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Si usted también detesta el reguetón, dígalo bien alto, por favor
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Héctor G. Barnés

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Si usted también detesta el reguetón, dígalo bien alto, por favor

¿Por qué hay opiniones tabú? ¿Por qué nos tomamos tan en serio los gustos de los demás? ¿A quién le interesa que mostrar disconformidad sea sinónimo de un supuesto clasismo?

Foto: ¿Por qué seguimos pensando que una música hegemónica como el reguetón está perseguida? (Reuters/Iván Alvarado)
¿Por qué seguimos pensando que una música hegemónica como el reguetón está perseguida? (Reuters/Iván Alvarado)

Recuerdo aquel viaje de fin de curso a Mallorca en el que el compañero Emilio entró como una tromba en la habitación y me pidió, por favor, Héctor, por favor, déjame tu camiseta de S.A. En su delirio protoadolescente, Emilio me explicó que él era bakala y, por lo tanto, pijo, y que había unos guarros en la puerta, y que él solo tenía ropa de bakala, y por lo tanto, pijo, y que como vestía como un pijo los guarros de la puerta le iban a pegar una paliza porque los guarros pegan palizas a los pijos. En resumen, por favor, Héctor, por favor, déjame tu camiseta para disfrazarme de guarro. Como tú.

Este descacharrante episodio de paranoia urbana fue mi bautizo de fuego en la sociología de las tribus urbanas, el gusto y la música, versión discoteca light. En su delirio latía una vinculación poco clara entre clase social, identidades y gustos, que no estoy seguro de que tuviese más sentido que la del miedo al otro; salimos del hotel y, como era obvio, nadie pegó una paliza a nadie. Lo que sí me quedó claro es que estamos dispuestos a pensar que los demás tienen siempre más prejuicios que nosotros, que les importa algo quiénes somos o qué escuchamos, y que son capaces de agredirnos por ello. Que en lo que a música e identidad se refiere, estamos listos para acusar a los demás de una intransigencia que no es más que la nuestra propia.

Aquel inocente episodio volvió a mi mente cuando al 'community manager' del festival Viña Rock le dio por publicar un tuit en el que respondía "no te preocupes, no tendremos a Bad Bunny en Viña Rock". Guiño. Miren, miren, qué vergüenza:

'Boom'. En cuestión de horas el internet entero era un clamor unánime ante el inadmisible comentario. Era el colmo del clasismo. ¿Atreverse a ironizar con que en tu festival no va a actuar un artista determinado de un género totalmente ajeno al de tu público? ¿Y con un guiño? ¿Pero quién se creen que son? La diáspora reguetonera, al parecer tan perseguida como un cristiano en la Roma de Nerón, sacó a colación las dudosas condiciones laborales de los trabajadores del festival —bien, pero ¿por qué hablar de ello solo cuando se meten con nuestros gustos?—, otros directamente optaron por llamar guarro al público del Viña Rock, que no había dicho nada y estaba tranquilamente en su casa escuchando a Extremoduro.

El 'community' se había olvidado de la primera regla de oro de la etiqueta musical del 2020: hagas lo que hagas, no te metas con el reguetón. Un género que suena en todas partes, a todas horas, pero que admitir que no te gusta te convierte automáticamente en un clasista, racista, elitista y sexista. (Y que, por eso mismo, se ha convertido en un arma para adquirir credibilidad proletaria: vean todos esos tuits de gente que se cree especial por tolerar el reguetón; como presumir de beber agua).

Una música completamente hegemónica en España como sabrá cualquiera que haya visitado una discoteca en los últimos años, consumida por igual por locales e inmigrantes, ricos y pobres, urbanitas y rurales, unionistas y separatistas, peperos y podemitas, pijos del barrio de Salamanca y chavales de Carabanchel, que se ha erigido en el tabú definitivo. El tópico insiste en que es el género menospreciado por excelencia, lo cual tendría sentido si no fuese porque es el subgénero por excelencia de la noche española y aquí no se ha muerto nadie.

Todo parte de la peligrosa idea de que nuestro gusto somos nosotros, que toda objeción a nuestras preferencias es un ataque hacia nuestra persona

La unánime y desaforada indignación, con reacciones que caen en lo mismo que se critica, es el mejor síntoma de la infantilización del debate musical en particular y de la sociedad en general. Que hayamos comenzado a interpretar toda objeción a nuestros gustos como un ataque a nosotros mismos muestra no solo nuestro escaso sentido del humor, sino cómo la sociedad de consumo nos ha convencido de que defender cualquier producto como si fuese nuestra propia madre es una obligación moral, que sentirse una víctima de la supuesta soberbia de los demás es un deber. Pero de igual manera que es ridículo sentirse superior por tus gustos, también lo es considerar toda opinión ajena una agresión.

