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Es el peor momento del año: la resaca que viene es el resumen perfecto de nuestra era
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Héctor G. Barnés

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Es el peor momento del año: la resaca que viene es el resumen perfecto de nuestra era

Vivimos entre el exceso y la redención, y entre ambos, la culpa. Tras la indulgencia de la Navidad, nos volvemos a dar cuenta de que hemos fracasado una vez más

Foto: Imagen metafórica del calendario de enero. El 31 es el último peldaño. (iStock)
Imagen metafórica del calendario de enero. El 31 es el último peldaño. (iStock)

Afrontamos con ganas la primera cena de Navidad, que para más inri suele ser la de empresa, y si no, echen un vistazo a esos compañeros que llevan un mes con la cabeza gacha. Luego viene Nochebuena y sus sobras en Navidad, Nochevieja y sus sobras en Año Nuevo, y ahora Reyes, momento en el que engullimos el último trozo de roscón con la mezcla de satisfacción y alivio del maratoniano acalambrado que cruza por fin la meta. Un año más, hemos terminado convirtiendo el placer en gula, la diversión en obligación, y nos asomamos al retorno de la cotidianidad con una sensación de renacimiento.

A medida que la bandeja de turrones se va vaciando, comenzamos a escuchar con cada vez más frecuencia comentarios del tipo “me estoy poniendo fino, el siete de enero, a dieta” y su infinidad de iteraciones. El clímax se produce en la mañana de Año Nuevo, momento en el que nuestro organismo colapsa finalmente entre canapés, licores, viandas estacionales y lo que toque. Todas las sociedades han necesitado hacer borrón y cuenta nueva vía fiesta extática, así que no es ninguna novedad. Pero quizá sí lo sea la culpa que aparece unida a estos ciclos de renovación, y que es aprovechada por la macroindustria del bienestar (o más bien, del malestar).

La época navideña, debido a la autoindulgencia que nos impone, es casi la más pagana del año: a lo que más se parece es a los excesos del carnaval

Es muy representativo de la época que vivimos que los ciclos de exceso y posterior culpabilidad se hayan exacerbado hasta el histerismo, especialmente en un momento en el que, en teoría, la religión y sus sentimientos irracionales (como la culpa del pecado original) han desaparecido de nuestras vidas. Una nueva religión ha emergido: la del crecimiento personal que sigue a la (supuesta) autodestrucción. Como ocurre con otros momentos del año –las vacaciones, por ejemplo–, toca abrazar la autoindulgencia a través de una serie cada vez mayor de compromisos, desde las cenas con esos amigos a los que no volverás a ver hasta el siguiente invierno hasta el amigo invisible, los regalos de Reyes y demás enemigos acérrimos de la salud de la tarjeta de crédito.

Resulta llamativo que la época navideña haya terminado convirtiéndose en la más pagana del año: hoy por hoy, se parece más al carnaval medieval que a otra cosa. El ruso Mijail Bajtin decía de dicha celebración que era parte esencial de los ciclos sociales, en la que, debido a que todo el mundo debía participar forzadamente en ella –intenta acostarte en Nochevieja antes de las campanadasse abolían las jerarquías sociales, las reglas y los tabúes. Pero, en el fondo, tenía también una función perpetuadora de dichas diferencias, pues era un escape temporal antes de volver al estado natural de las cosas.

placeholder Cuando la catarsis llega porque ya no puedes comer más. (iStock)
Cuando la catarsis llega porque ya no puedes comer más. (iStock)

En nuestro caso, ese retorno obligado al orden es la célebre cuesta de enero, que se ha revestido de una nueva capa de culpabilidad que trasciende lo meramente económico. Por todo lo que hemos comido, por todo lo que hemos bebido, por todo lo que hemos gastado, y que tiene su traducción en dietas, 'dryjanuary' y otros propósitos inalcanzables. En definitiva, por todo lo que nos ha proporcionado placer hasta el punto de conducirnos al hastío, como si solo pudiésemos detenernos hartándonos. El bienestar del lujurioso termina degenerando en un malestar moral, económico, en ocasiones casi físico, como durante esa mañana del uno de enero. Como si hubiese que tocar fondo antes de volver a nacer.

