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Olvídate de los felices años 20, los que van a volver son los aburridos años 90
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Héctor G. Barnés

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Olvídate de los felices años 20, los que van a volver son los aburridos años 90

El desfase se lo van a poder permitir cuatro. El resto vamos a sobrevivir en nuestras casas, aprovechando el ocio de masas de Netflix, Amazon y Google

Foto: Foto: Reuters/Jon Nazca
Foto: Reuters/Jon Nazca

Desde que todo-esto-empezó, he terminado conociendo al dedillo el más oscuro rincón de mi casa. De dos casas: me mudé en julio. Podría dibujar el parqué de memoria o reproducir el arbitrario patrón del gotelé. A lo largo de estos meses, mi casa se ha convertido en un reloj suizo, una perfecta maquinaria diseñada para complacerme al segundo. Sé dónde tengo que dejar el vaso para alcanzarlo con estirar el brazo, a qué hora exacta la luz del atardecer alcanza la cama en el dormitorio, a qué hora estratégica poner la calefacción. Me he suscrito a plataformas para ver películas que nunca veré, he vuelto a leer tebeos Marvel y he comprado en Steam videojuegos a los que nunca jugaré. He tirado cosas y he comprado otras tantas. He construido un imperio.

Anoche, además, soñé por primera vez en mi vida que tenía un perro. Se tumbaba a lo largo de la cama y le decía: "No te preocupes, no vamos a ir a ningún sitio".

A estas alturas ya habrá leído en infinidad de ocasiones la teoría de que después de la pandemia volverán los locos años 20. Nunca le ha rentado a nadie tanto una observación como a Nicholas Christakis, que poco menos que soltó la idea como una ocurrencia en la barra del bar y ahora se ha convertido en el gurú del libertinaje, sin ser él nada de eso. A mí no me convence demasiado, no solo porque, como ya expliqué, los años 20 del siglo XX tampoco fueron para echar cohetes salvo que te llamases Henry Ford o Francis Scott Fitzgerald, sino porque no hace falta remontarse tan atrás para darse cuenta de hacia dónde va nuestro futuro inmediato: hacia casita.

Nuestra casa es nuestra vida: la oficina, el bar, la discoteca, la sala de conciertos

Me interesa más lo que cuentan los decoradores que los sociólogos, quizá porque los primeros sienten el temblor en el suelo y los segundos te cuentan que ha habido un terremoto. Esta semana en ‘The Economist’, la columnista Virginia Hefferman presentaba una tesis con la que simpatizo: que lo que va a volver es el ‘cocooning’, el repliegue a la intimidad del hogar que se produjo durante los años 80 de los contraculturales y fatigados 70. Hemos pasado tanto tiempo preocupándonos por acondicionar nuestro hogar que nos hemos acostumbrado a él. Nuestra casa es nuestra vida: es la oficina, el bar, la discoteca, la sala de conciertos.

¿Qué es el ‘cocooning’? Así lo definió en 1981 su creadora, la "futurista" Faith Popcorn: "Es la necesidad de protegerse de las duras e impredecibles realidades del mundo exterior". Una protección psicológica que iba en sintonía con el ritmo de los tiempos y que ha vuelto en la era del "quédate en casa". La era de Reagan, la guerra de las galaxias y el neoliberalismo, la era en la que los ‘baby boomers’ comenzaron a formar familias, fundaron empresas en Silicon Valley y en la que el revolucionario Jerry Rubin pasó de 'yippie' a 'yuppie'. Si los 70 eran la imagen de un decrépito Nueva York en bancarrota y ruinas, los años 80 eran los del ‘sprawl’ urbano, la vivienda unifamiliar en las afueras.

placeholder Mike Myers, asesino de barrio residencial.
Mike Myers, asesino de barrio residencial.

Ese es el ‘cocooning’ por antonomasia: la televisión por cable, las películas de Steven Spielberg que recordaban con añoranza otra época de ‘cocooning’, la del ‘american way of life’ de los años 50, pero también la de las películas de terror protagonizadas por monstruos de barrio residencial como Mike Myers o Freddie Krueger. Como me recuerda un compañero del periódico, en España, "en los 80 no se quedaban en casa ni los del Opus"; así que de igual manera que el 75 y la Transición llegaron después que el 68, los noventa fueron nuestros años 80. Era la época de la televisión privada y de Canal+, del adosado en la sierra y el ‘boom’ inmobiliario, de comprarse una tele para ver las Olimpiadas y la Expo, de la culminación del proceso de ‘clasemediatización’ de España, de la llegada del Partido Popular al poder.

Resulta elocuente comprobar cómo cada uno de los hitos de la época tiene su correspondencia en el momento presente. Canal+ es Netflix. El rock para adultos de Phil Collins, Bonnie Tyler o Dire Straits es Bon Iver, Taylor Swift o Tame Impala, herederos de sonidos sintéticos e intimistas. El espíritu de Amblin se ha trasladado a las producciones de Disney+. La amenaza constante que emergía desde el televisor en los programas de Nieves Herrero o Paco Lobatón, que tan bien retrató Eduardo Maura, son los okupas de Ana Rosa Quintana o las ‘true crime stories’ que las plataformas presentan a un público ansioso de crímenes escabrosos y bajas pasiones humanas, desde ‘Making a Murderer’ hasta ‘Muerte en León’. ‘Cocooning’ es sentarse frente el televisor 4K para que no te 'okupen' la casa.

