Mientras Tanto
Por
La maldad (e inutilidad) de los hombres duros
La estrategia del poder duro conduce necesariamente a la polarización en la medida que obliga a la otra parte a radicalizar sus posiciones. Y lo que hoy sucede en Oriente Medio es el mejor ejemplo de un fracaso
El profesor Stephen M. Walt escribió hace unos días en Foreign Policy un documentado artículo, aunque no exento de dardos, en el que glosó la figura de Jimmy Carter, el primer presidente de EEUU que alcanza los cien años. La figura de Carter, como se sabe, ha sido vilipendiada —y hasta ridiculizada— durante décadas porque representa la otra cara de una tendencia que se inició en tiempos de Reagan y Thatcher, sin necesidad de acudir más atrás, que convierte a los líderes políticos en superhéroes a la manera de cualquier película de Marvel.
A Carter, por ejemplo, se le acusa de su deficiente manejo de la política exterior, marcada por tres hechos fundamentales en un mismo año (1979): la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética, la llegada de los sandinistas a Managua y, sobre todo, la revolución iraní, que desembocó en la toma de rehenes en la embajada de EEUU en Teherán. Bueno es recordarlo en un tiempo en el que cada mañana, a tenor de lo que se escucha y lee, parece que estamos en el fin del mundo. Todo en un solo año.
Lo que sostiene Walt es que por su propia naturaleza las revoluciones son impredecibles, lo que produce momentos caóticos. En el caso de Irán, por ejemplo, y frente a la creencia popular, el sha Reza Palheví no cayó porque Carter lo abandonara o criticara sus violaciones sistemáticas de los derechos humanos, sino porque había perdido el contacto con el pueblo, lo que alimentó la llegada de Jomeini y los ayatolás. El error de Carter, afirma, fue acoger al Sha (que ya por entonces sufría cáncer), lo que le enemistó con el régimen iraní y llevó a la crisis de los rehenes. Aquella fue una decisión en la que figuras como Kissinger o David Rockefeller presionaron de lo lindo (aquí un texto en el que uno de los protagonistas de aquel secuestro, un funcionario de la embajada, lo cuenta con todo lujo de detalles).
A partir de aquella crisis, a Carter se le acusó de ser un liberal blando e ingenuo, pero lo cierto es que el expresidente —uno de los pocos presidentes graduados en Annapolis, la Academia Naval de EEUU— fue uno de los primeros que entendió que era necesaria una política de seguridad fuerte, pero basada en principios y reglas justas.
Un año de infarto
Un reciente estudio lo acredita. La mayoría de los principales sistemas de armas desplegados por la administración Reagan habían sido aprobados por Carter: el bombardero furtivo, el misil móvil MX y los modernos misiles de crucero. También creó la Fuerza de Despliegue Rápido para disuadir la intervención soviética y proteger el acceso al petróleo del Golfo Pérsico, y autorizó la ayuda encubierta a la resistencia afgana y a la oposición nicaragüense para luchar contra los sandinistas. En resumen: Carter no era un pacifista, concluye.
Su mayor logro en política exterior, por supuesto, fue su gestión del proceso de paz entre Egipto e Israel. Su intensa y personal participación en las negociaciones produjo los acuerdos de Camp David en 1978, que condujeron al histórico tratado de paz egipcio-israelí del año siguiente. Fue Carter, dijo en una ocasión Shlomo Ben-Ami, exministro de Exteriores israelí, quien logró los avances ya que estaba "dispuesto a enfrentar a Israel de frente y pasar por alto las sensibilidades de sus amigos en EEUU".
Israel ganará las guerras que ha emprendido desde aquel fatídico siete de octubre, pero hay pocas dudas de que no ganará la paz
Sin embargo, pese a estas evidencias, si alguien sale a la calle a preguntar por Carter se dirá que era un timorato de la política porque era un blando. Probablemente, por el prestigio desmesurado de los discursos duros, como también relataba recientemente Daron Acemoglu, uno de los economistas más brillantes de su generación, quien a propósito de la creciente participación de multimillonarios de Silicon Valley en política —el caso de Elon Musk a favor de Trump es representativo— llamaba la atención sobre la estafa que supone confiar en los superpoderes de los megarricos tecnológicos para salvar el mundo a la manera de Bruce Wayne (Batman) o Tony Stark (Iron Man).
Es decir, la creencia de que alguien tiene la solución simplemente no mostrando tibieza ante el adversario o el enemigo, como se prefiera. Netanyahu, Orbán, Bukele, Erdogan o Duterte representan esa idea, cuya consecuencia más cercana es un creciente prestigio de las autocracias frente a las democracias. Simplemente, porque aparecen ante la opinión pública (el caso de China es emblemático) como más eficaces por su dureza.