De ahí que los primeros días de enero sean la era por antonomasia del reconocimiento del fracaso. “Nuevo año, nuevo tú” es la máxima que se repite en los medios de todo el mundo para intentar sobreponerse a ese malestar sobrevenido en forma de resaca sentimental. La mejor expresión de todo ello es el “enero seco” que tan de moda se ha puesto, y que promete que dejando de beber en todo el mes uno podrá compensar (mejor: redimir) todos aquellos pecados que se han cometido a lo largo de las últimas semanas. La promesa de que podremos volver atrás sin que nos quiten lo bailao. Pero bajo todo ello late una idea aún más oscura: la sensación de que, de nuevo, hemos naufragado a la hora de convertirnos en quien queremos ser, y nos tenemos que conformar con ser nosotros mismos.

Vaya, otro año siendo tú mismo

En el fondo, lo que deseamos no es ser más delgados, ni comer de manera más saludable, ni leer más, ni estar musculosos, ni ahorrar dinero, ni cambiar de trabajo ni tener el armario tan ordenado como Marie Kondo. Todo ello podría resumirse en un único deseo: en términos sacados de la cháchara de la autoayuda, ser la mejor versión de nosotros mismos posible. Esa que se va deteriorando a medida que pasa el año y el estrés impone sus ritmos hasta que llegan las semanas finales de diciembre y nos damos por vencidos, esperando que llegue el nuevo año y, como en un videojuego, volvamos a empezar de cero con un personaje con la salud y la energía a tope.

La industria del bienestar se alimenta ante todo de la culpa que late bajo nuestros buenos propósitos, esa que nos recrimina nuestra falta de autocontrol

La necesidad de hacer borrón y cuenta nueva con una frecuencia cada vez mayor quizá sea el mejor síntoma de esa insatisfacción perpetua del ciudadano moderno, que necesita entregarse a ciclos eternos de exceso y redención. Es la locura del solucionismo tecnológico aplicada a nuestras vidas diarias, espoleada ante todo por la culpa. Remordimientos de no ser lo suficientemente deportistas, de no leer todo lo que deberíamos, de caer más en la tentación de lo que nos gustaría –aunque nos lo hayamos pasado bien–, de no ser todo eso que deberíamos ser y por lo tanto haber fracasado. La industria del bienestar se alimenta ante todo de la culpa que late bajo nuestros buenos propósitos, esa que nos recrimina nuestra falta de autocontrol.

Tan estúpido es pensar que la solución pasa por dejar de hacer todas esas cosas que nos enriquecen (cuidarnos o dedicar más tiempo a actividades que nos gustan) como por abandonar los placeres. Supongo que basta con ser un poco más conscientes de los mecanismos de esa culpabilidad asfixiante, y de que vivimos en una sociedad bipolar en la que resulta productivo que vivamos entre los dos polos extremos de la euforia y la depresión. O, simplemente, abandonarnos y, como el seguidor de una olvidada religión ancestral, recordar que todo (las cenas opíparas, la remontada de enero) es pasajero, y que en muchos casos, es más fácil convivir con nuestros defectos, si sabemos cuáles son, que cambiar lo que no necesita ser cambiado.

Afrontamos con ganas la primera cena de Navidad, que para más inri suele ser la de empresa, y si no, echen un vistazo a esos compañeros que llevan un mes con la cabeza gacha. Luego viene Nochebuena y sus sobras en Navidad, Nochevieja y sus sobras en Año Nuevo, y ahora Reyes, momento en el que engullimos el último trozo de roscón con la mezcla de satisfacción y alivio del maratoniano acalambrado que cruza por fin la meta. Un año más, hemos terminado convirtiendo el placer en gula, la diversión en obligación, y nos asomamos al retorno de la cotidianidad con una sensación de renacimiento.

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