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El cliente ya nunca tiene la razón: así nos timan y consiguen que la culpa sea nuestra
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Héctor G. Barnés

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El cliente ya nunca tiene la razón: así nos timan y consiguen que la culpa sea nuestra

Un preocupante nuevo discurso señala al consumidor como el principal culpable de haber sido timado por haber elegido mal. Mientras tanto, las compañías siguen contando billetes

Foto: Coachella, súmum del espectáculo musical y modelo para el Mad Cool. (Reuters/Lucy Nicholson)
Coachella, súmum del espectáculo musical y modelo para el Mad Cool. (Reuters/Lucy Nicholson)

Aplastado contra una barra de latón bañada en cerveza, consigo darme la vuelta y entreveo a mi pareja intentando cazar un poco de aire fresco asomando entre las decenas de personas que, crispadas y ansiosas, intentan alcanzar su sueño de esa noche de verano: gastarse 10 euros en un mini. Delante de mí, tres chavales intentan como pueden que esa turba que ha pasado cuatro horas acumulando mala leche no los devore. Por supuesto, hablo del Mad Cool, ese proyecto de macrofestival europeo tope gama derivado en drama generacional y Coachella de baratillo, como ya se ha contado hasta la saciedad. Como cantaba Neil Young, que irónicamente actuó en su primera edición, "te pagan por una cosa, pero te dan otra".

La sensación de miedo, peligro y malestar que experimenté aquella primera jornada no la había tenido en mis 20 años acudiendo a conciertos y festivales. A lo largo del fin de semana, conocidos de la industria, estupefactos, apuntaban en una misma dirección: era algo fácilmente subsanable con un poco más de inversión en recursos. La incógnita es, dado que las entradas no son precisamente una ganga, cómo es posible que algunos festivales garanticen en un mismo contexto unas condiciones de comodidad razonablemente buenas, y otros encadenen errores que lo convierten hasta que consiguen que pasar allí unas horas sea inaguantable. Y, sobre todo, cómo es posible que las administraciones (que, en este caso, han puesto 700.000 euros en subvenciones y otros 90.000 en transporte) lo permitan.

Se exige cada vez más al consumidor y menos a las empresas, como si la culpa de una estafa fuese del que se ha gastado el dinero


A medida que la indignación se desataba, comenzaba a surgir en redes sociales una lectura alternativa por parte de aquellos que no habían acudido. Esta venía a decir, más o menos, que la culpa es de la gente, que no aprende. El argumento exacto variaba, desde aquellos que sugerían que el público es olvidadizo y se obnubila ante un par de nombres relucientes (¡Pearl Jam! ¡Massive Attack!, ejem) hasta los que lamentaban que la gente siguiese acudiendo a eventos masivos y no a pequeñas salas (revelación: se puede hacer ambas cosas a la vez) pasando por los que, directamente, consideraban que el público, unos quejicas 'hipsters', lo tenía bien merecido. Ya se sabe que para darse un poco de lustre no hay nada como la superioridad moral, aunque sea mirando al dedo y no a la luna.

El caso del Mad Cool es un caso extremo de la perversión de la relación entre cliente y empresa, pero resume bien algunas de las preocupantes tendencias del consumo moderno, reduciéndolas al absurdo. La lógica es la siguiente: si te engañan, es tu culpa, porque has consumido mal. Si hubieses acertado, habrías empleado correctamente tu dinero, pero no ha sido así. En dicha visión, el único poder que tiene el ciudadano es, como siempre, el que da el dinero: elige esto o aquello, paga o no pagues. Pero este mismo razonamiento libera de toda responsabilidad a empresas y administraciones de ofrecer un producto digno para centrarse en el consumidor, víctima y verdugo, culpable y sufridor. Mientras tanto, la máquina de hacer billetes nunca para.

placeholder Si quieres viajar en avión cómodamente, no puedes conformarte con la tarifa básica. (EFE)
Si quieres viajar en avión cómodamente, no puedes conformarte con la tarifa básica. (EFE)

Otro buen ejemplo es la telefonía móvil, donde las empresas ya han aceptado que su objetivo no es retener a los clientes a través de un buen servicio, sino aceptar que estos van a venderse al mejor postor en cuanto tengan un problema. Hemos llegado a una era de rendición: puesto que es difícil influir en la calidad de los servicios de las empresas, cada vez más devaluados, nuestra única arma y derecho es la de ser consumidores (no ciudadanos). Si lo único que quieres es que el producto o servicio que has adquirido tenga un mínimo de seguridad —tanto hacia el consumidor como para sus trabajadores—, eres o un 'hater' o un pardillo que ha picado. Es la lógica del mercado llevada al extremo, puesto que lo único que parece que puede hacer reaccionar a una compañía es la competencia. El mercado, amigos.