Hace algo más de una década, cuando me dedicaba a escribir sobre música, uno de los lamentos más habituales entre la crítica era que se estaba dando la espalda a toda argumentación sociológica y política. Las observaciones eran meramente formales: es decir, se analizaba si un disco sonaba bien y las canciones eran buenas, si los sentimientos del cantante eran suficientemente honestos, en definitiva, si se trataba de una digna contribución al género o una variación interesante. Hoy, la tortilla ha dado por completo la vuelta y ya nadie habla nunca de música. Solo nos interesa la música si sirve para confirmar nuestros prejucios sociales y refrendar nuestros vicios políticos.

El círculo vicioso del determinismo social implica que si no te gusta algo, es por clasismo. Y si te gusta algo que no te debe gustar, es por elitismo

Hoy es todo sociología de garrafón, una nueva jerarquización de los prejuicios que conduce a un círculo vicioso de determinismo social: si no te gusta determinado genero musical supuestamente minorizado es por clasismo y si aprecias otros que escapen al canon del año —el mejor ejemplo es el indie— es por elitismo. Todo parte de la falsa premisa de que el gusto personal no solo está indefectiblemente unido a nuestra identidad, sino que no hemos tenido ninguna capacidad de elección, porque se encuentra completamente determinado por nuestro origen social.

Así, nuestro gusto se convierte en nosotros, algo funcional a la sociedad del siglo XXI en el que, ante todo, somos consumidores. Pero bueno, aquí lo cuentan mejor que yo:

El tuit resume a la perfección la enésima paradoja, que es que quien ha contribuido a perpetuar la supuesta persecución hacia el reguetón son aquellos que, en lugar de aceptar que como cualquier producto que rompe con cierta convención (aunque en este caso sea un género particularmente poco rupturista, por cierto), será amado y detestado, consideran que merece un trato excepcional y amplifican cualquier disensión, por tontorrona que sea. ¿Acaso hay mayor desprecio para un género musical que mantener que la única razón por la que a alguien no le gusta es por superioridad? ¿No es tremendamente paternalista considerar que el reguetón no debe criticarse por una supuesta excepcionalidad social?

Al argumento de "2020 y todavía hay gente creyéndose superior porque no le gusta el reguetón", de hecho, se le puede dar fácilmente la vuelta: "2020 y todavía hay gente a la que le gusta el reguetón que le da importancia a los que creen superiores".

Otra paradoja más: vincular de forma tan directa música con clase social resulta muy útil a las clases altas y castiga a las bajas. El pijo puede escuchar trap de la periferia urbana y hablar de los terribles prejuicios de los hombres blancos de clase media (a los hombres blancos de clase media nos chifla ese concepto), mientras que el chaval de barrio al que le da por el metal, el blues, Stockhausen o el free-jazz de los 50 es despreciado tanto por su entorno inmediato como por el ajeno, para el que será un pollavieja.

¿Por qué? Porque no escucha la música que le corresponde por su clase social.

Matar al padre

El otro día, el crítico musical Rafa Cervera, al que admiro y quiero, publicaba una columna en la que reivindicaba a propósito del éxito de Billie Eilish en los Grammy la capacidad de disfrutar la música sin prejuicios. Todos hemos sido jóvenes y nuestros padres nos han dicho que la música que nos gustaba no era música. Los críticos, por lo tanto, deberían abrir las orejas y aceptar que la música "moderna" tiene nuevos códigos. Era un texto conciliador y positivo que solo un nazi no firmaría.

¿Pretendemos privar a los jóvenes del divino placer que es que todos los adultos piensen que la música que escuchan es basura?

Pero yo prefiero darle la vuelta al argumento. ¿Acaso vamos a privar a los jóvenes del divino placer que es que los adultos piensen que la música que escuchan es basura? ¿No forma parte de la adolescencia diseñar tu propio gusto como una emancipación frente al mundo adulto? ¿Necesita de verdad un fan del reguetón o de Billie Eilish que un señor de más de 40 años le diga que tiene buen gusto? ¿Desde cuándo necesita el adolescente un certificado de aceptación adulta? ¿No supone, en definitiva, todo este buen rollo del todo vale la desactivación final de la cultura juvenil? ¿La aniquilación de toda capacidad subversiva de la música?

En 'Música de mierda', Carl Wilson cuenta cómo en la última década el canon rockista de autenticidad y purismo ha sido sustituido por una "crítica total" afín al hip-hop y la música latina, pasada por el filtro del "poptimismo", esa profecía autocumplida que parte de la idea de que si algo es popular debe ser analizado (ni siquiera hay duda de que sea bueno o no: claro que lo es). El opuesto del viejo tópico crítico de que si algo es popular, es malo. El poptimismo es, ante todo, la promesa de que nadie puede decirte que lo que escuchas es malo. Todo análisis, por lo tanto, se ha reducido a afirmar las bondades de la música que triunfa dando sus claves: ¿cuánto hacen que no leen una crítica profesional de una canción o álbum de moda?

placeholder No necesita que la comprendamos. (EFE/David Swanson)
No necesita que la comprendamos. (EFE/David Swanson)

