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¿Perfectos o auténticos inútiles? Por favor, deje aquí su opinión de los demás
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Héctor G. Barnés

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¿Perfectos o auténticos inútiles? Por favor, deje aquí su opinión de los demás

Cada vez que nos piden una valoración, nos obligan a tener una opinión, a juzgar el trabajo de los demás, a decidir sobre su futuro. Y nuestras opiniones cada vez valen menos

Foto: Foto: Kecko/CC
Foto: Kecko/CC

Estoy parado frente a una de esas consolas que, cual versión 'lite' de la fiesta de la democracia, permiten elegir entre una carita verde y sonriente, una carita menos verde y menos sonriente, una carita roja de gesto mustio y una carita tan ardiente como la bandera de Japón. Me pregunto cuándo nuestra vida se convirtió en un videojuego en el que el personaje a manejar son los demás.

Y me siento como un dios decidiendo el designio de algún pobre mortal que ni siquiera conozco. Como un emperador romano, con la diferencia de que, además de subir o bajar el pulgar para condenar a muerte temprana o muerte postergada al gladiador de turno, tiene otras dos opciones más que vendrían a ser un "'caput', pero que sufra" o un "salvado, pero que sufra".

Tocar un botón u otro es un elija su propia aventura. Bueno, propia no, la de los demás. Por lo general, alguien más vulnerable que tú: fíjense en que la capacidad de opinar sobre lo ajeno siempre funciona de arriba abajo y no de abajo arriba, una demostración de poder como cualquier otra. Lo dramático del caso es que estamos obligados a elegir, a juzgar, a evaluar, a tener una opinión, a tomar decisiones que repercutan en la vida de los demás. Qué estrés. Los juegos solían ser más divertidos.

Los sistemas de valoración del servicio enseñan al usuario a adoptar comportamientos que los convierte en inútiles

Entonces uno se pregunta qué consecuencias tendría cada una de las opciones. Todos, a nada que tengamos un poco de humanidad, elegiríamos esa carita tan verde como un pin de Vox. Aunque el servicio nos haya parecido mejorable, hemos leído los artículos suficientes como para saber que una valoración negativa puede tener consecuencias muy perjudiciales en el futuro laboral del interfecto. Así que carita verde.

¿Y la cara roja? Pues lo mismo. Hemos leído los artículos suficientes como para saber que 'bla-bla-bla', así que, si estamos furiosos, tenemos muy mala leche o simplemente somos perversos —hay mucha gente perversa en el mundo, vaya que sí—, vamos a darle a la carita roja. Es el botón de la furia 2.0, el antiguo "¡deme ya la hoja de reclamaciones!". Un "¡quiero hablar con el encargado!" con menos garantías laborales y más maldad tecnológica. La pataleta final.

placeholder Un voto en uno u otro sentido puede conducirte a la irrelevancia. (Reuters/Jon Nazca)
Un voto en uno u otro sentido puede conducirte a la irrelevancia. (Reuters/Jon Nazca)

Por eso me pregunto para qué sirven los botones tibios de en medio, que implican siempre el adversativo "pero". Según un estudio reciente, para nada, porque prácticamente nadie los pulsa. Merece la pena echar un vistazo al trabajo titulado "inflación de la reputación" porque verbaliza lo que todos hemos pensado en un momento u otro: que los sistemas de valoración no sirven para nada más que de excusa para ajusticiar al trabajador díscolo.

Según los autores, la proliferación de estos sistemas de valoración es su condena, puesto que enseña al usuario a adoptar comportamientos que los convierte en inútiles. La conciencia del daño que los usuarios pueden causar si votan cualquier opción que no sea la mejor provoca que siempre opten por dicha opción, lo que da lugar a esa "inflación de reputación" en la que las medias están infladas artificialmente. Tan solo en casos de odio extremo se dará una votación negativa, pero al igual que ocurre con el resto de casos, es algo que no proporciona ninguna información útil.

¿El resultado? O eres perfecto (es decir, recibes siempre cinco estrellas, no hay ni una mácula en tu historial) o eres un inútil (tu media ha bajado, algo está ocurriendo, ¿qué te pasa, si antes lo hacías todo bien?) Elige la aventura de los demás.

