisamente, al mayor avance de la productividad, ensancha las desigualdades de renta y riqueza. Se ha escrito, de hecho, que el conflicto de clase que caracterizó al siglo XX (capital vs trabajo) está siendo sustituido gradualmente por la tensión entre los territorios del interior (por ejemplo en EEUU y Reino Unido) y las grandes urbes, más cosmopolitas y, por lo tanto, más abiertas a los cambios sociales. Según ese análisis, los movimientos populistas y el nacionalismo de nuevo cuño que se han asentado en muchos países, muy vinculado al sentido de pertenencia a unas determinadas costumbres y valores, han alimentado un nuevo conservadurismo del que se nutren los Trump que pululan por el mundo. Es probable que con la excepción de Madrid, entre las grandes capitales, donde los conservadores gobiernan desde hace más de dos décadas.

El resurgir de las ciudades, si cabe, está siendo empujado en los últimos años por la eclosión del turismo, en la medida que alrededor de 1.000 millones de personas son consideradas por la OMT (Organización Mundial del Turismo) turistas internacionales. Es decir, viajan de un país a otro cada año, lo que necesariamente ha generado nuevas tensiones inimaginables hace pocos años.

El renacimiento de la ciudad fue un avance civilizatorio porque consolidó una nueva clase social, la burguesía

No hace mucho tiempo, los gobiernos municipales, que son quienes sufren más directamente los problemas, competían por atraer turistas, pero ahora la mayoría busca fórmulas para evitar que el centro de las ciudades, pensado en un contexto muy diferente, no acabe expulsando a los viejos vecinos (gentrificación) a través de las diversas fórmulas de alquiler temporal. O, lo que es peor, una jungla de asfalto invivible por exceso de mercantilización turística. El efecto sobre el precio de la vivienda es evidente y no hace falta siquiera dar detalles.

El renacimiento de la ciudad a partir de la Baja Edad Media, cabe recordar, fue un avance civilizatorio en la medida que consolidó una nueva clase social, lo que hoy llamaríamos burguesía, formada fundamentalmente por artesanos o comerciantes. Burgueses que encontraron en el dinero, ya no en la tierra, su razón de ser. Las grandes exposiciones universales que se celebraron en París, Londres o Barcelona en el último tercio del siglo XIX simbolizan la fuerza de la burguesía y la hegemonía de las ciudades frente al campo.

Todo eso ha cambiado. Las grandes ciudades se han desnaturalizado —no deja de ser una consecuencia de la globalización— y hoy muchos de sus habitantes muestran su disconformidad por su evolución. Mientras los Juegos Olímpicos de París fueron recibidos con alborozo hace ahora justamente un siglo, ahora muchos de sus habitantes se ven confinados por la política restrictiva de las autoridades francesas, que han querido convertir la capital gala en un estudio cinematográfico a cielo abierto en el que el pasado viernes se rodó una película de más de cuatro horas.

Economías de escala

Más allá de la calidad de la cinta ideada por los estudios Macron, lo relevante es la conversión de las ciudades en algo muy distinto a su función original, que era facilitar la convivencia al compartir los ciudadanos los mismos intereses y, en paralelo, aprovechar tanto las economías de escala como de aglomeración. Sin embargo, y de manera progresiva, desde luego, en los países avanzados, se están convirtiendo en parques temáticos que destruyen una forma de vivir que ha durado más de cinco siglos.

Mientras ciudades como Barcelona, París o Londres buscan una respuesta activa, otras, como Madrid, se enfrentan desde la pasividad

Hoy todavía es pronto para conocer sus consecuencias, pero hay razones para pensar que la transformación de las ciudades en algo diferente para lo que fueron creadas acabará despojando a muchos ciudadanos de sus derechos (supremacía del interés particular sobre el general) en la medida que la mercantilización sin límites favorece la desigualdad y rompe un determinado equilibrio que ha permitido su supervivencia durante siglos como un modelo a imitar.

