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La España del miedo: cómo pasamos de vivir en la calle a cerrar las puertas a cal y canto
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Héctor G. Barnés

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La España del miedo: cómo pasamos de vivir en la calle a cerrar las puertas a cal y canto

Ha quedado claro en las cenas de Navidad: todos tenemos terror a algo, y hay una gran variedad de opciones para elegir. Es peligroso, pero útil para los partidos en época electoral

Foto: En casa no te puede pasar nada. ¿O sí? (Foto: iStock)
En casa no te puede pasar nada. ¿O sí? (Foto: iStock)

Yo fui un niño miedoso. No trepaba a los árboles, no me lanzaba de cabeza a la piscina y me cubría instintivamente la cara cuando un balón de fútbol pasaba cerca de mí, aunque fuese a cinco metros. Supongo que era en parte la consecuencia lógica de las advertencias de mi madre: no te subas ahí que te vas a caer, no saltes porque no sabes y es peligroso, no, no, no. Unas cuantas décadas después dudo que ello me haya salvado de una horrible muerte, pero sí sé que ha logrado que tenga miedo a las alturas, carezca de habilidades deportivas y que, en general, sea bastante torpe.

Me acuerdo a menudo de esas limitaciones autoimpuestas cuando, viendo la televisión o leyendo las noticias, me embarga la sensación de que, en los últimos meses, el miedo ha conquistado el país. Por una parte, unos terrores concretos, más o menos fundados (a perder el trabajo, a sufrir una agresión sexual, a ser invadidos por inmigrantes extranjeros), y por otra, un pavor abstracto que sirve de hilo conductor al resto, el de la incertidumbre. Quizá el clímax de esta tendencia haya sido el asesinato de Laura Luelmo, un rompeolas de inquietudes amorfas que cristalizan en un crimen real. Una catarsis final que tiene su traducción palpable en las imágenes de ese grupo de vecinos intentando agredir a Bernardo Montoya, o esos comentarios oídos en bares en plan "yo lo que hacía era dejarlo libre, a ver cuánto duraba".

Cuando era pequeño, alrededor de mi casa no había vallas. A lo largo de los años, se instalaron verjas, puertas blindadas y aumentaron las prohibiciones

Supongo que esta escalada de miedos es la antesala del largo período electoral que acaba de abrirse. Se ha dicho hasta la saciedad, pero no está mal repetirlo: el terror es uno de los sentimientos más rentables electoralmente, y quizá sea buena idea que, cada vez que en los próximos meses sintamos que nos están hablando directamente a nosotros, pensar qué tecla oscura de nuestras mentes están tocando. Hace falta recordar que el miedo, aunque tenga un origen real, suele ser en su mayor parte irracional.

Hace unas semanas, este periódico publicaba una noticia que mostraba cómo durante el último lustro los españoles instalaban cada vez más alarmas aunque los intentos de robo descendiesen año tras año. Basta con echar la vista atrás para darse cuenta de que es un paso más en el proceso de paulatino cierre en nuestros hogares. Cuando era pequeño, alrededor de la urbanización de Móstoles donde vivía no había vallas. Según pasaron los años, se pusieron verjas, nuevas cerraduras y las prohibiciones aumentaron. La puerta blindada de mis padres es el testimonio más claro de un miedo arrastrado desde hace 30 años.

placeholder Los anuncios de alarmas son cutres, pero cumplen su cometido. (iStock)
Los anuncios de alarmas son cutres, pero cumplen su cometido. (iStock)

Quizá se podría trazar una historia alternativa de España a partir de la relación que hemos mantenido con la seguridad. Fuimos un país de puertas abiertas, donde la vida se hacía en la calle y en muchas ocasiones era imposible cometer un crimen impunemente porque, simplemente, la sociedad siempre estaba presente. De aquella España que bajo su aparente cainismo guardaba un espíritu comunitario, propio de sociedades rurales y pequeñas, donde la tribu cuidaba de sí misma, hemos pasado a la era de la desconfianza, donde una de las lecciones esenciales que aprendemos de pequeños es que no nos podemos fiar del prójimo. Aún estamos muy lejos de la paranoia estadounidense, pero el camino es el mismo.

