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Esa gente con la que nadie va a quedar por si tienen coronavirus
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Héctor G. Barnés

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Esa gente con la que nadie va a quedar por si tienen coronavirus

Ahora que se abren las puertas a las relaciones personales, también se abren a los nuevos contagios. ¿Nos llevará el miedo a decidir a quién queremos ver y a quién no?

Foto: Foto: Reuters/Enrique Calvo
Foto: Reuters/Enrique Calvo

Se siente, se palpa, flota en el ambiente de las videollamadas. El reencuentro entre amigos, familiares y otras personas con un alto grado de tolerancia mutua, espontánea o impuesta, está cada vez más cercano. (En algún caso ya ha sido así, pero no vamos a renunciar ahora al centralismo).

Se trazan tentativas de planes. ¿En tu casa o en la mía? ¿Cuál es más grande? ¿Hay sillas para todos? Mejor pisos grandes, no cuchitriles. Nada de terrazas, lujo para afortunados. Menos aún de abrazos o besos, eh. Entonces, superada la efusividad del reencuentro, comienzan las preguntas. "Por curiosidad". Y tú, ¿desde cuándo no sales de casa? ¿Te pones mascarilla? ¿No habrás quedado con alguien? ¿Has ido en metro? ¿De verdad que no? ¿Por qué lo preguntas? No, por nada. Mera curiosidad.

Ya.

Si le contagiásemos la enfermedad a nuestros abuelos por habernos juntado con un amigo despreocupado, se nos caería el mundo encima

De igual manera que hemos aprendido a calcular con un simple vistazo los dos metros de distancia, también hemos comenzado a configurar nuestro propio sistema de seguimiento de contagios 'amateur'. Pequeños organigramas mentales que intentan garantizar que, después de tanto esfuerzo, de meses confinados, de tantas renuncias y sacrificios, no nos vamos a contagiar ni vamos a contagiar a los demás por la irresponsabilidad de ese amigo al que queremos abrazar pero en el que no terminamos de confiar. ¿He dicho "irresponsabilidad"? Perdón, quería decir "desliz". O "accidente".

La próxima reapertura de las puertas de las casas de los amigos coincide también con la de los familiares. Con el retorno del comercio, de las terrazas. Con los paseos por las calles. En otras palabras, con el miedo no tanto a enfermar, sino a convertirnos en vectores de transmisión, potenciales armas de destrucción. Si en marzo fue imposible evitarlo por desconocimiento, en estos meses hemos recopilado toneladas de información sobre dónde, cómo y por qué se transmite la enfermedad. Así que si, pongamos, le pegásemos el covid a nuestros abuelos por habernos juntado con un amigo despreocupado, se nos caería el mundo encima.

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Foto: Reuters/Loren Elliott

Lo cual nos justifica para crear nuestro propio sistema de vigilancia 'do it yourself', conformado por preguntas capciosas o vetos no explícitos. Quizá nos veamos convertidos próximamente en inquisidores de andar por casa, vigilantes de conductas ajenas amparados por nuestra propia seguridad y la de nuestros seres queridos, que no tienen la culpa de frecuentar malas compañías. Escribiremos diarios donde detallemos nuestros encuentros, y los encuentros de nuestros amigos. Una red que, siguiendo la máxima de los seis grados de separación de Kevin Bacon, nos puede poner en contacto con un potencial foco de contagio a la primera de cambio.

Los que peor lo tendrán, una vez más, serán los profesionales de la salud. El sector más castigado por la enfermedad, y de propina, el más estigmatizado. Cuando la normalidad vuelva, no lo hará de igual forma para todos. La normalidad será un poco menos normal para intensivistas, enfermeras, doctores que pasaban por ahí. Vivirán en un limbo del coronavirus que, justificada o justificadamente, los puede convertir en los repudiados de la quedada de los sábados. No están solos. También comerciantes, camareros o personas que mantienen un tren de vida posconfinamiento sospechoso. Pero la sospecha siempre está en el ojo del que mira.

¿Quedarías con un amigo que sabes que ha convivido con enfermos si vas a ver a tus padres el día siguiente?

En realidad, cualquiera de nosotros puede ser el estigmatizado. Yo mismo. Si tuviese que volver a la oficina, a coger el tren y plantarme en un edificio con un buen puñado de personas que a saber qué hicieron la última semana, con que tranquilidad vuelvo a casa sabiendo que hay quien pretender volver a ver sus padres próximamente. O con qué cara voy a ver a los míos si ni siquiera sé con quién he viajado en el tren. Todos podemos ser los apestados del coronavirus. Excepto los que pueden permitirse no salir de casa porque lo tienen todo. El típico sesgo de clase social.

