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Cómo conocí a un muerto en eBay, lloré con su historia y al final no le compré nada
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Héctor G. Barnés

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Cómo conocí a un muerto en eBay, lloré con su historia y al final no le compré nada

O sobre cómo buscando un disco de blues me topé con una de las historias más tristes que he conocido. Un drama a la vista de todos, perdido en un lejano rincón de la red

Foto: Foto: iStock.
Foto: iStock.

Todo comenzó con una canción de blues. Probablemente fuese escuchar 'I Can't Quit You Baby' de Otis Rush (¡ese aullido inicial!) en una pesada sobremesa lo que me llevase el pasado verano, en una de esas tardes de aburrimiento consumista, a bucear por eBay en busca de una caja que la House of Blues, la institución que preserva el legado del género, había publicado a finales de los noventa. Hacía años y años que estaba descatalogada, por lo que solo quedaba recurrir al mercado 'online' de segunda mano. ¿La necesitaba? No, pero cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo y le saca lustre a la tarjeta de crédito.

Fue entonces cuando me topé con él. De todas las (pocas) copias disponibles, había una en mucho mejor estado que el resto. Aunque llevaba abierta unos cuantos años y los discos se habían puesto alguna vez que otra, por lo demás, estaba como nueva. Como hay que ser precavidos, eché un vistazo a la descripción. La vendedora era una sonriente mujer de unos 50 años de algún estado del norte de EEUU, a juzgar por su foto de perfil. La caja no era suya: había pertenecido a su hijo, que había fallecido después de una larga enfermedad. Los discos estaban en buen estado, explicaba, porque su retoño —un veinteañero que se llamaba ¿Chad?, ¿Matt?, ¿Todd?— era muy cuidadoso con sus pertenencias, a las que tenía un gran cariño. Ahora, las estaba vendiendo todas por la red.

¿Hay algo más trágico que una madre vendiendo los objetos sin abrir que su hijo nunca pudo disfrutar?

Quizá aún haya que inventar la palabra que resuma el vértigo existencial que se apoderó de mí durante la siguiente hora. Cada detalle que descubrí mientras investigaba, fruto de una mezcla de cariñosa simpatía e insano morbo, hacía un poco más profunda esa sensación de desasosiego. La mujer pedía a los compradores que fuesen comprensivos con ella, porque tenía problemas de vista y quizá las fotografías no fuesen lo suficientemente buenas. Cuando eché un vistazo al resto de objetos en venta, me sorprendió encontrar alguna que otra bufanda o jersey de ganchillo. La madre explicaba que los había tejido por afición durante las largas horas que había pasado cuidando a su hijo, un 'hobby' que había tenido que abandonar recientemente por su mala visión. No obstante, esperaba que alguien se sintiese interesado por ello.

Pasar página tras página del catálogo era como pasear virtualmente por el mercadillo de un muerto. No solo vendía discos que yo ya tenía, sino también revistas antiguas de videojuegos de Nintendo (por las que deduje que debía de tener una edad semejante a la mía), novelas de terror (creo recordar que también le gustaba Stephen King), tebeos de 'Tales from the Crypt' y juegos de rol. Uno de ellos, uno de esos voluminosos y caros manuales de 'Dragones y mazmorras', aún tenía el precinto puesto. ¿Hay algo más trágico que vender un objeto que nunca pudo ser utilizado por quien lo deseaba? Quizá recuerden el microrrelato de Hemingway: "Se venden zapatos de bebé, sin estrenar"…

placeholder Qué queda de nosotros cuando nos marchamos. (iStock)
Qué queda de nosotros cuando nos marchamos. (iStock)

Ya no estaba visitando un santuario, sino que de repente me sentí como si yo fuese el espectro que estaba viendo lo que había dejado atrás tras su muerte. Podrían haber sido mis discos, podría haber sido mi juego de rol —que abriría cuando llegasen las vacaciones, o mi salud mejorase—, podrían haber sido mis novelas, podría haber sido yo, podría haber sido mi madre. Para sacudirme de encima esa incómoda sensación, recurrí a la racionalización teórica: los objetos de consumo como médium entre los vivos y los muertos, el mundo virtual como involuntario expositor de desgracias ajenas, la necesidad de deshacerse de lo material para conservar lo espiritual... Pero antes de seguir, contaré otra historia.

El fantasma en la máquina

Hace unos años, alguien contó casualmente una historia llamativa en los comentarios de un vídeo de YouTube. Era un adolescente que había perdido a su padre cuando tenía seis años. Durante casi una década, contaba, no pudo volver a poner el Rally Sports Challenge, con el que jugaba cuando era demasiado pequeño, porque le traía demasiados recuerdos de su infancia.

