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Por qué no tienes tiempo de nada si no tienes nada que hacer
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Héctor G. Barnés

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Por qué no tienes tiempo de nada si no tienes nada que hacer

Todo parece ir más lento, pero es una ilusión. Al mismo tiempo que nos acostumbramos a perder el tiempo en colas interminables, el mundo se acelera cada vez más

Foto: Foto: Reuters/Sergio Pérez
Foto: Reuters/Sergio Pérez

Basta con salir a dar una vuelta para comprobar que todo va lento, casi demasiado lento. Hacer la compra, por ejemplo, es una pequeña odisea. Antes de salir de casa, uno se despide de su Penélope como si fuese a pasar 20 años fuera y espera que la guerra en Troya no se demore mucho. Cambiarse de ropa, prepararse —lavado de manos, ropa, lavado de manos, mascarilla, lavado de manos, ¿he hecho la lista de compra?, lavado de manos— y comprobar que uno no se deja nada es un ritual de lo habitual que muchos prefieren evitar. El mundo de allá fuera no es apto para nerviosos.

Malos tiempos para el inquieto paseante, ese que va haciendo eses entre la gente para llegar antes que nadie a ningún lugar, y ahora principal objeto de miradas de desaprobación. Respete las distancias, señor, y si una pareja de ancianos está creando un pequeño atasco, no pasa nada. Todos tendremos que acostumbrarnos a caminar como ancianos. Es una buena definición de solidaridad. En lugar de imponer nuestros deseos, tendremos que rebajarlos para adaptarlos a las necesidades de los más vulnerables.

Parece que nuestra vida es más lenta, pero es solo una ilusión. Mientras nosotros hemos parado, el mundo se ha acelerado fuera de nuestro control

Así visto, podría parecer que nuestra vida, de repente, y para regocijo de los gurús de lo 'slow', se ha vuelto más lenta. Aparentemente, vivimos un momento de desaceleración. Un frenazo necesario para detener al virus. Mientras la curva se disparaba cada vez más alto y más rápido, la única respuesta posible fue que la sociedad se detuviese para detenerla. El confinamiento es una cuestión de espacio, pero como toda cuestión de espacio, también lo es de tiempo. El ejemplo más claro son las colas que se forman delante de muchos establecimientos, causadas por las restricciones de espacio. Cuanto menos espacio hay, más lenta es la vida.

Dudo mucho que realmente nuestra vida sea más lenta. Como mucho, lo parece. Ni siquiera creo que, como mantienen muchos, sea un paréntesis antes de volver al ritmo normal. Mientras nosotros hemos parado, el mundo se ha acelerado. El tiempo se ha salido de quicio, como un coche a 200 por hora cuando pega un volantazo brusco, al intentar encajar dos temporalidades distintas que siempre habían conformado nuestras vidas y que ahora, a medida que la actividad económica se vuelve a reactivar, resulta más claro que nunca que son incompatibles.

placeholder Gente haciendo cola en Aluche. (Reuters/Susana Vera)
Gente haciendo cola en Aluche. (Reuters/Susana Vera)

Me refiero, por un lado, al tiempo lento de la salud, del cuidado y de la precaución, privado, que se activó el pasado 14 de marzo como arma de contención frente a la pandemia. El tiempo de la tienda pequeña o la videoconferencia con la familia. El tiempo de bajar a comprar al mercado y charlar con el dependiente más de lo recomendable, de dar un paseo sin rumbo (o con rumbo, pero a paso lento) o de acostarse tarde porque no hay nada que hacer al día siguiente. El tiempo que había que recuperar como arma ante la muerte diaria de cientos de personas.

Por otro, se encuentra el tiempo productivo, económico, público y anónimo. El del trabajo, las obligaciones que intentamos encajar en nuestro horario, el que nos empuja a seguir corriendo para no quedarnos parados. Al contrario de lo que defienden algunos, no creo que este se haya detenido. Lo saben bien los padres que llevan los últimos dos meses con sus hijos en casa, pero también los teletrabajadores, los parados en busca de empleo y no digamos ya el personal sanitario.