Mi covid privado

Puede sonar a exageración, pero el día de mañana de las quedadas de amigos o familiares ya está entre nosotros. Mejor dicho, entre los americanos, que aunque vayan por detrás en la curva siempre van por delante en lo distópico. Como muestra, un artículo publicado en 'MIT Technology Review' que bien podría haber formado parte de un relato de J.G. Ballard. Se trata de una guía para negociar una "burbuja" covid con otras personas. Es decir, cómo ponerte de acuerdo con los que serán tus colegas de "cuarenquipo", ese grupo de gente a la que ves regularmente, para establecer unas reglas, que nadie se salga de madre y no te expulsen de ese club selecto de contagio contenido.

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Foto: Reuters/Borja Suárez

A saber: no tomárselo mal si alguien no te elige para formar parte de su "cuarenquipo" de 10 personas; establecer unos motivos afines para quedar (imagínate que tú quieres reunirte con tus colegas para discutir sobre Schopenhauer y ellos son más de Kierkegaard; drama); o aceptar y cumplir las reglas como llevar máscaras cuando vas por la calle o que la primera regla del club de la cuarentena es que nadie habla del club de la cuarentena. También, como sugiere un artículo de 'The Washington Post', cabe la posibilidad de formar hogares combinados/confinados: familias que se juntan para multiplicar el número de relaciones sin multiplicar las posibilidades de contagio.

Mi parte preferida es la de las reglas, porque funciona como se supone que funcionan las sectas. "Cualquier recelo por tu parte puede despertar sospechas de que vas a romper las reglas en cuanto se den la vuelta", advierte. "¿Limpias tus alimentos? ¿Con jabón o con desinfectante? ¿También la comida empaquetada? ¿Te quitas los zapatos cuando entras en casa? ¿Desinfectas el móvil? ¿Las llaves de casa? ¿Los pomos? ¿Pides comida para llevar? ¿A domicilio?". Qué agobio, prefiero no ver a nadie. "Dale a los demás tanta información como puedas. Y sé sincero. Recuerda que la desconfianza es peor que el desacuerdo. Si conoces los hábitos de los demás siempre puedes llegar a un acuerdo, pero si te pillan escondiendo algo, la relación puede irse al garete".

No hay nada que una más que sospechar que si uno se contagia, se contagian todos. Tampoco nada que separe más que la sospecha

La guerra es paz, la libertad es esclavitud y la desconfianza es peor que el desacuerdo. Ya sabemos que los americanos siempre tienden hacia el absurdo, pero no es tan ridículo pensar en una quedada en la que uno levante la mirada, avergonzado, y confiese: "Ayer traicioné las reglas de este cuarenquipo y quedé con aquel chico de Tinder" ante la consternación generalizada. O simplemente: "Se me ha olvidado traer la mascarilla". No hay nada que una más a los amigos que sospechar que si uno se contagia, se contagian todos. Pero no hay nada que los pueda separar más rápidamente que la sospecha mutua.

Las "burbujas" covid, por llamar de alguna manera a esos grupos de 10 personas que se reúnen con frecuencia en el limbo de la fase 1, vuelven a poner de manifiesto que constantemente negociamos las fronteras de nuestras relaciones personales en función a prejuicios de muy distinta índole. ¿Con qué grupo de amigos preferimos quedar? ¿Nos permitiremos ser infieles a nuestra burbuja con otra? ¿Arrugaremos el morro si nuestro compañero de piso decide quedar con ese amigo que trabaja en un supermercado? ¿Confiaremos lo suficiente en los demás o preferiremos hacer la vista gorda?

Foto: Foto: Marzio Tionolo/Reuters Opinión
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Y lo más importante: ¿a quién dejaremos fuera, ya sea porque no nos fiamos de sus palabras, o porque nos resulta sospechoso? ¿Qué harán esas personas fuera de la burbuja, si tal vez no tienen la posibilidad de entrar en otras burbujas? ¿Quedarías con un amigo que trabaja en una UCI? No es nada nuevo, pero la pandemia ha marcado aún más los límites ente el "nosotros" y el "ellos". Entre los que consideramos parte de nuestro entorno inmediato y los que no. Entre la aceptación y el estigma social, entre aquellos en los que confiamos y los que no consideramos dignos de nuestra confianza. La respuesta tiene una importante carga moral. ¿Dónde está el límite entre la autoprotección y la discriminación?

Es también una buena muestra de las dinámicas de miedo, paranoia, incertidumbre y desconfianza que nos esperan a la vuelta de la esquina. Dinámicas que generan dos movimientos: de concentración, alrededor de núcleos que conviven de forma estrecha, y expulsión, de aquellos que quizá llamamos en algún momento "amigos", pero son prescindibles o, mejor dicho, pueden esperar a volver a serlo en un par de meses. La clave no es a quién abrazamos en nuestro seno, sino a quién, y por qué, no queremos ver.

Se siente, se palpa, flota en el ambiente de las videollamadas. El reencuentro entre amigos, familiares y otras personas con un alto grado de tolerancia mutua, espontánea o impuesta, está cada vez más cercano. (En algún caso ya ha sido así, pero no vamos a renunciar ahora al centralismo).

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