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Mientras Tanto
Por
El imparable declive de los Estados Unidos de Amnesia
Como alguien ha dicho, Trump es un hombre del siglo XX que preside una economía del siglo XXI y quiere devolverla al siglo XIX. Pocas veces tan pocos han hecho tanto daño. EEUU entra en una nueva época
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Es difícil poner una fecha. Pero es probable que el origen de la polarización política en EEUU haya que situarlo en agosto de 1968, en plena efervescencia de la democracia americana. En aquella ocasión, un intelectual conservador, William F. Buckley Jr, muy influyente en su época y claro exponente de la derecha clásica educada en Yale, y Gore Vidal, un intelectual liberal, en el sentido estadounidense del término, y, sobre todo, una de las mentes más lúcidas de su tiempo, discutieron de forma encarnizada ante millones de espectadores de la cadena ABC en horario de máxima audiencia. El documental Best Of Enemies lo muestra de una forma luminosa.
Pocos ensayistas como Gore Vidal —guionista de Ben-Hur— han retratado mejor las contradicciones de un país que llamó de forma provocadora Estados Unidos de Amnesia, pero Buckley tampoco era un cualquiera. Muchos le consideran el referente intelectual de la revolución conservadora que llegaría años después. Primero, impulsando la candidatura a la presidencia del republicano ultraconservador Barry Goldwater, que perdería frente a Lyndon B. Johnson, y, ya en los ochenta, dando su apoyo a Ronald Reagan, como él, precursor de la utilización de la televisión para crear un nuevo lenguaje político. La revista que fundó en 1955, National Review, sigue siendo hoy, de hecho, una guía del pensamiento conservador, si bien se ha distanciado de Trump hasta considerarlo un usurpador de los valores del viejo republicanismo.
"Escucha, maricón", le dijo Buckley a Gore Vidal, deja de llamarme criptonazi o te daré un puñetazo en la cara y te saltarán las lágrimas"
Pese a que Vidal y Buckley se despreciaban en el sentido más preciso del término, de hecho sólo coincidían en que se odiaban con la misma intensidad, ambos compartieron una decena de veces el mismo plató de televisión para debatir, en plenas convenciones presidenciales, sobre los cambios sociales y políticos que mantenían a la nación en vilo. En aquella época, a diferencia de ahora, las convenciones de los dos grandes partidos no eran una obra de teatro en la que ya se conoce el final, sino que en 1968 (el año más dramático de la historia reciente de EEUU) ningún partido presentó un candidato claramente ganador y Nixon, a la postre, sería el gran vencedor de la contienda. Aquel año Robert Kennedy y Luther King fueron asesinados, las universidades eran un polvorín y la guerra de Vietnam, con la matanza de My Lay, había alcanzado su máxima dosis de horror.
La desigualdad
Fue en unos de esos coloquios sin clemencia cuando Gore Vidal advirtió al público que el 5% de los estadounidenses poseía el 20% de los ingresos, mientras que, por el contrario, el 20% más pobre sólo disponía del 5%. Hoy, el propio Gore Vidal no saldría de su asombro (falleció en 2012) si conociera que el 1% más rico posee ya el 32,1% de la riqueza nacional.
Aquel debate fue tan salvaje que en plena batalla dialéctica el conservador Buckley le espetó a Gore Vidal: "Escucha, maricón, deja de llamarme criptonazi o te daré un puñetazo en la cara y te saltarán las lágrimas". Buckley estaba fuera de sí y su rostro reflejaba, como alguien dijo, un “rictus de asco” que dejaba ver el nivel que había alcanzado la bronca política entre dos formas antagónicas de ver el mundo. Tanto Buckley como Vidal, sin embargo, entendían mejor que nadie (salvo los ejecutivos de la ABC) el poder de la televisión para llegar personalmente a amplios sectores de EEUU con un mensaje duro y directo, sin contemplaciones. Justamente como hoy lo hacen las redes sociales con su discurso corrosivo.
Más de medio siglo después de aquel homérico debate, nadie como Donald Trump, nacido popularmente en la televisión, representa la polarización política. Su sectarismo, enfrentado con los bufetes de abogados críticos con la Casa Blanca, con las universidades de mayor prestigio, con los jueces, con los aliados de su país o con los ‘quality papers’, amenaza el propio Estado de derecho. Probablemente, porque el propio sistema político de la democracia americana se ha quedado obsoleto y responde a un país que ya no existe en aspectos como la representación electoral o la separación de poderes. Ni siquiera las autoridades de competencia están hoy a la altura de lo que un día fueron.
Algunos creen que Trump tiene una visión imperial de la política, pero su zafiedad echa por tierra esa teoría. Es un poder chusco y vulgar
La polarización da votos, y es lo que explica que la estrategia de Trump pase, precisamente, por crear enemigos para construir su propia leyenda vacua. Su propuesta arancelaria, de hecho, forma parte de esa visión autoritaria del poder —el victimismo es una de las señas de identidad de los populismos— que, incluso, margina al Congreso en la imposición de aranceles. Ha tenido que echar mano de la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional, un viejo instrumento legal que siempre ha gustado a los dictadores, para justificar sus decisiones. Ni siquiera Hoover, tras el crash del 29, se atrevió a tanto. La ley Hawley-Smoot, de infausto recuerdo, fue una norma aprobada por el Congreso. Hoy ha sido suplantada por una orden ejecutiva.