Esperar mientras tenemos prisa va a ser el signo de la nueva etapa

La ecuación es sencilla de puro tonta: si tardamos más en hacer cualquier cosa, podremos hacer menos. Una relación que sabemos que no funciona en la dirección inversa —cuando todo es rápido, tampoco tenemos tiempo para nada—, pero que va a ser cada vez más evidente a medida que pasemos fases y nos demos cuenta de que tenemos las mismas obligaciones que antes (laborales, familiares, personales, de esparcimiento) que nos cuesta eones llevar a cabo. Esperar mientras tenemos prisa va a ser el signo de la nueva etapa.

La era de las colas

Lo contaba en una entrevista Hartmut Rosa, el gran teórico de la aceleración en la sociedad moderna. "Es un error interpretar la crisis del coronavirus como una ralentización generalizada", explicaba. "En primer lugar, en muchos aspectos viene acompañada de inquietud y miedo existencial, y en otros, implica una aceleración manifiesta".

El mejor ejemplo sería el del pequeño comerciante que ha cerrado su negocio y no sabe cuándo lo podrá volver a abrir, o en qué condiciones lo hará, o si para entonces le merecerá la pena hacerlo. Aparentemente, dispone de más tiempo que nunca porque no tiene gran cosa que hacer; sin embargo, no es un verdadero tiempo de disfrute, sino de estrés e inquietud. El del soldado en la trinchera esperando a que el enemigo ataque. Como continúa Rosa, "para los que temen por sus vidas o por su existencia económica, estos eventos no son una deceleración, sino una gran amenaza".

Es indiscutible que las crisis nunca detienen el mundo, sino que lo aceleran. Hoy ya es muy distinto a hace dos meses, y no se parece en nada a cómo será el mes que viene. Esa es la razón por la que tanta gente ha sentido durante los últimos meses que quedarse en casa en tiempos de pandemia, incluso si uno no tiene que trabajar, no ha sido el remedio mágico que esperaba para hacer todo eso que siempre quiso hacer y nunca tuvo tiempo. El tiempo puede haberse detenido en lo privado, pero es evidente que fuera de los límites de nuestro hogar se ha acelerado, paralizándonos en la inquietud. ¿Cómo se puede hablar de tiempo ralentizado cuando se suceden las informaciones sanitarias, políticas, sociales, cuando la situación cambia de la noche a la mañana?

La imagen de nuestra era es la de las colas del hambre: gente cuyo tiempo se ha detenido pero que no puede esperar más

No hay imagen que ilustre mejor esta contradicción que nos ha tocado vivir que las colas del hambre, formadas por personas cuyo tiempo privado se ha detenido pero que han sido arrasadas por el tiempo económico, empujándoles a buscar ayuda en comedores sociales. Personas que tienen que esperar durante horas para tener algo que comer, pero que no pueden esperar más para encontrar una forma de sobrevivir.

La paradoja más cruel. Cuando pisas el freno de un automóvil pasado de revoluciones, siempre hay unos protegidos por el cinturón de seguridad y otros que se estrellan contra el salpicadero.

Basta con salir a dar una vuelta para comprobar que todo va lento, casi demasiado lento. Hacer la compra, por ejemplo, es una pequeña odisea. Antes de salir de casa, uno se despide de su Penélope como si fuese a pasar 20 años fuera y espera que la guerra en Troya no se demore mucho. Cambiarse de ropa, prepararse —lavado de manos, ropa, lavado de manos, mascarilla, lavado de manos, ¿he hecho la lista de compra?, lavado de manos— y comprobar que uno no se deja nada es un ritual de lo habitual que muchos prefieren evitar. El mundo de allá fuera no es apto para nerviosos.

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