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La sospechosa euforia silenciosa de Madrid: ¿qué están tramando?
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Héctor G. Barnés

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La sospechosa euforia silenciosa de Madrid: ¿qué están tramando?

Da la sensación de que algo raro pasa en Madrid, algo que no se puede describir muy bien. Como si estuviésemos tramando un plan secreto. Algo bello y peligroso

Foto: El Rastro, el pasado domingo. (Reuters/Javier Barbancho)
El Rastro, el pasado domingo. (Reuters/Javier Barbancho)

El miércoles choqué el puño con el frutero. Era un puño enguantado, faltaría más, y espero que convenientemente hidroalcoholizado, pero un puño anónimo al fin y al cabo. Un 'remake' carabanchelero de 'La creación de Adán' de Miguel Ángel, con la diferencia de que fue el frutero y no Dios quien insufló la chispa de la vida del contacto físico. Por fin, tocar de nuevo, celebrar la vida. Qué sensación más extraña.

Cada vez me sorprendo más a menudo estrechando manos ajenas o palmeando espaldas familiares, que supongo que es a lo que se refieren los epidemiólogos cuando dicen que nos estamos relajando. Ofrecer la mano o hacer el amago de dar dos besos es hoy como eructar en público. Un gesto que puede surgir de forma espontánea, casi irresponsable, y ocasiona una mezcla de incomodidad y culpa. Aceptar el reto o no te hace situarte filosóficamente en un lado u otro de la pandemia. ¿Tú qué eres, de los relajados o de los cumplidores?

Un vejete se despide de su amigo, y aunque pronuncia "voy a ver si compro el pan", en realidad quiere decir "creo que vamos a sobrevivir a esto"

Madrid está en ese punto de la pandemia, ganando confianza como el niño que deja de hacer pie en el mar y se lanza a bracear. En agosto escribí una columna que sugería la paulatina desaparición de Madrid. Esta semana, por primera vez, ha tenido la sensación de que Madrid ha vuelto. De repente, Zoom coge polvo. Han vuelto las reuniones, los eventos, las compras, las terrazas, los paseos por el Retiro, las mañanas en la Casa de Campo y la cosa más madrileña que puede existir en el consumista siglo XXI: los ríos de gente recorriendo la Gran Vía. Un urbanista me dijo este año que las pandemias, a diferencia de las guerras, no dejan ruinas arquitectónicas, por lo que la ciudad no muestra sus heridas. Madrid se empieza a parecer sospechosamente a Madrid.

Esto sonará terrible en aquellas comunidades que están viviendo los peores momentos de la pandemia, como si se tratase de una broma pesada inventada desde la capital. En realidad, suena terrible incluso en Madrid. Pero a ratos parece que, entre cotillones 'online' y vacunas en la cesta de Navidad, se ha acabado la pandemia y ya solo llevamos la mascarilla por no perder la costumbre. No niego que los medios tengamos gran culpa en ello. El foco ya no es Madrid, el coronavirus ya no existe. No nos queda pandemia, solo presupuestos, Bildu y armonización fiscal.

Foto: People shop at el rastro flea market in madrid

Paseaba por el Rastro el otro día y por primera vez me pareció que las cosas podrían volver a ser iguales. Me senté en una terraza a ver la gente pasar y me di cuenta de que la capital vive ahora en un eufórico ambiente prenavideño de sol amable al mediodía y buenos sentimientos. Un vejete con mascarilla y gorra de chulapo saluda a otro vejete con mascarilla y sin gorra de chulapo y aunque pronuncia "voy a ver si compro el pan", en realidad quiere decir "creo que vamos a sobrevivir a esto".

Madrid está emocionalmente navideño, sí, pero en esa versión histérica de la Navidad que se vive a las cinco de la madrugada del uno de enero. La Navidad pasada de rosca, la copa de champán de la resaca, el regalo inútil del seis de enero, las sobras secas que te comes el último día de fiestas para no tirarlas a la basura. Una euforia contenida y callada, incomunicable, un poco culpable. Como el paralítico al que se le ha dicho que no puede andar y de repente, se envalentona por dar dos pasos con muletas y se cae al suelo. Da la sensación de que algo raro pasa en Madrid, algo que no se puede describir muy bien. Como si estuviésemos tramando un plan secreto. Algo bello y peligroso.

