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Algo se rompe a los 35 años: no es que España no quiera tener más hijos, es que no puede
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Héctor G. Barnés

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Algo se rompe a los 35 años: no es que España no quiera tener más hijos, es que no puede

La natalidad española se encuentra en sus niveles más bajos, pero seguimos queriendo tener dos o tres hijos. Algo va mal si hay tanta distancia entre deseos y realidad

Foto: El paraíso perdido de la infancia española. (iStock)
El paraíso perdido de la infancia española. (iStock)

Unos amigos acaban de tener su tercer hijo, y en casa nos parece imposible. Según el momento de la conversación en el que nos encontremos, se nos antoja una maldición, un privilegio o un peligro que hemos sabido sortear. Al final, uno hace las paces consigo mismo y, cual zorra y uvas, decide sentirse afortunado por no tener que aguantar noches sin dormir, boquetes insondables en la cuenta corriente y equilibrismos entre curro y casa que terminarán pasando factura más pronto que tarde. Para qué sacrificar una vida más o menos cómoda que nos permite salir a cenar a menudo, ver una película sin tener que ponerse bizco vigilando a los niños o viajar a la otra esquina del mundo sin pedir favorazos a los abuelos.

Entonces, llega el Instituto Nacional de Estadística y nos arroja a la cara nuestros anhelos más profundos en forma de datos. Por resumir brevemente la Encuesta de Fecundidad, alrededor de la mitad de mujeres de entre 18 y 55 años desean tener dos hijos en total, y una cuarta parte, tres. Los datos no son muy diferentes entre los hombres: la mayoría de ellos –nosotros– queremos alrededor de dos hijos, y cerca del 20% de mayores de 30 desean tres. Supongo que están pensado lo mismo que yo: si la tasa de natalidad española se encuentra en 1,33 nacimientos por cada mujer y el pasado año registramos la más baja desde hace 40 años, con 8,4 nacimientos por cada mil habitantes, hay una gran distancia entre lo que esperábamos y lo que ocurre.

Después de esa edad, el futuro deja de medirse en términos personales y familiares y pasa a ser sustituido por lo laboral, refugio de desencantos

Sin echarle demasiada imaginación, uno puede trazar una narración más o menos estereotípica de la vida de los nacidos entre 1970 y 1995 con el puñado de porcentajes proporcionados por el INE. Antes de los 25 años, las mujeres no quieren tener hijos porque son demasiado jóvenes. Lógico. Son los años de la universidad, el máster, el doctorado, la precariedad y, en definitiva, todos esos pasos que hay que dar ¡obligatoriamente! si uno quiere esquivar la amenaza del paro que se cierne sobre todos nosotros. Tener un hijo antes de los 25 es una locura, nos repiten, aunque hace no tanto tiempo, en un contexto aún menos halagüeño, fuese lo habitual.

El verdadero cambio de tendencia, el momento en el que nuestras cabezas hacen click, se encuentra en algún momento a lo largo de la década de los 30. El informe marca la separación concretamente a los 35. Antes de esa edad, casi la mitad de mujeres desvelan que esperan tener más hijos. Algo ocurre en la mitad de la tercera década, porque la gráfica cambia completamente. Entre los 35 y los 39 años, ya solo un 22,1% de mujeres creen que tendrán más descendencia. Es entonces cuando las “razones económicas” para no tener hijos pegan un subidón del doble (del 14,2% al 25,1%) que se complementan con la vieja conocida “conciliación de la vida familiar y laboral”.

placeholder No es solo la despedida de un personaje, es el adiós a tu propio pasado.
No es solo la despedida de un personaje, es el adiós a tu propio pasado.

