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Lo que sucede cuando la política se convierte en algo inútil
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Lo que sucede cuando la política se convierte en algo inútil

Una visión binaria de lo que nos pasa —sí o no, blanco o negro— necesariamente conduce a un subjetivismo moral que hace que nuestra interpretación de la realidad se quiera convertir en una verdad universal

Foto: Javier Milei con Donald Trump. (Reuters/Al Drago)
Javier Milei con Donald Trump. (Reuters/Al Drago)
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El historiador de las ideas Anton Jäger lo ha llamado hiperpolítica. Se refiere a la contradicción que supone la existencia de un mundo hiperpolitizado, en particular desde la gran crisis financiera de 2008, y sus consecuencias prácticas. Viene a decir Jäger que es una auténtica paradoja que una sociedad movilizada políticamente por diversos fenómenos sea, al mismo tiempo, incapaz de encontrar las respuestas adecuadas. Lo achaca en parte a que ese activismo, por diversas razones, no ha podido o sabido transformarse en instituciones duraderas, al contrario que en el pasado, cuando florecían diversas formas de asociacionismo. La segunda parte del siglo XX, de hecho, fue un largo periodo de cristalización de instituciones, muchas de ellas venían del pasado, que han condicionado de forma efectiva la toma de decisiones.

Hoy, por el contrario, los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones de vecinos y otras fórmulas de participación política, como las cooperativas o las mutualidades, son cada vez más débiles. En su lugar, lo que ha emergido es una movilización general en torno a la política, principalmente a través de las redes sociales, pero sin vocación de permanencia, lo que es coherente con el actual proceso de desintermediación política y de individualización de las relaciones sociales.

Nihilismo político

En definitiva, un falso empoderamiento que, en la práctica, conduce a una especie de nihilismo político. Cada uno, desde su púlpito mediático, construye sus propias teorías al margen de cualquier consideración práctica o de razonamiento basado en la experiencia de las instituciones. Como sostiene Jäger, se ha pasado en pocas décadas de la pospolítica, cuando a partir de los años 90 del pasado siglo se pensaba que la historia sería lineal, lo que inevitablemente conducía a una desmovilización general, a una convulsión generalizada favorecida por la eclosión de las nuevas tecnologías de la información.

Nunca antes se había consumido tanta información política, y hasta las televisiones, que antes eran parte de la industria del entretenimiento, se han convertido en agentes políticos con una capacidad de influencia real en las decisiones de los electores, por encima incluso del parlamento, cuyos debates, para la mayoría de la población, ya son irrelevantes. Sólo hay que echar una mirada a las parrillas de las principales cadenas.

Cada uno, desde su púlpito mediático, construye sus propias teorías al margen de cualquier consideración práctica

Muchos votan a los partidos emergentes simplemente porque no forman parte de lo que se considera el sistema político, sin tener en cuenta sus propuestas o su capacidad para encontrar soluciones. Ciudadanos o Podemos, en su día, representan ese voto pendular construido sobre las emociones. De hecho, no se puede entender su auge y caída sin ese comportamiento errático por parte de los electores. De lo que se trata es de derribar a quien está en el poder. Ahora Sánchez y mañana cualquier otro a partir de unas condiciones objetivas propias, como fue la crisis financiera de 2008 que desembocó en una crisis política.

La fiscalización de la gestión pública es, de hecho, cada vez menos relevante como determinante del voto. Ni siquiera la coyuntura económica, Biden y Kamala Harris dejaron una economía sana en EEUU antes de su derrota, influye ya de forma decisiva en los resultados electorales.

Se votan gestos, símbolos, declaraciones o, incluso, a causa de que un determinado partido está de moda en lugar de realizar un mínimo análisis político sobre si un gestor ha hecho bien o mal su trabajo o si el nuevo lo podrá mejorar. Si se preguntara a muchos madrileños sobre la gestión de Ayuso o por la tarea legislativa de la Asamblea de Madrid es probable que la mayoría no fuera capaz de citar dos o tres leyes, pero sí recordarán sus enfrentamientos con Sánchez.

Esto sucede, precisamente, y aquí está la paradoja, en plena efervescencia de la política, que es un constructo humano para resolver el conflicto social a partir de la razón y del conocimiento. Incluso se da la paradoja de que un partido como Vox esté subiendo en las encuestas sin que se conozcan sus propuestas sobre la vivienda, las pensiones o la calidad en el empleo, que son algunas de las cuestiones que más preocupan a los españoles.

Política convencional

La primera consecuencia de este fenómeno meramente reactivo a la política convencional es su ineficacia. Se habla mucho de políticos —hasta el aburrimiento del sanchismo o de Ayuso—, pero poco de políticas, lo que en el fondo supone una degradación de la conversación pública. Asuntos como las pensiones, los salarios, la inmigración o la política sanitaria se abordan desde posiciones previas en función de quién es su protagonista. Incluso los asuntos de política exterior, como el genocidio que está cometiendo Israel en la Franja de Gaza, se trasladan al debate de la política doméstica.