Al que vendía pintura le ha ido muy bien; y al que organizaba conciertos, mal

Estas rimas entre épocas tienen su correspondencia en la adaptación para ‘millennials’ del ‘cocooning’, el ‘new cosy’. Según el artículo que acuñó el término hace algo más de dos meses, se trata de "suavizar los bordes más duros de la vida" a través de luces bonitas, incienso, muñecos majos, vídeos simpáticos en Twitch y, sobre todo, el rechazo de toda vida social más allá de las relaciones ‘online’. Para los adolescentes, su imperio es su propia habitación; y como tal, no necesitan traspasar sus límites.

No son los únicos. Conozco historias de algunos que apenas vieron a sus compañeros de piso durante semanas en el confinamiento. Tener que compartir una pandemia con un desconocido es un agobio, pero todos terminamos siendo un poco desconocidos cuando estamos obligados a convivir 24 horas al día.

Recarga y vuelta al trabajo

Me convence más el repliegue a los hogareños 90 que a los burbujeantes 20 porque aunque la economía sigue a las costumbres, la disrupción pandémica puede hacer que las costumbres sigan a la economía. Me pregunto si para cuando se pueda hacer vida social habrá cosas por las que merezca la pena hacer vida social. En términos humanos, a los amigos que vendían pintura les ha ido genial en la pandemia; y a los que organizaban conciertos, fatal. La diferencia es que vender pintura es funcional en el mundo de Netflix, Amazon y Google, mientras que un segundo caminando por la calle es un segundo menos de consumo ‘online’.

No se trata tan solo de tener ganas, sino de tener incentivos Por mucho que uno arda en deseos de ir de festival o de salir hasta las seis de la mañana, cada vez tengo más dudas que para 2022 quede algún festival al que ir o algún garito que abra hasta esa hora. Ahora sí pienso que el toque de queda, el cierre de bares y la limitación de la vida social van a afectar a nuestras costumbres, entre otras razones porque cuanto más tiempo pasa sin volver a la normalidad más dinero invertimos en placeres hogareños. Y si uno invierte en una televisión de 200 pulgadas y 800 suscripciones, ¿para qué va a salir de casa? El mundo de afuera es cada vez más raro.

Como no tenemos dónde ir, cuando dejamos de trabajar caemos en el letargo del hogar

Después de que gracias a Marie Kondo tirásemos la mitad de la casa por la ventana, este último año la hemos vuelto a llenar con cintas de correr, máquinas para hacer pan o videoconsolas. Nuestro hogar es un mausoleo consagrado a nosotros mismos y un monumento a la hiperproductividad: como bien recuerda la autora del ‘new cozy’, cuando apagamos el ordenador, como no tenemos dónde ir, vivimos en "un estado de recarga continuo" en el que lo que realmente queremos es vaguear, estar calentitos, dejar de socializar. Un estado letárgico de vacío, como bien apunta Hefferman cuando recuerda la paradoja de que nuestros hogares ahora parecen "el lugar que más queremos evitar": un hospital.

"El diseño en la era de la pandemia es 'aéreo'", explica. "También parece un vacío". Eso tal vez se deba a que nuestras casas se han convertido más en oficinas que en salas de juegos. El hogar ha adquirido de repente una funcionalidad productiva que antes no tenía, o al menos no tan clara. Y como buena oficina, predominan los colores blancos y claros, el pragmatismo, el descanso visual, el minimalismo, la frialdad y la impersonalidad. Nuestra casa es un no-lugar. Todos tenemos ya la sensación de que nuestra vida es un perpetuo ciclo de trabajo y descanso, un "estado de recarga continuo". Por eso hoy vemos la frase de Juan Luis Arsuaga "la vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado" como una tétrica predicción.

Seamos sinceros, lo de que esto va a ser un desfase este año, o el que viene, o el otro, solo puede pensarlo un veinteañero pijo de Malasaña. El resto hacía ya años que estaba recogiendo las cosas y marchándose al barrio, a la ciudad dormitorio, a la provincia, al pueblo o donde pueda. El discurso del retorno al campo (o a la ciudad dormitorio) no deja de ser una racionalización de ese proceso de abandono de los centros de las ciudades, que quedarán para los cuatro privilegiados que sí vivirán unos felices 20 (como, en realidad, también ocurrió con aquellos felices 20) mientras el resto se consuela con una vida confortable de ocio a domicilio proporcionado por las grandes plataformas globales de entretenimiento de masas ‘low cost’. Casita de campo, mantita, Netflix, y a compartir las fotos del huerto en Instagram. De repente, todos tenemos 70 años.

Desde que todo-esto-empezó, he terminado conociendo al dedillo el más oscuro rincón de mi casa. De dos casas: me mudé en julio. Podría dibujar el parqué de memoria o reproducir el arbitrario patrón del gotelé. A lo largo de estos meses, mi casa se ha convertido en un reloj suizo, una perfecta maquinaria diseñada para complacerme al segundo. Sé dónde tengo que dejar el vaso para alcanzarlo con estirar el brazo, a qué hora exacta la luz del atardecer alcanza la cama en el dormitorio, a qué hora estratégica poner la calefacción. Me he suscrito a plataformas para ver películas que nunca veré, he vuelto a leer tebeos Marvel y he comprado en Steam videojuegos a los que nunca jugaré. He tirado cosas y he comprado otras tantas. He construido un imperio.

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