El milagro madrileño

No sentía nada parecido desde que el Madrid ganaba la enésima Champions tras una temporada lamentable. Esa mezcla de vergüenza, orgullo y alivio al saber que aunque todo vaya mal, siempre puede salir bien alguna cosa. La metáfora madridista es oportunamente moralizante porque a toda victoria histórica le ha sucedido un batacazo otoñal. Lo comentaba un conocido hace poco: "Mogollón de peña en la calle y terrazas a reventar. La hostelería está salvada y Ayuso es su heroína. Madrid va bien. Es el milagro navideño. Algo no me cuadra. Algo".

No hay nada más peligroso que la sensación de invulnerabilidad del que ha superado infinitos apocalipsis

A mí tampoco me cuadra. Quizá estemos contentos por esa sensación de irrealidad: íbamos a estar muy mal, pero aún seguimos aquí. Hemos sobrevivido a la primera ola, a la vuelta al cole, al otoño, al frío, a la segunda ola, al confinamiento inminente que algunos epidemiólogos han pronosticado desde principio de agosto, que nos manden la tercera ola que estamos listos. Tras meses en incertidumbre constante, que los peores augurios no se cumplan ha provocado una extraña sensación de victoria. No hay nada más peligroso que la sensación de invulnerabilidad del que ha superado infinitos apocalipsis. Ponte el abrigo y vamos a ver las luces y tal vez tomar un chocolate.

"Dice un caballero que yo conozco, que esto es un Carnaval de todos los días, en que los pobres se visten de ricos. Y aquí, salvo media docena, todos son pobres. Facha, señora, y nada más que facha. Esta gente no entiende de comodidades dentro de casa. Viven en la calle, y por vestirse bien y poder ir al teatro, hay familias que se mantienen todo el año con tortillas de patatas... Conozco señoras de empleados que están cesantes la mitad del año, y da gusto verlas tan guapetonas. Parecen duquesas, y los niños principitos. ¿Cómo es eso? Yo no lo sé. Dice un caballero que yo conozco, que de esos misterios está lleno Madrid".

placeholder Foto: Reuters/Sergio Pérez.
Foto: Reuters/Sergio Pérez.

Esto no lo digo yo, esto lo escribía Galdós en 'La de Bringas'. Y está Madrid un poco galdosiano epidemiológicamente. Nos hemos mantenido todo el año a base de tortillas de patatas confinadas para poder salir en Navidad a ese teatro que son las calles del centro, donde siempre parece que hay una manifestación por nada. Siempre pensé que quien llenaba las calles eran los toledanos, pero no, éramos nosotros. Misterios madrileños. El aparente milagro de los datos se ha traducido en una tensa espera hasta la próxima ola, la vacuna o el día que se abran los siete sellos. Madrid es el 'carpe diem' culpable de ver que al de al lado le va peor que a ti.

Misterios que nos hacen olvidar que, en realidad, sí estamos mal. Las muertes a mi alrededor caen a cuentagotas, pero no han parado. La diferencia es que hemos aprendido a no dejar que no nos afecte. La aparente euforia madrileña no es más que el efecto del olvido anestesiante. Los veteranos de guerra saben que una de las partes más duras del retorno al hogar es darse cuenta de que todos te dan la espalda porque eres un recordatorio constante de que nunca se puede volver a la normalidad. Madrid está feliz y contenta, pero debajo del Madrid que comienza a tramar planes de futuro hay un Vietnam al que no queremos mirar a los ojos.

El miércoles choqué el puño con el frutero. Era un puño enguantado, faltaría más, y espero que convenientemente hidroalcoholizado, pero un puño anónimo al fin y al cabo. Un 'remake' carabanchelero de 'La creación de Adán' de Miguel Ángel, con la diferencia de que fue el frutero y no Dios quien insufló la chispa de la vida del contacto físico. Por fin, tocar de nuevo, celebrar la vida. Qué sensación más extraña.

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