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Madrid está desapareciendo y nadie se ha dado cuenta
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Héctor G. Barnés

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Madrid está desapareciendo y nadie se ha dado cuenta

Tengo la sensación de que no he pisado la ciudad desde mediados de marzo, aunque haya vivido en ella. ¿Por qué el Madrid que conocimos parece cada vez más lejano?

Foto: Foto: Reuters/Sergio Pérez.
Foto: Reuters/Sergio Pérez.

Hoy se cumplen tres semanas desde que no piso Madrid, pero me parece mucho más. En mi cabeza, no he estado en Madrid desde mediados de marzo, quizá incluso antes. Madrid ha pasado a convertirse en algo lejano, como un abrigo que guardas en el trastero al principio del verano y sabes que está ahí cuando el frío vuelva, pero que no tiene sentido usarlo por ahora. De entre todas esas cosas de las que uno tuvo que olvidarse a la fuerza durante el confinamiento —conciertos, cine, restaurantes, reuniones— hay una que ni está ni se le espera. Madrid, quizá porque es la que aglutina todo eso.

Por supuesto, todo sigue en su lugar. Pero es una carcasa vacía, una simulación de sí misma. Como nos ocurre a todos cuando nos desnudamos, que se nos notan aún más los defectos. Por ejemplo, el espejismo de vitalidad de algunas de sus calles, que descubrimos que era impostado, cuando no directamente importado. A las calles comerciales les quita el comercio y no son ni calles, tanto dependen de él. Hace meses que no veo el Madrid de mi mente. A este paso, no sé cuándo lo volverá a ver. Quizá nunca. Porque era solo un espejismo.

Madrid es, básicamente, el azar. La posibilidad de encontrarte a tu gran amigo o enemigo irreconciliable a la vuelta de la esquina

Quizá mi sensación de desvanecimiento de Madrid, de progresiva extinción silenciosa delante de nuestros ojos, se deba a que Madrid no es nada. Perdonen la repugnante retórica publicitaria: Madrid es, básicamente, el azar. De encontrarte a tu gran amigo o enemigo irreconciliable a la vuelta de la esquina, una ciudad que baraja a las personas y las reparte aleatoriamente por sus calles propiciando encuentros entre clases sociales, condiciones e ideas que la lógica cotidiana impide. El gran perdedor de la pandemia es el azar: para evitar contagios, todo ha de estar planificado.

Por eso ya no es posible encontrarse con nadie en conciertos, cines, paseando por lugares lejanos a los que solo se puede acceder en transporte público. Bueno, tal vez sea posible, pero la mayoría no nos hemos quedado a comprobarlo. El verano en Madrid es algo que solo disfrutamos los que lo hemos vivido desde pequeños. Pero este año, también se ha desvanecido. Esas alianzas excepcionales que se forjaban entre los cuatro pringados y un becario que se quedaban al pie del cañón, esas amistades de agosto hirviente, la solidaridad de los cuarenta grados a la sombra. Eso no puede darse en pisos con aire acondicionado y reuniones con mascarilla.

placeholder Foto: Reuters/Sergio Pérez.
Foto: Reuters/Sergio Pérez.

Tampoco se puede disfrutar ya del placer que era recibir a gente de otros lugares que venían a ver un concierto, conocer la ciudad o cumplir esa migración a La Meca contemporánea que es el musical de 'El Rey León'. Por una vez, uno se sentía de forma absurda propietario de la ciudad. Nos pensábamos cuando mostrábamos la Gran Vía como si la hubiésemos construido por nuestras manos que éramos los dueños. En realidad, como mucho, éramos unos inquilinos al borde del desahucio, cuando no guardeses que sostenían el Madrid idealizado sobre nuestros hombros para que no se le cayese encima a los turistas.