Por supuesto, los consumidores tenemos nuestra parte de responsabilidad a la hora de conocer el funcionamiento de una empresa. Pero ello ha derivado en una suerte de 'victim blaming' del consumo, en el que las compañías pueden perpetrar toda clase de atropellos, lavarse las manos y aducir que, bueno, el comprador es soberano y él mismo está financiando con su dinero esos servicios, en un paradójico círculo vicioso. Es de una inocencia apabullante pensar que un festival que vende 240.000 entradas se va a ver afectado por que un porcentaje del público deje de adquirir su ticket el año que viene, como un rasguño en el casco de un transatlántico. Lo que no es tan inocente es que las autoridades públicas exijan con seriedad a las compañías que respeten al consumidor. Mientras tanto, este estará desvalido ante los usos y abusos de estas, con la única salida de las asociaciones de consumidores (Facua, por cierto, anima al público del festival a reclamar).

La era 'premium': paga o sufre

En 1965, Ralph Nader publicó 'Inseguro a cualquier velocidad', un hito en la historia de los derechos de los consumidores en EEUU. En el primer capítulo del libro, desvelaba que el diseño del Chevrolet Corvair, uno de los vehículos de moda, había provocado que los accidentes "de un hombre" (sin intervención de otro coche) se hubiesen disparado. El motivo era haber favorecido el atractivo visual por encima de la seguridad, y haber pasado por alto las recomendaciones de los mecánicos, ocultando a los compradores este problema. Fue un antes y un después, ya que por primera vez consideraba al conductor como un consumidor y, por lo tanto, señalaba a los fabricantes como responsables de la seguridad de sus vehículos.

Hemos terminando tomando como un lujo aquello que debería ser normal: comodidad, respeto al consumidor y trabajadores bien remunerados

Nader, a quien entrevistó El Confidencial, se convirtió durante las siguientes décadas en la cara visible del movimiento por los derechos de los consumidores, exigiendo a las empresas que rindiesen cuentas a esa sociedad de la que obtienen sus beneficios. Una de las herramientas a través de la que se articuló fueron las acciones de clase ('class action'), un tipo de acción legal que permitía que un grupo de consumidores demandase en conjunto a una empresa. No se trataba tan solo de reivindicar los derechos del cliente, sino una acción política que intentaba compensar una relación asimétrica entre compañías y consumidores, que suele dar a los primeros barra libre para exprimir a los segundos, sobre todo en un contexto de monopolio creciente.

La masificación del consumo ha terminado atomizando estas reivindicaciones, y el cliente ha pasado de tener siempre la razón a no tenerla nunca. Un amigo, a propósito de lo ocurrido en el fin de semana pasado, lamentaba que hayamos terminando tomando como una excepción, casi un lujo, aquello que debería ser normal: cierta comodidad, trabajadores bien remunerados y que no intenten sacarte pasta continuamente con servicios adicionales. Pero vivimos en la era 'premium', lo cual quiere decir que si queremos disfrutar del producto que hemos adquirido en condiciones 'normales' debemos pagar más. Ocurre en los aviones, que han despiezado sus billetes y degradado su producto de forma que se castigue al que tan solo adquiera una tarifa básica. También en los bancos, que comienzan a cobrar por las operaciones de menor valor. Todo ello tiene algo en común, que es hacer pasar al consumidor una y otra vez por caja.

placeholder Nader, ante el senado estadounidense. (Corbis)
Nader, ante el senado estadounidense. (Corbis)

Esto también se ha trasladado a los festivales de música, expresión máxima del nuevo consumismo, en forma de caras zonas VIP que dan acceso a las primeras filas. Una medida que dio lugar a zonas vacías frente al escenario mientras la gente se agolpaba atrás, rumiando su furia bajo el sol, y que llevó a que Josh Homme de Queens of the Stone Age pidiese a la seguridad que dejase entrar a esa zona al resto del público. Es una buena pista de lo que está por venir si no se hace nada al respecto y dejamos de culpar a quien no tiene la culpa y promoviendo boicots utópicos: monopolios salvajes que estrujan a sus consumidores y empleados hasta que sangran el último euro mientras las administraciones permanecen de brazos cruzados, financiando sus desmanes con el dinero de los contribuyentes.

Aplastado contra una barra de latón bañada en cerveza, consigo darme la vuelta y entreveo a mi pareja intentando cazar un poco de aire fresco asomando entre las decenas de personas que, crispadas y ansiosas, intentan alcanzar su sueño de esa noche de verano: gastarse 10 euros en un mini. Delante de mí, tres chavales intentan como pueden que esa turba que ha pasado cuatro horas acumulando mala leche no los devore. Por supuesto, hablo del Mad Cool, ese proyecto de macrofestival europeo tope gama derivado en drama generacional y Coachella de baratillo, como ya se ha contado hasta la saciedad. Como cantaba Neil Young, que irónicamente actuó en su primera edición, "te pagan por una cosa, pero te dan otra".

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