Si hubiese comprado los discos, cada vez que los hubiese visto habría recordado que la enfermedad y la muerte están a la vuelta de la esquina

No fue hasta unos cuantos años más tarde cuando se decidió a volver a darle al botón de encendido de la consola. Al comenzar la partida, y como me ocurriría a mí el pasado verano tras clicar por casualidad en un producto de eBay, se encontró con un espectro: el de su padre. "¿Sabéis, cuando haces una contrarreloj, que el coche que ha dado la vuelta más rápida queda grabado como un fantasma?", preguntaba. "Así es: su fantasma aún da vueltas por la pista".

El chaval contaba cómo pasó bastante tiempo compitiendo con esa imagen virtual de su padre que aparecía cada vez que ponía la consola, intentando superarle por fin, años después de que hubiese muerto. Día tras día, se encontraba un poco más cerca de superarle, hasta que por fin consiguió adelantarle. Sin embargo, cuando llegó a la línea de meta, se detuvo para dejar que el fantasma de su padre le rebasase. De lo contrario, habría desaparecido para siempre.

placeholder Una imagen del Rally Sports Challenge.
Una imagen del Rally Sports Challenge.

Una cosa más: el pasado mes salió a subasta la colección de 'memorabilia' que el crítico de rock Jordi Tardà había acumulado durante décadas, una de las más grandes de Europa. Estuvieron expuestas apenas un año en el Museo del Rock, antes de que cerrase sus puertas y su dueño falleciese en 2015. Hace no mucho, uno podía echar un vistazo en la página de Setdart a todos esos discos de los Beatles, carteles de los Stones y guitarras legendarias en posesión del autor. Ahí siguen, a la vista de todos.

Otra: pocos meses después de la muerte de David Bowie salieron a subasta 400 obras de su colección privada de arte. Basquiat, Damien Hirst o Tintoretto. Era un coleccionista "obsesivo y adictivo". Hoy, esos cuadros que admiró están repartidos por el mundo, quizá portando en ellos parte del alma del autor de 'Blackstar'.

Volvamos…

No recuerdo exactamente qué pasó, pero después de una semana entrando una y otra vez en la página de la madre de Ryan (o Bart, o Evan), decidí que no iba a comprar la caja del House of Blues. Mi parte racional me decía que era por un motivo razonable: los gastos de envío subían el precio una barbaridad. Pero inconscientemente sabía que había algo en esos discos que me exigían una responsabilidad a la que no podía enfrentarme. Era el legado de un muerto, casi un objeto mágico cargado con el peso de memorias, deseos y frustraciones, de una alegría derivada en tristeza. Más aún: en mi estantería sería el recuerdo constante de que algo puede ir mal en cualquier momento, que ninguna familia está a salvo de la enfermedad y la muerte.

Todas las opiniones inciden en la amabilidad y velocidad de esa madre que día tras día empaqueta las cosas de su hijo para dárselas a desconocidos

De manera algo infantil, pensé en enviarle un mail a la madre de Todd, aunque no le comprase nada. Pero ¿qué le iba a decir? ¿Que había husmeado en lo que vendían, que su historia me había parecido muy triste y que podía contar conmigo para lo que fuese (mentira podrida)? ¿Que esperaba que todo le fuese bien? ¿Que sentía que me había podido pasar a mí? En realidad, ¿quién necesita que un extraño cuya única conexión contigo es un portal de internet que usan millones de personas se compadezca de ti? ¿Lo hacía en realidad por ellos o, simplemente, por mí, para sentirme un poco mejor?

Los meses han pasado hasta que, con el frío y la oscuridad, me he acordado de esa madre. He pasado los últimos días intentando encontrarlos por internet para terminar de escribir esta columna, sin éxito. Hoy, finalmente, lo he conseguido, y su perfil está abierto en mi explorador. El chaval, descubro, se llamaba Michael y falleció en junio de 2014. Aún siguen ahí los gorritos de croché: "Hice un montón cuando mi hijo estaba enfermo". Hay un VHS de 'Aladdin', un libro sobre Hayao Miyazaki y un disco de Nirvana: lo tengo todo. Lo que ha desaparecido ha sido la caja de discos de blues, tan solo espero que esté en buenas manos. Las 173 opiniones de los vendedores son positivas, y todas ellas inciden en la amabilidad y velocidad de esa madre que día tras día empaqueta las cosas de su hijo para enviárselas a desconocidos. Y cuando llego a un comentario en el que el comprador le da las gracias por lo muchísimo que está disfrutando la novela que le ha comprado, no puedo evitar sentir que un círculo invisible se ha cerrado.

Todo comenzó con una canción de blues. Probablemente fuese escuchar 'I Can't Quit You Baby' de Otis Rush (¡ese aullido inicial!) en una pesada sobremesa lo que me llevase el pasado verano, en una de esas tardes de aburrimiento consumista, a bucear por eBay en busca de una caja que la House of Blues, la institución que preserva el legado del género, había publicado a finales de los noventa. Hacía años y años que estaba descatalogada, por lo que solo quedaba recurrir al mercado 'online' de segunda mano. ¿La necesitaba? No, pero cuando el diablo no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo y le saca lustre a la tarjeta de crédito.

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