La responsabilidad política no se extingue con una o varias dimisiones si, en paralelo, no se abordan las causas últimas de lo acontecido, y de ahí que el primer paso sea la rendición de cuentas ante el parlamento
Mazón visita Torrevieja tras las inundaciones de esta semana. (EFE)
Si la política, como sostiene Carl Schmitt, se reduce a la mera distinción entre amigo y enemigo, es probable que una de las principales características de la democracia, el control del poder, quede borrado del campo de juego. Precisamente, porque la falsa disyuntiva elimina de un plumazo un concepto anexo al del control del poder, y que no es otro que la rendición de cuentas, cuya utilidad última se encuentra en su eficacia. No es para nada una mera descripción cuantitativa de los hechos ni puede ser desmadejada al calor de una simple mayoría parlamentaria. Ni, por supuesto, puede ser ninguneada porque el afectado es ‘de los míos’.
La rendición de cuentas, es más, no es sólo informar sobre los resultados de determinadas políticas de forma anodina y burocrática, sino que va más allá. Incorpora un bien común como es la responsabilidad política. No en vano, la democracia es un ser vivo que se nutre de los vaivenes de la opinión pública, que, por su propia naturaleza, es cambiante. Lo que hoy se considera inaceptable no lo era en el pasado, y viceversa.
Esto es así porque no es suficiente un sistema de representación basado en los resultados electorales, sino que la legitimidad del poder se constata diariamente en cada hecho político, lo que necesariamente incluye una ineludible ética de la responsabilidad en el archiconocido sentido que le quiso dar Max Weber.
La rendición de cuentas, de hecho, es la columna vertebral de la separación de poderes, ya que de otra manera sería innecesaria la compartimentación del Estado democrático, como asimismo lo es la transparencia en la gestión de los recursos públicos. Precisamente, porque la publicidad (como sucede en el ámbito de la justicia cuando emite sentencias) es fuente de legitimación del poder.
Lo que las democracias saben es que cuando el poder, en su sentido más amplio, se concentra de forma hegemónica y cesarista en torno al líder, la rendición de cuentas desaparece. Es decir, la responsabilidad política reclama unos mecanismos de vigilancia eficaces para no convertirse en un mero aparato propagandístico. O, en otros casos, en una excitación estéril que solo busca el indulto de la opinión pública. El célebre ‘y tú más’.
Los fallos del sistema
En los últimos tiempos, la democracia española ha vivido diferentes episodios en los que se constatan algunos fallos del sistema. La muy deficiente gestión de las inundaciones en Valencia hace ahora un año por parte del Gobierno de la Generalitat; la ineficacia en la prevención y extinción de los incendios en las regiones más afectadas del noroeste de España; los errores en el funcionamiento de las pulseras de control telemático que protege a las mujeres de los maltratadores y, más recientemente, los gravísimos fallos en las pruebas de diagnóstico de las mujeres andaluzas no son más que ejemplos de un sistema endogámico que tiende a proteger a los suyos. Incluso la existencia de presuntos casos de corrupción en las élites de los partidos no encuentran una censura política por parte de las organizaciones.
Se entiende, aunque no se justifica, que el poder ejecutivo, en cualquiera de sus ámbitos, intente protegerse de sus propias grietas, pero en los sistemas parlamentarios es en las cámaras de representación donde descansa en última instancia el control de los gobiernos.
Es decir, corresponde a los representantes de la soberanía popular hacer que la rendición de cuentas sea efectiva. Lo contrario sería defraudar una de sus principales funciones además de aprobar las leyes: el control del poder mediante diferentes instrumentos. Sorprende, en este sentido, que en un país tan generoso a la hora de promover la constitución de comisiones de investigación sea tan parco y pasivo cuando se trata de cuestiones muy relevantes que escandalizan a muchos debido a la existencia de mayorías parlamentarias que tienden a protegerse. Como sorprende la existencia estéril de esa figura, meramente retórica y por lo tanto inútil, de la reprobación, sin ningún encaje constitucional.