Netanyahu, en este sentido, es el paradigma de esa pretendida fuerza. Hay pocas dudas de que Israel, por su potencia militar y económica, además de por la alianza estratégica que mantiene con EEUU y Reino Unido, ganará las guerras que ha emprendido desde aquel fatídico siete de octubre, pero hay todavía menos dudas de que no ganará la paz. Esto es así porque una cosa es el éxito militar y otra el político, cuya evaluación se hace años —o incluso décadas— después, y lo cierto es que pese a que Israel ha ganado todas las guerras desde 1948 —el poder duro—su seguridad sigue amenazada porque ha fracasado en su estrategia de paz.
La historia siempre vuelve
La otra cara de la moneda son Hezbolá o Hamás, títeres de la estrategia de Irán, cuyo régimen es consecuencia del golpe de Estado que dieron Reino Unido y EEUU (Operación Ajax) para utilizar al Sha en el trono de Teherán y así destituir a su primer ministro, Mohammad Mosaddeq, elegido democráticamente, y que fue quien nacionalizó el petróleo frente a los intereses británicos. El pasado siempre vuelve en Irán.
De la misma manera, el poder duro de EEUU tras los atentados terroristas del 11-S, invadiendo Afganistán e Irak, le llevó a cometer errores que hoy la región todavía está pagando. Las tropas israelíes expulsaron del Líbano a la OLP en 1982, pero aquella invasión alimentó el nacimiento de Hezbolá.
A Carter se le acusó de ser un liberal blando, pero entendió que era necesaria una política de seguridad fuerte basada en principios
Pese a ello, el prestigio de los hombres duros —la popularidad de Netanyahu es creciente— sigue ahí, entendido ese concepto como una praxis política basada en certezas inamovibles, muchas veces presentadas falsamente como principios, cuando en realidad se trata de mera mercadotecnia política que solo deja de entrever impotencia.
Esta estrategia es, sin duda, útil en términos electorales, el propio Trump se presenta como el comandante en jefe de EEUU que tiene soluciones para todo, lo que le granjea el apoyo de millones de estadounidenses que confían ciegamente en él como si fuera el salvador. Su campaña de oposición a Kamala Harris, de hecho, pasa por presentarla, a la manera de Carter, como una advenediza incapaz de resolver los problemas porque es una tibia.
Fuera de la escena internacional, también en España se observa una tendencia creciente a entender que cualquier negociación o pacto supone una traición a no se sabe muy bien qué principios. De hecho, es habitual leer y escuchar que cuando hay acuerdos una de las dos partes se ha 'bajado los pantalones', esa expresión machista y repugnante que aparece de vez en cuando en el discurso político. Obviamente, porque se entiende que no hay que renunciar a nada, y si se hace es que estamos ante un fraude de lesa humanidad. Esto va, según algunos, de ser intransigentes y de no mostrar debilidades. Incluso la equidistancia, una palabra maldita para muchos, se observa como algo intrínsecamente negativo, cuando en realidad, en la mayoría de las ocasiones, es simplemente analizar lo que pasa con la suficiente distancia para ayudar a resolver el problema en cuestión.
Poder duro vs. poder blando
Lo singular es que la esencia de la democracia es, precisamente, el acuerdo, el pacto y la negociación, como se quiera llamar, y sin consensos básicos parece difícil avanzar en sociedades extremadamente complejas con intereses cruzados.
Frente al debate 'poder duro' vs. 'poder blando', algunos ensayistas plantean lo que se ha llamado poder inteligente, concepto que sin renunciar a los principios busca encontrar soluciones a los problemas. Por ejemplo, y volviendo al caso de España, es evidente que encontrar respuestas para solucionar la crisis de la vivienda pasa por un acuerdo de Estado en la medida que todas las administraciones públicas, en sus diferentes niveles (Administración central, CCAA y ayuntamientos), están involucradas. Pero nadie lo verá porque cualquier pacto se considera una traición.
No es un debate cualquiera. La estrategia del poder duro conduce necesariamente a la polarización en la medida que obliga a la otra parte a radicalizar sus posiciones. Y lo que hoy sucede en Oriente Medio es el mejor ejemplo de un fracaso histórico. Sustituir la fuerza de la razón por la razón de la fuerza suele ser un mal negocio.
El profesor Stephen M. Walt escribió hace unos días en Foreign Policy un documentado artículo, aunque no exento de dardos, en el que glosó la figura de Jimmy Carter, el primer presidente de EEUU que alcanza los cien años. La figura de Carter, como se sabe, ha sido vilipendiada —y hasta ridiculizada— durante décadas porque representa la otra cara de una tendencia que se inició en tiempos de Reagan y Thatcher, sin necesidad de acudir más atrás, que convierte a los líderes políticos en superhéroes a la manera de cualquier película de Marvel.
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