Tan solo he tenido una vez en los últimos cinco meses la sensación de haber vuelto a Madrid: el primer día que se podía salir a caminar por la calle, cuando recorrí Embajadores hacia Cascorro, y de ahí a la Plaza Mayor. Vacía salvo un puñado de paseantes que, como nosotros, se hacían selfis, sorprendidos de que después de la pandemia siguiese allí, asegurándonos de que no era algo que habíamos soñado. No la pandemia, sino la Plaza Mayor. Tampoco era el Madrid real, sino una pizarra en blanco que prometía el retorno a una normalidad que no ha sido tal.

Vivir, visitar

Si algo ha puesto de manifiesto la pandemia es la brecha cada vez más amplia entre los lugares donde se vive y los lugares que se consumen, por resumir en una palabra ese maremágnum que es la actividad cultural, el ocio, el turismo, los eventillos y cualquier cosa susceptible de aparecer en una guía turística. Es lo que la mayoría de gente, especialmente la que no vive en dicha ciudad, tiene en mente cuando se habla de ella. Lo primero que muere cuando nos confinamos.

Fantasear con la posibilidad de vivir en un parque de atracciones urbano, en un capítulo de 'Friends' producido por Globomedia

El privilegio de vivir en una gran ciudad era precisamente ese: fantasear con la posibilidad de vivir en un parque de atracciones urbano, en un Port Aventura del placer treintañero, en un capítulo de 'Friends' producido por Globomedia. El resto son todo inconvenientes, por supuesto, pero parecía compensar. Cuando la ciudad comienza a desvanecerse, todos empezamos a soñar de nuevo con terrazas, jardines, pueblos y teletrabajo. Las ciudades que dejan de ser parques de atracciones se convierten rápidamente en ruinas.

Eso no quiere decir que en Madrid no haya vida, claro. Los barrios siguen su transcurso habitual en el Madrid donde se vive, que en muy pocas ocasiones coincide con el Madrid que se visita. Pero incluso ahí hay ciudades y ciudades: las glorias y tragedias de la planificación urbana facilitan que en Vallecas o Carabanchel sea más fácil revivir los veranos perdidos que en Las Tablas o en cualquiera de esos desarrollos urbanos donde tampoco existe el azar, puesto que en ellos tampoco hay espacios comunes donde dejar que la causalidad depare encuentros sin que sea necesario antes un mensaje de WhatsApp. Precisamente aquellos que parecen demandados por los que huyen del centro.

Foto: De Madrid al infierno. (iStock) Opinión

Quizá sea en ese espacio intermedio, tan semejante al de la capital de provincias —otras ciudades que se desvanecen— donde se encuentre el futuro, si este tiene que huir de la ciudad postal y de la ciudad dormitorio. Existe el riesgo de crear ciudades zombis que quedan vacías en cada pandemia porque en ellas no vive nadie y los turistas no dejan espectros, rodeadas por ciudades fantasma donde la ausencia de lugares comunes obliga a que todo el ocio sea privado, individual, a espaldas de la calle.

El peligro de ese modelo es que es muy fácil dejar de existir, desvanecerse en el aire. Estar, pero no ser. Como Eurodisney después del desfile final, cuando se echa el cierre. Imagínense tener que pasear por un parque de atracciones de madrugada: qué miedo. Pero así han sido algunas de las últimas noches de Madrid. Ahí está la Puerta de Alcalá, sí, pero cada vez se parece más a la Estatua de la Libertad al final de 'El planeta de los simios'. Un cadáver sin nadie que lo mire ni lo entienda.

Hoy se cumplen tres semanas desde que no piso Madrid, pero me parece mucho más. En mi cabeza, no he estado en Madrid desde mediados de marzo, quizá incluso antes. Madrid ha pasado a convertirse en algo lejano, como un abrigo que guardas en el trastero al principio del verano y sabes que está ahí cuando el frío vuelva, pero que no tiene sentido usarlo por ahora. De entre todas esas cosas de las que uno tuvo que olvidarse a la fuerza durante el confinamiento —conciertos, cine, restaurantes, reuniones— hay una que ni está ni se le espera. Madrid, quizá porque es la que aglutina todo eso.

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