La fiscalización de la gestión pública es, de hecho, cada vez menos relevante como determinante del voto

El resultado, como no puede ser de otra manera, es un debilitamiento de la política exterior, que hubiera podido ser más eficaz en todos los frentes con un mayor respaldo de todas las fuerzas políticas. No es que Netanyahu hubiera movido un dedo para detener la matanza, pero al menos el país mantendría una posición unitaria en un asunto en el que la mayoría de la población (incluyendo los votantes conservadores) está de acuerdo: hay que detener lo que allí sucede. Sin miedo a exagerar se puede decir, de hecho, que si el presidente del Gobierno hubiera apoyado las matanzas de Netanyahu, muchos de quienes ahora lo atacan por la posición de la Moncloa estarían en contra de las políticas nauseambundas del primer ministro israelí.

Sorprende, en este sentido, el apoyo ciego de determinados sectores a Israel cuando históricamente la derecha no ha querido saber nada de los sufrimientos del pueblo judío. Conviene recordar que hubo que esperar a 1986 (han leído bien) para que España, con un Gobierno socialista, reconociera a Israel como Estado, una década después de la muerte del dictador, que siempre se negó al reconocimiento por su vieja amistad con el mundo árabe. ‘Cosas veredes..’

Foto: junqueras-giro-ideologico-erc-centralidad-illa

Traer los problemas de las relaciones internacionales a la política doméstica no es gratis. Significa, entre otras cosas, orillar las cuestiones nacionales, lo que en última instancia hace de la política algo inútil, con las consecuencias que ello tiene.

Lo singular es que mientras eso ocurre, y a la luz del último barómetro del CIS, la política internacional se sitúa en el puesto treinta y tres de las preocupaciones de los españoles, por debajo de la ocupación de viviendas. Es decir, lo que ocurre fuera no preocupa, pero, sin embargo, condiciona de forma determinante el voto. Ahí están, por ejemplo, fenómenos como los de Trump o Milei, con un claro respaldo por partede muchos españoles pese al desinterés, y en la mayoría de las ocasiones el desconocimiento, de las relaciones internacionales. El caso de Milei es paradigmático porque su castillo de naipes ha comenzado a hundirse, pero en lugar de enjuiciar los errores de su política cambiaria, muchos han echado la culpa a la oposición tras haber ganado las últimas legislativas de Buenos Aires.

Juicios políticos

La política internacional, sin embargo, tiene una enorme capacidad para polarizar posiciones en la política doméstica. Probablemente, porque ante la complejidad del análisis — obviamente no es fácil entender qué sucede en otros países desde una óptica nacional a menos que uno sea un experto— se cae en un ejercicio binario: bueno o malo, a favor o en contra.

Es decir, el análisis político se reduce a un apoyo ciego a una u otra tesis sin comprender realmente las razones que explican determinadas posiciones políticas. Incluso se importan cuestiones como si se tratara de una mercancía. La inmigración, por ejemplo, es el segundo problema de los españoles, según el CIS, pero cuando se les pregunta cómo les afecta a ellos personalmente en su vida diaria esa preocupación baja a la quinta posición, pero a una distancia considerable respecto de las cuatro primeras (situación económica, vivienda, sanidad y calidad en el empleo). Vox, sin embargo, sube como la espuma al calor de la represión de la inmigración, y hasta Feijóo se ha visto obligado a desplazar su discurso hacia la derecha.

Los asuntos de política exterior, como el genocidio que comete Israel en Gaza, se trasladan al debate de la política doméstica

Esta visión binaria de lo que nos pasa —sí o no— necesariamente conduce a un subjetivismo moral que hace que nuestra interpretación de la realidad se quiera convertir en una verdad universal. Es decir, los juicios políticos se construyen a partir de una óptica individualista que desprecia el acervo intelectual de las generaciones anteriores. Por eso, precisamente, y en coherencia con ese pensamiento, sobran las instituciones y emergen los salvapatrias.

El gobernador de Utah, Spencer Cox, tras el asesinato de Charlie Kirk, hizo un memorable discurso que conviene no olvidar. Cox, hay que decir, es republicano, pero del viejo partido republicano y no de quienes se han apropiado de ese espacio político, y en su alegato dijo: “Las redes sociales son un cáncer para nuestra sociedad en este momento. Y animaría a la gente a desconectarse, a apagarlas, a tocar la hierba, a abrazar a un familiar”.

La clave está en la expresión en inglés touch grass (tocar la hierba), muy utilizada en el mundo anglosajón, y que viene a ser una reivindicación de la política práctica. Es decir, aquella que es capaz de identificar bien la naturaleza del conflicto social para resolverlo. Tocar la hierba significa abandonar el activismo que se vuelve inútil. O la política entendida como un campo de confrontación dialéctica, pero incapaz de dar respuestas. ¿La consecuencia? El ostracismo de las instituciones que conservan el pensamiento a partir de la experiencia práctica conduce necesariamente a una edad oscura.

El historiador de las ideas Anton Jäger lo ha llamado hiperpolítica. Se refiere a la contradicción que supone la existencia de un mundo hiperpolitizado, en particular desde la gran crisis financiera de 2008, y sus consecuencias prácticas. Viene a decir Jäger que es una auténtica paradoja que una sociedad movilizada políticamente por diversos fenómenos sea, al mismo tiempo, incapaz de encontrar las respuestas adecuadas. Lo achaca en parte a que ese activismo, por diversas razones, no ha podido o sabido transformarse en instituciones duraderas, al contrario que en el pasado, cuando florecían diversas formas de asociacionismo. La segunda parte del siglo XX, de hecho, fue un largo periodo de cristalización de instituciones, muchas de ellas venían del pasado, que han condicionado de forma efectiva la toma de decisiones.

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