La desaparición del punto medio

Últimamente me ocurre mucho lo siguiente: durante alguna relajada conversación, un simpático interlocutor me echa a la cara que no me gustó, por ejemplo, 'Parásitos'. Me quedo extrañado, porque en realidad sí me gusta, y respondo que a lo mejor lo que dije es que había cosas en la película que no me convencían, o que su director ha rodado películas mejores, o que simplemente creo que no es para tanto. "Ah, pensaba que no te gustaba". La lógica es siempre la misma: si algo no te apasiona, es que no te gusta.

Es extenuante tener que decidir continuamente si algo te gusta o no, si merece la ejecución sumaria o el reconocimiento de todos los países y culturas

No sé a usted, pero a mí la mayoría de cosas (películas, libros, experiencias, comidas, seres humanos, jabones de mano o calcetines) ni me apasionan ni me desagradan. Simplemente, caen en algún lugar gris y mediocre entre el amor y el odio, con sus aspectos positivos, negativos y otros que directamente me dan igual. Es extenuante tener que decidir continuamente si algo te gusta o no, si merece la ejecución sumaria al amanecer o el reconocimiento de todos los países y culturas.

Como crítico de cine y de música, cada vez me cuesta más decidir si una película o disco son absolutamente buenos o absolutamente malos, quizá porque la experiencia —afortunadamente y al contrario de lo que muchos creen—, no conduce a epifanías mentales que te permiten acceder a la verdad absoluta sobre la calidad de una obra de arte, sino a encontrar grises, a identificar y apreciar más virtudes y defectos que dificultan el juicio tajante.

placeholder No nos queda clase media, señora, solo bajas y altas
No nos queda clase media, señora, solo bajas y altas

Pero estamos obligados a opinar, a juzgar y a decidir, a subir o bajar el pulgar. Todo o nada. Amazon está lleno de puntuaciones tibias que rondan las tres y cuatro estrellas, algo que en principio contradiría este principio, pero basta con entrar en las tripas de las valoraciones para darse cuenta de que no se trata del resultado de un conjunto de opiniones moderadas, sino de la media aritmética entre grandes pasiones y odios africanos.

Es una muestra de la creciente polarización social, una dinámica en la que las opiniones moderadas pasan desapercibidas o, simplemente, se asimilan a uno u otro polo. No es lo mismo que tres personas amen algo y tres lo detesten que seis personas tengan una opinión razonablemente positiva, pero el resultado es el mismo. Una falsa mesura que beneficia a la mediocridad ruidosa, a los extremos capaces de levantar pasiones, y perjudica a la amplísima clase media que se encuentra entre las obras maestras y lo verdaderamente infame. Ahí estamos la mayoría.

Las opiniones han dejado de ser opiniones, son mera toma de partido que dice más sobre nosotros que sobre aquello de lo que opinamos

Ocurre en música, ocurre en el arte, ocurre también en el periodismo o la política. La mayoría de bandas que no consiguen llegar al estrellato —es decir, prácticamente todas— terminan desapareciendo más pronto que tarde, los cineastas raramente pueden mantener una larga carrera, los deportistas que no acceden a la élite deben dejarlo y buscar otra cosa. El trabajo modesto aunque eficiente, profesional y callado no tiene nada que hacer frente a los elefantes en la cacharrería. Haz ruido, polariza, véndete y difama.

Una vez más, sospecho que esta situación se deriva de la identificación de la persona con sus gustos. Funciona en ambos sentidos: o algo nos parece fantástico porque lo consideramos parte de nuestro ser o nos horroriza porque no lo es y merece la pena ser denigrado, insultado, señalado. Hemos perdido la capacidad de distanciarnos de nuestros gustos y, por ello, las opiniones han dejado de tener valor porque ya no son opiniones, sino mera toma de partido identitaria que no dice nada acerca de aquello de lo que hablamos, sino de nosotros mismos.

Y en esas estamos, viviendo en un experimento de Milgram a nivel global, dándonos unos a otros calambres y palmaditas en un ciclo sin fin.

Estoy parado frente a una de esas consolas que, cual versión 'lite' de la fiesta de la democracia, permiten elegir entre una carita verde y sonriente, una carita menos verde y menos sonriente, una carita roja de gesto mustio y una carita tan ardiente como la bandera de Japón. Me pregunto cuándo nuestra vida se convirtió en un videojuego en el que el personaje a manejar son los demás.

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