Pero esta paz musical que las personas nos hemos dado arrebata a la música su rol subversivo. La historia del pop es la de la dialéctica entre estilos. El rock'n'roll despreciaba a los desfasados 'crooners', el pop sofisticaba el tosco rock'n'roll, el progresivo se reía de la simplicidad pop y los punks llegaban para arrasar con el frígido virtuosismo del progresivo. Y supongo que a un chaval nacido en el año 2000, Johnny Rotten le debe de parecer ridículo. Que la generación anterior pensase que la música que escuchabas era una mierda no era un motivo de escarnio, sino de orgullo. Si la aparición de los Sex Pistols en la tele inglesa hubiese sido respondido con un "¡qué cosas tiene la juventud, qué simpáticos!", su existencia habría sido inútil.

La identidad se construía por oposición a otras tribus sociales, lo que permitía que distintos puntos de vista sobre la política, la sociedad, la religión o la filosofía dialogasen, aunque fuese a hostias en la playa de Brighton. Cada nueva tribu, cada nuevo movimiento musical, ponía a prueba el 'statu quo'. De ahí que el gran valor de Billie Eilish, más allá de su música, no sea que pueda ser apreciada por críticos de más de 50 años, sino que a sus 18 años sea capaz de suscitar la misma incomprensión que Elvis en su día. No necesita nuestra aprobación. En todo caso, la desactiva.

No hay nada más condescendiente que morderse la lengua para no molestar, defender músicas que uno ni aprecia ni entiende para no parecer desfasado

Si yo tuviese 15 años y escuchase a La Zowi, me sentiría tremendamente decepcionado si mi padre entrase a la habitación, la oyese cantar "cómeme el coño / Abdullah que aproveche / soy una puta básica, te busco la ruina / mi casa era un punto de cocaína" y me respondiese "¡qué bien suena! ¿Quieres que vayamos a su próximo concierto juntos, hijo?".

No hay nada más condescendiente que morderse la lengua para no molestar, defender músicas que uno ni aprecia ni entiende para no parecer pasado de moda, tener miedo a decir en voz alta, por ejemplo, que el 90% del reguetón es una mala fotocopia autorreferencial que palidece ante otras propuestas de baile con más enjundia. Lo sorprendente es que tantos críticos veteranos hayan abrazado rápidamente el poptimismo sin darse cuenta que no es más que un nuevo conjunto de prejuicios. En realidad, el crítico hace un mejor servicio atendiendo a su papel de crítico amargado, recordando que estrellas pop ha habido siempre y muy pocas sobreviven al paso del tiempo.

Viva la aversión

Wilson cita en su libro un par de frases memorables sobre el gusto. Una: "El infierno es la música de los demás", de Momus. Dos: "El gusto está hecho de mil aversiones", de Paul Valéry. Lo que hemos olvidado es que el gusto, como parte esencial de nuestra experiencia, no consiste solo en saber qué nos gusta, sino también en comprender lo que detestamos (y por qué). Las aversiones son parte de nosotros, como la tristeza, el odio, la furia u otras emociones negativas, demonizadas hoy.

Vivimos en la victoria final del neoliberalismo de consumo, el fin de la historia de Fukuyama en su vertiente cultural

Reivindico ante la unanimidad crítica las preferencias, la jerarquía, incluso el desprecio bien entendido. La tregua eterna y nuestra perpetua indignación cuando nos tocan en el gusto son la victoria final del neoliberalismo de consumo, el final de la historia del que hablaba Fukuyama, en su vertiente cultural.

La desaparición del rockismo, como la caída del Muro de Berlín, implica que todos nos podemos poner de acuerdo en que Beyoncé, Bad Bunny y Rosalía son lo mejor. El conflicto ha terminado y con él, gran parte del poder revolucionario que tenía la cultura popular, reducida ahora a mera elección de consumo en un paradigma cuyos límites están establecidos de antemano. El poptimismo, tras la desaparición de la radiofórmula, es la receta definitiva para que aceptemos sin rechistar el canon impuesto por la industria, pues nos recuerda que todo consumo es bueno.

Así que abramos la boca, tengamos un poco menos de miedo y enseñemos a los demás que criticar un gusto no significa insultar a la persona. Respetemos un poco menos para querernos un poco más. Grita que el reguetón te parece una basura. ¿A quién le importa?

Recuerdo aquel viaje de fin de curso a Mallorca en el que el compañero Emilio entró como una tromba en la habitación y me pidió, por favor, Héctor, por favor, déjame tu camiseta de S.A. En su delirio protoadolescente, Emilio me explicó que él era bakala y, por lo tanto, pijo, y que había unos guarros en la puerta, y que él solo tenía ropa de bakala, y por lo tanto, pijo, y que como vestía como un pijo los guarros de la puerta le iban a pegar una paliza porque los guarros pegan palizas a los pijos. En resumen, por favor, Héctor, por favor, déjame tu camiseta para disfrazarme de guarro. Como tú.

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