Florencia, Roma o la misma París no hubiera sido posible sin esa visión unitaria de la ciudad como espacio físico en el que se desarrollan las actividades sociales y económicas en régimen de armonía. Solo hay que recordar que apenas medio siglo después de la peste negra se inicia el Renacimiento italiano, gracias, precisamente, a las mejoras que se introducen en las ciudades desde el punto de vista de la salubridad. Como ha escrito el profesor Rodríguez-Pose, un referente en estudios sobre el medio urbano, el aumento de la desigualdad está en el centro de la mayoría de las explicaciones económicas sobre el crecimiento del voto populista.

La hiperglobalización y los avances tecnológicos han roto ese equilibrio, hasta el punto de poner en riesgo la cohesión social. Precisamente, una de las funciones históricas de la ciudad a través del fomento de la mesocracia. El ensanchamiento de la desigualdad, por decirlo de forma esquemática, ya no tiene que ver con el eje clásico norte-sur (capital-trabajo), sino con el eje centro-periferia dentro del espacio de las propias ciudades, ni siquiera entre campo y ciudad, lo que conlleva la expulsión de un determinado modo de vida con imprevisibles consecuencias. La primera de ellas, el sentimiento de desarraigo, que es un caldo de cultivo algo más que fértil para que crezca la polarización, a su vez alimentada por el populismo en la medida que instrumentaliza como nadie los símbolos identitarios para alcanzar el poder.

La respuesta

La respuesta que se ha dado hasta ahora a esta transformación de las ciudades ha sido desigual. Mientras algunas ciudades como Barcelona, París o Londres han buscado una respuesta activa, otras, como Madrid, han encontrado en la pasividad su forma de enfrentarse a un problema que supera, incluso, el ámbito del municipio. Es una mala noticia porque al igual que sucedió con la hiperglobalización, hoy en revisión por la mayoría de los estados, es mejor disponer de una estrategia a largo plazo que luego sufrir las consecuencias del aumento de las cicatrices sociales que genera no hacer nada como si se tratara de una cuestión caída del cielo o de una maldición bíblica. La ciudad del futuro, de hecho, no se entiende sin una planificación racional, lo que requiere el concurso de todos los ámbitos políticos y no solo los locales.

La ciudad del futuro no se entiende sin una planificación racional, que requiere el concurso de todos los ámbitos políticos

Al contrario de lo que suele creerse, no se trata solo de un fenómeno que atañe a las grandes ciudades, como Madrid o Barcelona, sino que la desnaturalización de la ciudad, tal y como la hemos conocido, está ya afectando a urbes medias que no pueden escapar de esa transformación radical. Los flujos migratorios, de hecho, están ya creciendo de una forma muy relevante, desde las ciudades medianas a las grandes, lo que significa que la España vaciada no es solo un problema rural.

Es curioso, en este sentido, que el debate político haya girado en torno a las comunidades autónomas y su sistema de financiación, pero escasamente se habla de una transformación en marcha que amenaza con quebrar un ecosistema —la ciudad en su sentido más profundo— que es el mayor símbolo de civilización conocido.

El economista urbano David Cuberes (Universidad de Clark, Worcester, Massachusetts) escribió hace algún tiempo un trabajo para Funcas en el que recuerda con datos el crecimiento de las ciudades en los últimos 70 años. Lo achaca, en parte, a la existencia de una correlación positiva entre desarrollo de un país (a la luz de su PIB per cápita) y su tasa de urbanización. Esta correlación, asegura, no debería sorprender a nadie, puesto que, a medida que los países se hacen más ricos, un mayor número de sus habitantes vive en sus ciudades, principalmente debido a la reducción en el peso del sector agrícola en la economía. Sin embargo, también es posible pensar, sostiene, que la propia urbanización contribuye a la economía de un país, ya que los trabajadores son más productivos en las ciudades que en el campo.

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