Camus, de nuevo Camus, lo dijo con lucidez: las catástrofes empiezan con las palabras. Cuando en las democracias no hay espacios compartidos algo falla y hoy existen dos visiones de España que porfían en el teatro de la política
Sánchez se enfrenta en el Congreso al rechazo de sus socios a subir el gasto en Defensa. (EP/Eduardo Parra)
Es un lugar común entre los expertos en sociología electoral sostener que cuando la economía va mal los votantes castigan al Gobierno de turno, pero cuando la actividad crece de forma robusta con baja inflación, el premio para los gestores públicos es mínimo. Es decir, el patrón de comportamiento de los electores cambia en función de variables difíciles de identificar y entender, muchas veces sobrevenidas, como le sucedió al Partido Popular (PP) tras el 11M, aunque lo frecuente es que el castigo prime sobre el beneficio.
Hay, sin embargo, quienes se muestran más escépticos y piensan que la influencia de la economía sobre el comportamiento electoral es residual. Obviamente, salvo que el país esté inmerso en una formidable crisis económica, como sucedió en 2011, cuando Rajoy ganó las elecciones de forma abrumadora.
Pedro Sánchez, a este respecto, es un caso de libro. La economía española es la más dinámica entre los grandes países del euro y el empleo crece con fuerza, y aunque es verdad que los salarios reales están prácticamente estancados y las dificultades para encontrar vivienda, por ejemplo, siguen intactas, lo cierto es que el clima económico es favorable.
El Gobierno, sin embargo, es incapaz de capitalizarlo. En parte, porque el crecimiento del PIB, pese a su importancia en términos macroeconómicos, no recoge bien la situación real de los electores en la medida que se trata de una cifra agregada. Es decir, es la suma, desde la óptica de la demanda, no de la oferta, de lo que consumen o invierten los agentes económicos más el sector exterior, por lo que la situación real de las familias se escapa si el análisis se basa exclusivamente en el avance del producto interior bruto.
Lo mismo sucede en el caso del empleo. La creación de puestos de trabajo es un indicador clave, pero esconde realidades como la desigual evolución de los salarios, las condiciones laborales o, incluso, la igualdad de oportunidades dentro de la empresa. Muchos trabajadores se sienten molestos porque no se les reconoce su valor, lo que en última instancia genera un descontento que lo paga el Gobierno de turno. El célebre: ¿Piove? ¡Porco Governo!
Ruido y política
Ante esta evidencia, Moncloa podría haber diseñado una estrategia basada en evitar el ruido político en aras de que se pudiera visibilizar la situación de la economía. No lo ha hecho. Por el contrario, la necesidad, un tanto infantil, que tiene el presidente del Gobierno de polarizar la vida política, en esto hay que decir, junto al PP, evita que cale entre el electorado la situación económica.
El ministro Carlos Cuerpo suele mostrar su irritación porque la oposición no quiere hablar de economía con él y ni siquiera le hace preguntas parlamentarias, pero en muchas ocasiones las causas hay que encontrarlas en la propia estrategia del Ejecutivo, que se pone trampas con polémicas tan absurdas como estériles que aprovecha el Partido Popular, ya sea mediante declaraciones inoportunas o una agenda pública ajena a las preocupaciones de los ciudadanos.
La extravagante decisión de Economía de abrir un periodo de consultas sobre la opa del BBVA sobre el Sabadell (o el lío inútil con la marcha de Ferrovial) son un buen ejemplo de decisiones incomprensibles en el marco de la economía. Ni que decir tiene que es el escenario más favorable para Feijóo, que de esta manera desvía la atención de la opinión pública hacia otros asuntos ajenos a la actividad económica. Declaraciones fuera de lugar como cargar contra las nucleares cuando no se conocen las causas últimas del apagón o, en general, la errónea política de nombramientos de Moncloa van en la misma dirección.
Existen, en definitiva, dos visiones de España que porfían en el teatro de la política, aunque la realidad, y como no puede ser de otra manera, sea la misma. Obviamente, porque así es la democracia. Sólo los sistemas autoritarios intentan liquidar la confrontación ideológica. Lo singular, sin embargo, es el clima de toxicidad que se traslada desde la política hacia una sociedad que es permeable a la influencia ejercida ‘desde arriba’ a través de sus poderosas antenas. Las propias instituciones, incluso, se empapan de las señales emitidas desde el poder en su sentido más amplio: Gobierno y oposición, lo que necesariamente produce comportamientos más propios de una secta que de una sociedad vertebrada en torno a valores y a juicios engendrados en el libre albedrío.
Misteriosa y huidiza
En una de sus últimas visitas a España, el catedráticoMichael J. Sandel teorizó sobre la creciente desconexión entre democracia y verdad. En su opinión, los sistemas democráticos sólo pueden desarrollarse y ser perfeccionados en el marco de la verdad, y lo peor que le puede pasar a una sociedad es que pierda interés por la línea que separa lo que es falso de lo que es real. Albert Camus, en esta línea, decía que la verdad es siempre “misteriosa y huidiza”, y de ahí que siempre hubiera que conquistarla. La libertad es peligrosa y dura de vivir, sostuvo el escritor franco-argelino en el discurso de aceptación del Nobel.
Sandel y Camus, con varias décadas de diferencia, sólo veían la salvación en la educación cívica ante tanta desinformación, mientras que el profesor Ignacio Sánchez-Cuenca ha escrito en alguna ocasión que “ahora todos somos periodistas”. Se refiere a que con la eclosión de las redes sociales, incluido whatsapp, ahora cualquier ciudadano es un emisor de información, lo que obliga a extremar el rigor en el análisis. Entre otras razones, porque quien confunde de forma deliberada acabará siendo víctima de su propia canallada.
"Abrir un periodo de consultas sobre la opa del BBVA sobre el Sabadell es un buen ejemplo de decisiones incomprensibles"
Y aquí está, probablemente, el dislate que supone la existencia de un clima político tóxico. Si el país no es capaz de identificar ‘lo que nos pasa’, que decía Ortega, difícilmente se podrán aportar soluciones. Pero para eso, lógicamente, hay que partir de un diagnóstico común. O expresado de otra forma, identificar con precisión y de forma honesta cuál es el punto de partida.
No hay razones para ser optimistas. Ni siquiera el regreso caótico e irracional de Trump a la Casa Blanca, el auge de los autoritarismos en Europa o la crisis climática han sido capaces de dibujar una evaluación compartida. El reciente caso de Rumanía, donde ha ganado un candidato populista, nacionalista excluyente y prorruso, es un buen ejemplo. Rumanía, cabe recordar, es el país de la última ampliación que más se ha beneficiado de los fondos europeos y su nivel de renta per cápita desde principios de siglo ha crecido de forma notable. Pese a eso, sus ciudadanos han votado a favor de un candidato antieuropeo. Camus, de nuevo Camus, lo dijo con lucidez: las catástrofes empiezan con las palabras.
Es un lugar común entre los expertos en sociología electoral sostener que cuando la economía va mal los votantes castigan al Gobierno de turno, pero cuando la actividad crece de forma robusta con baja inflación, el premio para los gestores públicos es mínimo. Es decir, el patrón de comportamiento de los electores cambia en función de variables difíciles de identificar y entender, muchas veces sobrevenidas, como le sucedió al Partido Popular (PP) tras el 11M, aunque lo frecuente es que el castigo prime sobre el beneficio.