Si uno anda por esa edad, no le resultará difícil traducir los datos en experiencias. La posibilidad de tener niños abandona poco a poco los temas de conversación entre amigos a medida que se hace evidente que puede ser espinoso. A los 20, aunque parezca paradójico, la paternidad es un tema más cómodo que a los 35, porque aún se encuentra en un futuro indeterminado, como los coches voladores o la abolición del trabajo. A los 35, apela o un futuro inmediato o un presente a punto de convertirse en pasado. El signo más doloroso de que aquellos sueños que se tenían de joven no se han cumplido y que quizá ya sea demasiado tarde.

Como perturbador reflejo de la estadística antes mentada, el futuro deja de medirse en términos familiares y personales para evolucionar hacia lo laboral, que se ha convertido en recurrente refugio de ambiciones. Dicho mal y pronto, si has renunciado a tener hijos –o querías tener tres y te has quedado en dos–, más te vale que sea porque lo estás petando en el curro. Si es así, volvemos a la casilla “conciliación de la vida familiar y laboral”; si no, a la de “razones económicas”. A mí ya no me preguntan si voy a tener hijos, sino si voy a sacar otro libro. Hay, detrás de esa buena intención, un severo aviso: o eliges una cosa o la otra, o estás tirando tu vida por el sumidero.

Réquiem por un país que ya no existe

Cabe otra posibilidad, y es que bajo esta brecha lata la melancolía por una forma de vida en extinción, la reformulación de unas expectativas generacionales. Si le preguntas a un niño pequeño qué quiere ser de mayor, es muy posible que su respuesta sea la profesión de alguno de sus padres. Si lo haces con un adolescente, marcará distancias contestando algo completamente opuesto. Algo parecido pasa con la descendencia. Si nuestra infancia ha sido más o menos feliz, tendemos a desear el mismo estilo de vida que nos regalaron nuestros progenitores. Y eso implica el pack entero, tener dos o tres hijos incluido.

La familia es parte esencial de ese paraíso mental de la infancia de amistad, despreocupación y sentimiento de pertenencia

Identificamos esa vida en familia, con muchos hermanos y primos, tan característica de las sociedades mediterráneas, con un paraíso perdido al que pensamos volver de mano de nuestros hijos. La realidad se va imponiendo, y poco a poco nos vemos obligados a encontrar otras alternativas a la recuperación de ese pasado que poco a poco admitimos que no era más que una fantasía. La familia es parte clave de ese universo que configura nuestras infancias: la despreocupación, la amistad, la sensación de pertenecer a algún lugar o el reconfortante sentimiento de que la mayoría de las cosas no cambiarían y que, las que lo hiciesen, lo harían a mejor. Uno desea tener dos o tres hijos, en parte, porque desea que el futuro se parezca al pasado.

Creo que soy el único español que no ha visto nunca un capítulo entero de 'Cuéntame', pero me ha parecido bastante apropiado el adiós del actor Ricardo Gómez (el Carlitos narrador). Si la serie ha sido capaz de reunir durante casi dos décadas a diferentes generaciones frente al televisor ofreciendo un reflejo melancólico de la evolución de la familia española entre 1968 y 1988, el ciclo de su personaje central solo podía terminar de una manera: abandonando el barrio, a sus padres. Emigrando, deshaciendo esa unidad familiar que constituía el armazón de la serie. El público se emociona no solo porque se despide de un personaje querido, sino porque también dice adiós a su propia familia, a su pasado y quizá al futuro que había pensado para sí mismo.

Unos amigos acaban de tener su tercer hijo, y en casa nos parece imposible. Según el momento de la conversación en el que nos encontremos, se nos antoja una maldición, un privilegio o un peligro que hemos sabido sortear. Al final, uno hace las paces consigo mismo y, cual zorra y uvas, decide sentirse afortunado por no tener que aguantar noches sin dormir, boquetes insondables en la cuenta corriente y equilibrismos entre curro y casa que terminarán pasando factura más pronto que tarde. Para qué sacrificar una vida más o menos cómoda que nos permite salir a cenar a menudo, ver una película sin tener que ponerse bizco vigilando a los niños o viajar a la otra esquina del mundo sin pedir favorazos a los abuelos.

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