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Codicia y vivienda: historia de un fracaso
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Carlos Sánchez

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Codicia y vivienda: historia de un fracaso

La falta de vivienda asequible es un fracaso colectivo, que pone al sistema económico, y a la propia democracia, ante el vivo reflejo de sus contradicciones. La planificación urbanística pasa por un pacto de Estado

Foto: Edificios en el barrio de Valdebebas. (EP/ Marta Fernández Jara)
Edificios en el barrio de Valdebebas. (EP/ Marta Fernández Jara)
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A estas alturas resulta ocioso echar mano del artículo 47 de la Constitución. Justamente, el que proclama que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Ni los poderes públicos han promovido las condiciones necesarias para hacer efectivo este derecho, como establece su desarrollo dispositivo, ni se ha logrado que el uso del suelo se haga de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. Tampoco, ni mucho menos, se ha producido un aprovechamiento integral de las plusvalías que genere la acción urbanística para la comunidad, como estipula la norma.

España, es más, se enfrenta al mayor fracaso de la política social de los distintos gobiernos, que, de manera recurrente, han restado importancia a la vivienda como bien social, lo que explica que la economía española haya cabalgado desde finales de los años 80 a lomos de burbujas inmobiliarias que han desembocado en pavorosas crisis económicas sofocadas con cuantiosos recursos públicos.

Tan solo la Sareb, el cementerio de la última crisis inmobiliaria, nació en 2012 con una deuda de más de 50.700 millones de euros, y aún hoy, más de una década después, adeuda casi 30.000 millones de euros avalados por el Estado. Casi 200.000 activos inmobiliarios pasaron a sus manos tras pincharse la burbuja, en su gran mayoría procedente de cajas de ahorros envilecidas por la codicia de aprendices de banquero y políticos advenedizos, quienes en una comunión tan perfecta como siniestra salieron al rescate de las élites locales creando una nueva casta de propietarios hasta convertirse en los señores del ladrillo.

España se enfrenta al mayor fracaso de la política social de los distintos gobiernos, que han restado importancia a la vivienda como bien social

O dicho de otra forma, se convirtieron en los nuevos amos de España hasta que estalló la burbuja, dejando atrás víctimas por doquier. Se ha calculado que al amparo de la ley de 1998, que liberalizó totalmente el suelo salvo en zonas protegidas, se llegaron a aprobar o a revisar los planes de ordenación urbana de 2.224 municipios, de los que 71 eran capitales de provincia o municipios de más de 500.000 habitantes. Una auténtica bacanal especulativa.

Se trata, desde luego, de un fracaso colectivo que llega hasta hoy. Solo hay que hacer una simple comparación. La población española actual situada entre 25 y 34 años, los años de mayor formación de nuevos hogares, supera los 5,37 millones, pero los poderes públicos, el año pasado, solo fueron capaces de poner en el mercado 12.304 viviendas protegidas, apenas el 13,5% de las construidas. Tampoco el mercado libre funciona a precios accesibles. Por cada 100 hogares que se crean cada año se construyen apenas 70 viviendas, lo que explica la presión sobre los precios ante el creciente desequilibrio entre oferta y demanda (diferencia entre la creación neta de hogares y las nuevas viviendas finalizadas), y que el Banco de España ha situado en unas 600.000 viviendas. Y lo peor puede estar por venir. A la luz de las proyecciones del INE sobre creación de hogares, este país necesita construir alrededor de tres millones de viviendas en los próximos quince años para que ese desequilibrio no ensanche.

Se puede hablar de un fallo multiorgánico que comenzó con la liquidación apresurada del viejo Banco Hipotecario

No es de extrañar, por lo tanto, que los precios suban hasta hacer la vivienda inalcanzable para la gran mayoría, en particular para los más vulnerables, principalmente en alquiler. Y todo ello en plena expansión de la población extranjera, residente o no, que añade presión a los precios de la vivienda, en particular en las zonas turísticas. En 2022 se alcanzó un récord histórico de 134.000 viviendas compradas por extranjeros, una de cada cinco.

Un fallo multiorgánico

Se mira habitualmente a la Administración central, independientemente de quién gobierne, pero tanto las comunidades autónomas como los ayuntamientos han colaborado de forma activa en esa dejación de funciones. Se puede hablar, de hecho, de un fallo multiorgánico que, probablemente, comenzó con la liquidación apresurada y sin justificación política del viejo Banco Hipotecario, la entidad pública que mejor conocía el mercado inmobiliario después de más de un siglo de experiencia, y que hoy, de alguna manera, habría que reinventar para favorecer la financiación de nuevo suelo urbano.

Desde entonces, un bien social, como es la vivienda, se ha ido convirtiendo en un activo financiero, lo que explica que entre unos y otros hayan calentado los precios hasta llegar a la situación actual. La enorme liquidez que han suministrado los bancos centrales en los últimos años ha hecho el resto. La rentabilidad de la vivienda es más elevada que la renta fija o, en ocasiones, incluso que la renta variable, lo que explica la entrada de grandes fondos de inversión —dinero caliente— que fijan el precio al tratarse de un mercado marginalista (como el de la electricidad) en el que el precio lo marca el último que llega, lo que necesariamente provoca una espiral insostenible para millones de familias. Si alguien paga 100 por un activo inmobiliario que antes costaba 90, el nuevo precio para todas las viviendas, se vendan o no, no son 90, sino 100. Ningún propietario vende por debajo de lo que ha percibido su vecino por el mismo piso. Muy pocos pueden alterar el mercado calentando los precios.