Ni en Castilla y León ni en la Comunidad Valenciana ni en el Congreso de los Diputados ni en Andalucía ha habido una respuesta correcta a hechos extremadamente graves que merecen una censura parlamentaria sin titubeos. Es posible que debido a que aquella distinción amigo-enemigo se haya instalado en la cultura del poder. Es como si el control de la autoridad se pudiera ejercer sólo desde la oposición, pero no desde el poder local, autonómico o central, lo que en realidad vacía de contenido la rendición de cuentas que, como se ha dicho, es parte indeleble de los sistemas parlamentarios.
Emerge, por así decirlo, una suerte de irresponsabilidad política que desnaturaliza la propia democracia, muchas veces amparándose en una cuestión competencial para zafarse de la rendición de cuentas o, incluso, de la responsabilidad política sobre determinadas materias. La no presentación de los Presupuestos Generales del Estado en tiempo y forma por una supuesta razón de Estado (‘vienen la derecha y la extrema derecha’) forma parte, en este sentido, de la irresponsabilidad política, en el sentido formal del término, no sancionada por los poderes públicos.
Responsabilidad política y penal
Ya en los años 80 y 90 se puso de moda —en la dictadura no había debate posible porque la libertad era una quimera— una falsa distinción que venía a situar en el ámbito del derecho penal la responsabilidad política. Es decir, todo lo que no fuera ilegal se podía hacer, ya que el ámbito de la política era soberano al estar amparado por determinadas mayorías parlamentarias. Pero eso sería lo mismo que dar carta de naturaleza a la irresponsabilidad política, que es contraria a los valores constitucionales. Entre otras razones, porque, como muchos han dicho, la responsabilidad del Gobierno ante el parlamento es la verdadera piedra angular del parlamentarismo, y así se plasmó en el artículo 108 de la Constitución. Lo que sucedió en torno a los ERE en Andalucía es un buen ejemplo de cómo la responsabilidad política se trasladó al ámbito penal con los resultados que todos conocen.
Es por eso por lo que los errores o la mala gestión de la cosa pública necesitan una sanción material que no tiene por qué ser necesariamente en el orden penal, sino político. En ocasiones, de hecho, ni siquiera basta con una dimisión del responsable directo, que casi siempre es lo más fácil para salir del paso y así evitar una censura mayor y proteger al líder, sino que hay que analizar las causas últimas del error producido, que suele ser compartido porque forma parte de la estrategia global del Gobierno. Entre otros motivos porque la propia Constitución habla de la responsabilidad solidaria de todos los miembros del Ejecutivo.
Tanto en el caso de los incendios como en el de las mamografías, lo que ha fallado es un modelo de gestión de los recursos públicos, cuya ámbito, evidentemente, excede a los responsables políticos más directamente concernidos y, por supuesto, con más razón, la de sus subordinados. La responsabilidad política, de hecho, no se extingue con una o varias dimisiones si, en paralelo, no se abordan las causas últimas de lo acontecido, y de ahí que el primer paso sea la rendición de cuentas ante el parlamento para explicar lo que ha pasado en un asunto tan grave. En la legislación británica, por ejemplo, si un ministro engaña (o en el caso de España en asuntos autonómicos un consejero o consejera) debe presentar inmediatamente su renuncia a quien lo nombró.
Es decir, si no se analizan las causas estructurales que han hecho posible los fallos en cadena, y cuyas competencias no sólo dependen de la consejera o consejero de turno, difícilmente se puede hablar de responsabilidad política o de rendición de cuentas. Al fin y al cabo, como decía Weber, sólo hay dos pecados mortales en la política: la falta de objetividad y la irresponsabilidad. Dimitir, como se decía en el 15-M, no es un nombre ruso.
Si la política, como sostiene Carl Schmitt, se reduce a la mera distinción entre amigo y enemigo, es probable que una de las principales características de la democracia, el control del poder, quede borrado del campo de juego. Precisamente, porque la falsa disyuntiva elimina de un plumazo un concepto anexo al del control del poder, y que no es otro que la rendición de cuentas, cuya utilidad última se encuentra en su eficacia. No es para nada una mera descripción cuantitativa de los hechos ni puede ser desmadejada al calor de una simple mayoría parlamentaria. Ni, por supuesto, puede ser ninguneada porque el afectado es ‘de los míos’.