Mientras Tanto
Por
La insólita Venezuela de González Pons, Monedero y Zapatero
Proyectar lo que sucede en Venezuela sobre la política interna de España es absurdo. Emponzoña la vida política, impide que España pueda hacer una política de Estado e, incluso, fortalece a Maduro, que lo capitaliza
Hubo un tiempo, aunque parezca hoy mentira, en el que para conocer lo que pasaba en España había que leer la prensa extranjera. En particular, las crónicas de José Antonio Novais o Ramón Chao (Le Monde); Walter Haubrich (Frankfurter Allgemeine Zeitung); William Chislett (The Times) o, ya al final de la dictadura, John Hooper (The Guardian). La razón era obvia. La censura impedía publicar en España lo que estaba pasando dentro del país, lo que explica que la oposición democrática en su sentido más amplio —no solo comunistas o socialistas— utilizara a los corresponsales extranjeros para denunciar las atrocidades de la dictadura.
Los destinatarios de esas crónicas eran las respectivas opiniones públicas europeas, que veían un anacronismo el hecho de que todavía en la segunda mitad del siglo XX pudiera sobrevivir una dictadura nacida al calor, o habría que decir al viento gélido de la represión, de una trágica guerra civil, y que durante su primera etapa había sido fiel colaboradora del Eje.
Lo que importaba por entonces era que España volviera al redil de las democracias europeas, y a nadie, o casi nadie del sistema político, se le podía pasar por la cabeza convertir un asunto estrictamente español en una cuestión de política interna. El objetivo era bien simple: acabar con la dictadura y nada más, como lo demuestra el hecho de que Europa nunca aceptó (y eso que el régimen lo intentó en repetidas ocasiones) que España ingresara en la vieja Comunidad Económica Europea (CEE) mientras continuara la dictadura.
Sorprende la obsesión por proyectar lo que sucede en Venezuela a la política nacional, pese a que tiene al menos un triple coste
Es verdad que el Acuerdo Preferencial de 1970 abrió las puertas al franquismo, pero los padres fundadores siempre pensaron que Europa significaba mucho más que un tratado comercial. Por aquel tiempo, a nadie se le podía ocurrir otra lectura diferente de lo que ocurría en el interior de España en aras de capitalizar las miserias del pueblo para ganar unos votos en sus respectivos países.
Las malas tentaciones
Hoy, desgraciadamente, las cosas han cambiado. Probablemente, porque la política internacional, en plena globalización, es cada vez más nacional, lo que explica que asuntos remotos puedan llegar a situarse en el centro de la agenda pública. Pero hay una razón adicional mucho más desdichada, y no es otra que la tentación de querer aprovechar electoralmente algunos de los conflictos que surgen extramuros del territorio español —léase Israel, Palestina o Cuba— para castigar al Gobierno o a la oposición de turno.
Hay múltiples casos, aunque el más evidente es el de Venezuela, que algunos siempre han pretendido convertir en un asunto de la política nacional. Y solo hay que recordar los sucios intentos de la mal llamada policía patriótica por implicar a dirigentes de Podemos en hechos delictivos de financiación ilegal que los tribunales han archivado. La obsesión por convertir Venezuela en un asunto interno ha llegado al extremo de que en ocasiones parece que lo relevante no es lo que sucede en aquel país, la miseria, la represión, el exilio forzado de millones de venezolanos, sino sus consecuencias sobre la política española.
El viaje-propaganda de los senadores del PP a Caracas, con González Pons a la cabeza, ha sido en las últimas semanas la manifestación más evidente y esperpéntica del interés de los conservadores en embarrar la acción diplomática del Estado, pero desde luego no es la única. Acción diplomática que, por cierto, es coherente con la posición de la UE, la OEA y otros organismos multilaterales.