No es, desde luego, un problema únicamente de España. La crisis habitacional recorre el mundo y hasta la nueva Comisión Europea lo ha situado como un asunto estratégico en la medida que afecta a la estabilidad social. También Kamala Harris ha recogido el testigo envenenado de Biden y ha situado la vivienda en el centro de sus preocupaciones. El problema, aquí y allá, es el mismo. Cuando la vivienda se considera un activo financiero y no un bien esencial, se incurre en exuberancias irracionales, por otra parte, consustanciales a la propia naturaleza de los mercados financieros. Hasta Alemania, un país que durante décadas ha mantenido los precios estables, se encuentra ahora con un problema similar en las grandes ciudades.

Políticas fallidas

Ha habido tantas políticas de vivienda fallidas que es difícil empezar por una. Pero lo cierto es que decisiones insensatas, como seguir desgravando la compra cuando el mercado estaba recalentado, o permitir la descalificación de la vivienda protegida para hacer negocio con ella, junto a la incertidumbre regulatoria, y a veces el caos normativo, o la elaboración de planes urbanísticos que solo buscaban la especulación, en muchos casos a partir de una legislación tan engorrosa como obsoleta, han convertido en fracasadas las políticas de vivienda. O expresado de otra forma, se ha subvencionado la demanda, pero sin avanzar en el ensanchamiento de la vivienda protegida a precios más reducidos y asequibles, lo que en el fondo revela una mala asignación de recursos públicos.

España es el país donde un mayor porcentaje de personas en alquiler se encuentra en situación de riesgo de pobreza o de exclusión social

Un reciente informe del gabinete técnico de CCOO ofrecía un dato que debería sonrojar a muchos. En España se han construido 6,8 millones de viviendas protegidas desde 1950, lo que equivale al 30% del parque de viviendas principales. Si el Estado no hubiese dejado que se vendieran, hoy este país tendría el parque de vivienda público más grande de Europa, similar al de Viena, al que se suele poner como ejemplo. Sin embargo, estamos a la cola. Millones de propietarios han hecho negocio con subvenciones públicas cuando se podían desgravar una o varias viviendas. Mientras tanto, y aquí está el drama, España es la economía europea en la que un mayor porcentaje de personas que residen en régimen de alquiler se encuentra en una situación de riesgo de pobreza o de exclusión social.

¿El resultado? No deja de ser paradójico que un país que cuenta con más de 26,6 millones de viviendas, nada menos que casi 1,8 pisos por hogar, tenga un problema mayúsculo que ningún Gobierno, en cualquiera de sus niveles administrativos, ha sido capaz de encauzar. Ni siquiera se ha tenido el coraje político de desarrollar la abundancia de suelos urbanizables, formalmente disponibles, pero en la práctica abandonados, y que hoy no son más que páramos, porque los agentes públicos no invierten en el desarrollo urbanístico, mientras que a los privados no les sale rentable porque los precios son desorbitados y ha menguado la garantía pública de financiación de la vivienda protegida.

Ninguna solución puede encontrarse cuando se quiere convertir un bien esencial como es la vivienda en parte del rifirrafe político

Tampoco es verdad el mantra de las viviendas vacías. El INE ha acreditado que la mayoría de las viviendas sin ocupar se encuentran, en plena hegemonía de las ciudades, en municipios pequeños. Así, los de menos de 10.000 habitantes, en los que reside el 20% de la población total, registran el 45% del parque de viviendas vacías. Por el contrario, las ciudades de más de 250.000 habitantes, donde reside casi el 24% de la población, solo suponen el 10,5% del total de viviendas vacías. Y es allí donde está el empleo.

Planificación urbanística

¿Cuál es la solución? Parece evidente que lo primero es asumir que se trata de un problema que solo puede resolverse a largo plazo —planificación urbanística sostenida en el tiempo— a partir de ciertos consensos básicos de las distintas administraciones que permitan ampliar el suelo finalista ya apto para construir. Es decir, no cabe soluciones milagrosas que casualmente aparecen en periodos electorales.

No parece, sin embargo, que esto sea posible en un contexto político como el actual, y simplemente hay que recordar el deplorable Pleno del pasado miércoles, que batió todos los récords de irresponsabilidad política. Se iba a hablar de inmigración, una cuestión colateral muy relacionada con la vivienda debido a los flujos migratorios, pero al final la matraca de siempre y la utilización bastarda de las víctimas del terrorismo para justificar un error de libro.

Ninguna solución puede encontrarse cuando de lo que se trata es de convertir, también, un bien esencial, como es la vivienda, en parte del rifirrafe político. Y sorprende, en este sentido, que quienes tanto cacarean que tienen más representación territorial que nadie sean incapaces de poner a sus administraciones a trabajar para crear viviendas y ofrecer esperanzas a quienes no la tienen. Es evidente que la Administración central tiene una enorme responsabilidad en el desaguisado, pero en un sistema descentralizado como es el español, los ayuntamientos y comunidades autónomas son pieza clave. Entre todos la mataron y ella solo se murió.

A estas alturas resulta ocioso echar mano del artículo 47 de la Constitución. Justamente, el que proclama que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Ni los poderes públicos han promovido las condiciones necesarias para hacer efectivo este derecho, como establece su desarrollo dispositivo, ni se ha logrado que el uso del suelo se haga de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. Tampoco, ni mucho menos, se ha producido un aprovechamiento integral de las plusvalías que genere la acción urbanística para la comunidad, como estipula la norma.

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