Parece un consejo sensato, pero también es un buen resumen del curso que han seguido nuestras relaciones personales, fuera de la intimidad de la familia o la amistad. Ante la duda, siempre hay que guardarse las espaldas, pues lo más probable es que quieran hacernos daño. Aún más en entornos competitivos (como el laboral) en los que parece que cada gesto es una finta más en la larga batalla que libramos contra los que nos rodean. Para que la meritocracia funcione, es necesario que haya cierto miedo; para subir en la escalera social, es necesario que otros bajen. Y hacemos lo posible para no ser nosotros.

Qué será de ti mañana

El miedo es el sentimiento conservador por excelencia. Conservador entendido como inmovilizador: cuando lo sentimos, nuestro objetivo es preservar lo que ya tenemos. George Lakoff lo identificaba con el paradigma del padre autoritario, propio de partidos como el republicano. Laboralmente, proporciona un gran poder a las empresas. En 2010, año clave de la crisis, se publicó el informe 'Los españoles y la enfermedad del miedo', que mostraba que casi la mitad de los trabajadores tenía miedo a perder su puesto durante el año siguiente. Lo que en ese momento parecía coyuntural ha terminado convertirse en estructural, reforma laboral y abaratamiento del despido mediante.

Uno de los principios de las sociedades modernas es el rechazo al miedo, al entender que era una rémora de épocas más tiránicas e irracionales

De derechas o de izquierdas, jóvenes o mayores, hay un espacio de nuestra conciencia colectiva donde se cruzan las pesadillas de todos los españoles: la posibilidad de que las cosas cambien a peor, que ha tomado forma real en las diferentes crisis que han sacudido al país y a sus correspondientes generaciones. Pero como en un test de Rorschach, cada cual tiene su propia teoría sobre cuál será la causa interna o externa que va a provocar dicha alteración del estado de las cosas. Puede ser un barco cargado de inmigrantes que supuestamente vienen a robarnos el trabajo, el relajamiento de las penas o la subida del salario mínimo, una medida positiva que es vendida como una amenaza porque provocará una teórica ola de despidos. ¿Qué tiene todo en común? Efectivamente, la movilización del miedo.

Como quizá acaben de comprobar, las cenas de Navidad son a menudo divanes familiares donde lo que se encuentra en disputa es el origen de esa incertidumbre que no nos podemos sacudir de encima. Para algunos será el contrato con una empresa que en cualquier momento puede dejarle en la calle, y para otros, las amenazas en forma de partidos políticos radicales o asesinos a la vuelta de la esquina cuya presencia ensalzamos los medios de comunicación. Porque esa es otra: los que trabajamos en esto sabemos bien que si el miedo es políticamente rentable, también lo es a la hora de ganar lectores. De ahí que los sucesos hayan vuelto por la puerta grande, como un eco de la machacona repetición en los programas de televisión de las amenazas que nos aguardan ahí fuera.

Foto: Es Valdeluz, pero podría ser cualquier lugar: todos los desarrollos urbanísticos se parecen. (Reuters/Susana Vera) Opinión

Resulta también paradójico que el miedo viva instalado en nuestro imaginario en una época en la que los discursos del emprendimiento nos recuerdan una y otra vez que no debemos sentirlo. Hay un momento en toda charla de gurú en la que este explica cómo consiguió deshacerse del recelo y liberarse para alcanzar sus sueños; tan solo haciendo lo mismo, recuerdan a un auditorio en busca de respuestas, se puede alcanzar la plenitud vital. Pero es cierto que uno de los principios de las sociedades modernas y democráticas es el rechazo al miedo, al entenderlo como una rémora de épocas más tiránicas e irracionales. Ello no implica que no existan amenazas, sino que la razón permitirá reducirlas a la mínima expresión sin comprometer otros derechos como la libertad. Algo que cada vez parece menos viable, sumergidos en la inmisericorde cacofonía de los terrores invisibles que nos rodean, monigotes agitados de manera interesada por la clase política.

Yo fui un niño miedoso. No trepaba a los árboles, no me lanzaba de cabeza a la piscina y me cubría instintivamente la cara cuando un balón de fútbol pasaba cerca de mí, aunque fuese a cinco metros. Supongo que era en parte la consecuencia lógica de las advertencias de mi madre: no te subas ahí que te vas a caer, no saltes porque no sabes y es peligroso, no, no, no. Unas cuantas décadas después dudo que ello me haya salvado de una horrible muerte, pero sí sé que ha logrado que tenga miedo a las alturas, carezca de habilidades deportivas y que, en general, sea bastante torpe.

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