La obsesión de una parte de la izquierda (por cierto, cada vez más residual) de situar a Venezuela como referente político va en la misma dirección. Sobre todo, esa absurda teoría de que un personaje como Maduro representa a la izquierda latinoamericana, y quien lo cuestiona en realidad lo hace al conjunto de las fuerzas progresistas de la región. Juan Carlos Monedero, que nunca entendió ni la Transición española —ahí está su libro— ni la fuerza transformadora de la praxis política (se trata en realidad de un publicista al que le hubiera gustado nacer en la República de Weimar), se sitúa en la misma dirección. Con los mismos argumentos que hoy utiliza para defender a Maduro, hubiera avalado en su día al franquismo, que también convocaba referéndums para avalar sus leyes sin ninguna garantía de transparencia y sin actas que fiscalizar mientras encarcelaba a la oposición.
Una explicación
Esta obsesión por proyectar lo que pasa en Venezuela sobre la política española tiene su máximo reflejo en Rodríguez Zapatero. Probablemente, porque el expresidente nunca ha querido explicar qué pretende con su acercamiento a la política venezolana. Si lo que busca es cumplir la función de un mediador internacional de un conflicto, sin duda una opción legítima y algo más que loable, en demasiadas ocasiones se ha alejado de la objetividad que comporta esa figura; y si lo que pretende es sustituir la labor diplomática del Gobierno español, es evidente que no le corresponde. Su silencio tras las elecciones del 28 de julio le incapacita para cualquiera de las dos misiones.
Bien harían en centrarse en los problemas de Venezuela en lugar de querer sacar tajada política de un conflicto que no es el suyo
Es evidente que el problema de Venezuela se llama Maduro y el chavismo, aunque los sufrimientos del país vienen de muy lejos. En concreto, desde la consolidación en el tiempo de una oligarquía corrupta que durante décadas hizo rapiña capturando los vastos recursos naturales del país. Pero el chavismo, guste o no, tiene derecho a existir, aunque siempre que el régimen cumpla una de las reglas esenciales en la democracia: la transparencia electoral. Como muchas veces se ha dicho, las elecciones son una condición necesaria en democracia (sin competencia electoral real, no hay democracia), pero no es una condición suficiente en la medida que una victoria aritmética no concede todo el poder al ganador. Y parece evidente que Maduro nunca ha tenido la intención de compartirlo, que es la esencia de la democracia.
Un triple coste
Esta realidad palmaria es lo importante, y por eso sorprende la obsesión de proyectar lo que sucede allí a la vida política española. Entre otras razones, porque tiene al menos un triple coste.
El más evidente es que emponzoña la vida política, y España no está sobrada de acuerdos en política internacional, ahí está el caso de Marruecos, sino, sobre todo, porque el Estado español, no el Gobierno de turno, que podría contribuir a encontrar una salida a lo que ocurre en Venezuela, queda de esta manera anulado por las disputas internas. Pero también hay una tercera razón. Los intereses de las empresas españolas en Venezuela quedan a la intemperie de la acción exterior de España, ya que no hay una posición de país, sino que se pretende proyectar lo que pasa allí a la política nacional.
Bien harían unos y otros en centrarse en los problemas de Venezuela, que son descomunales, en lugar de intentar sacar tajada política de un conflicto que no es el suyo. Desviar la atención es, de hecho, el principal argumento que utiliza el régimen chavista para defenderse de los ataques extranjeros. Franco también lo hacía.
Hubo un tiempo, aunque parezca hoy mentira, en el que para conocer lo que pasaba en España había que leer la prensa extranjera. En particular, las crónicas de José Antonio Novais o Ramón Chao (Le Monde); Walter Haubrich (Frankfurter Allgemeine Zeitung); William Chislett (The Times) o, ya al final de la dictadura, John Hooper (The Guardian). La razón era obvia. La censura impedía publicar en España lo que estaba pasando dentro del país, lo que explica que la oposición democrática en su sentido más amplio —no solo comunistas o socialistas— utilizara a los corresponsales extranjeros para denunciar las atrocidades de la dictadura.
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