Algunos creen que Trump tiene una visión imperial de la política, pero su zafiedad echa por tierra esa teoría. Es un poder chusco y vulgar que no muestra ningún signo de la grandeza que se le supone a los imperios cuando son realmente poderosos. Por el contrario, es la versión grosera del poder en su forma más despiadada. Muy parecido al de Netanyahu en Israel, Orbán en Hungría o Erdogán en Turquía, prototipos de los nuevos líderes con apariencia de fuertes que lo que esconden, en realidad, es su pasión por el poder autoritario. También Julio César, con sus grandes hazañas, fue el comienzo del fin de la república.
Un despotismo no ilustrado
En definitiva, una especie de despotismo no ilustrado —se podría hablar de la captura del Estado por parte de una élite codiciosa— que alcanza la astracanada más negra cuando se deporta de forma forzosa a ciudadanos que se encuentran legalmente en EEUU o se mancilla la libertad de expresión cerrando lugares incómodos para la mente de una camarilla de lunáticos. Como se ha escrito, nunca en la historia moderna de EEUU un presidente-empresario se ha aliado con el hombre más rico del mundo (con quien hace negocios mutuos) para tomar el control del gobierno federal.
Esa visión del poder tan esquemática y primitiva ha llevado a muchos a pensar que los aranceles de la Casa Blanca son un acto de fuerza, pero en realidad son justo lo contrario. El anunció de Trump sólo revela la debilidad creciente de EEUU frente al mundo. El país más grande del planeta necesita castigar a los demás para sobrevivir porque ha dejado de ser competitivo y ya no le basta con que el dólar, como moneda de reserva, le financie sus monstruos déficits fiscales, sino que también busca proteger a sus fábricas de la competencia exterior. El viejo proteccionismo de entreguerras que llevó al planeta al desastre. La paradoja estriba en que, al mismo tiempo, EEUU es la nación tecnológicamente más avanzada del mundo y su productividad, respecto de la Unión Europa, que es la región comparable, es sensiblemente mayor. También la desigualdad ha alcanzado niveles nunca vistos.
Trump ha construido una falacia: las empresas volverán a su país porque les será rentable, pero no hay evidencias de que será así
A partir de esta realidad dual, Trump ha construido una falacia: las empresas estadounidenses volverán a su país porque les será rentable, pero no existe ninguna evidencia de que eso será así. Entre otras razones, porque incluso con elevados aranceles fabricar en EEUU es más costoso que en el sudeste asiático o Europa, que es más competitiva y eficiente en términos comerciales. Sin contar la existencia de un cuello de botella laboral que el propio Trump alimenta con la expulsión de inmigrantes.
EEUU, como Europa, tiene un problema de mano de obra que la inteligencia artificial, con sus avances en productividad, no puede resolver. De hecho, no existen evidencias de que los aranceles sean capaces de equilibrar la balanza comercial de EEUU (déficit equivalente al 4,2% del PIB). Por el contrario, hay muchísimas evidencias de que los aranceles ponen en riesgo a entre 15 y 20 millones de trabajadores estadounidenses en industrias orientadas a la exportación, a la vez que aumentan los precios para los consumidores en general. Y sin contar, por último, el error que supone querer desdeñar las ganancias de eficiencia que incorpora el comercio internacional a través de la especialización productiva, clave en el funcionamiento de los sistemas económicos. Esta es la realidad que esconde Trump con su agresividad de cartón piedra.
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La realidad es muy distinta. El peso económico y demográfico de EEUU en el mundo está disminuyendo y lo que conseguirá la Casa Blanca es un reordenamiento de las cadenas globales de valor —incluso en el plano militar— que marginará al eje transatlántico en beneficio de Asia-Pacífico. Tarde o temprano se verá obligado a rectificar.
Los aranceles, sin embargo, no solo tienen una vertiente económica, sino también geopolítica, y lo único que conseguirá la Administración Trump es un realineamiento en la política de alianzas que tarde o temprano llegará al dólar, que hoy, por su función de ancla del sistema monetario, goza de lo que muchos han llamado un privilegio desorbitante. La globalización, por supuesto, no estuvo exenta de imperfecciones. Existen evidencias de que el comercio internacional contribuyó al aumento de la desigualdad en las economías avanzadas, aunque jugó un papel considerablemente menor que el cambio tecnológico.
Como alguien ha dicho, Trump es un hombre del siglo XX que preside una economía del siglo XXI y quiere devolverla al siglo XIX. Pocas veces tan pocos han hecho tanto daño.
Es difícil poner una fecha. Pero es probable que el origen de la polarización política en EEUU haya que situarlo en agosto de 1968, en plena efervescencia de la democracia americana. En aquella ocasión, un intelectual conservador, William F. Buckley Jr, muy influyente en su época y claro exponente de la derecha clásica educada en Yale, y Gore Vidal, un intelectual liberal, en el sentido estadounidense del término, y, sobre todo, una de las mentes más lúcidas de su tiempo, discutieron de forma encarnizada ante millones de espectadores de la cadena ABC en horario de máxima audiencia. El documental Best Of Enemies lo muestra de una forma luminosa.