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Todos los días son miércoles: un mundo con todo lo malo de antes y nada de lo bueno
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Héctor G. Barnés

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Todos los días son miércoles: un mundo con todo lo malo de antes y nada de lo bueno

Vivimos en un instante en el que muchas cosas han vuelto a la normalidad pero aún no sabemos cuándo podremos hacer otras. Estamos en un compás de espera algo optimista pero que no acaba

Foto: Foto: Reuters/Susana Vera.
Foto: Reuters/Susana Vera.

El sábado pasado, me planté en Moncloa (la estación, no el palacio), compré un billete y una hora después estaba al otro lado de la pandemia. Apenas 50 kilómetros más allá, sin ni siquiera cruzar la frontera abulense. Imaginariamente, era otro universo. En un camino abandonado en mitad de la sierra hay menos covid. Incluso se podría decir que no existe, a diferencia de lo que ocurre de las ciudades, atestadas de signos que nos piden que estemos constantemente alerta. La alarma continua te vuelve loco. Qué feliz ser dominguero.

Hacía casi una temporada completa que no traspasaba el radio de 20 kilómetros que separa Madrid de Móstoles. Un cromañón habría visto más mundo en un día tonto. Dormir en un hotel prácticamente vacío es toda una terapia: al ritual atemporal, por no decir anacrónico, de los hospedajes (“el ascensor está a la derecha, inserte la tarjeta para tener luz, el desayuno hasta las doce”) se le añadía otra serie de ritos pandémicos. Aquí tiene gel, no hay servicio de lavandería, apúntese en la cafetería porque con-esto-del-covid hemos limitado el aforo.

Es sentirse demasiado indiferente como para que a uno le importe ser triste o feliz

El punto en el que se intercalan ambos conjuntos de signos, el de un mundo de viajes, descubrimiento y lujo tímidamente democratizado, heredado del romanticismo ‘byroniano’ de principios del siglo XIX, y otro de restricciones, conservadurismo y renuncia pandémica, es el que mejor define el momento en el que nos encontramos. Uno en el que el viejo mundo está volviendo, pero aún no podemos acabar de asesinar la pandemia. No se preocupen, no citaré aquello de Gramsci, el viejo mundo y el nuevo, pero monstruos hay unos cuantos.

¿Cómo ha de comportarse uno en momentos de duermevela, en umbrales imposibles? La pasada semana, el ‘New York Times’ publicaba una columna sobre “languidecer”. ‘Languishing’, decía el célebre psicólogo Adam Grant, es esa sensación tan común de estancamiento y vacío que conducen a la desilusión. “Como si uno estuviera pasando los días sin rumbo, mirando la vida a través de un parabrisas empañado”. La emoción dominante de 2021, proponía.

Llevamos languideciendo un buen rato, casi desde que comenzamos a hablar de fatiga pandémica y abusamos del término hasta desgastarlo. Hablar de fatiga pandémica ya no es terapéutico, sino otra parte más de esa fatiga. En cambio, languidecer es más decimonónico, más melancólico, y menos apocalíptico. Es como cuando uno corre una maratón y finalmente se sienta a descansar. Es estar demasiado contento para estar deprimido y estar demasiado triste para estar feliz. Ni una cosa ni la otra: es sentirse demasiado indiferente como para que a uno le importe ser triste o feliz.

Como la última semana antes de vacaciones, ese interregno de calma chicha infantil que separaba los exámenes del inicio del verano escolar, arrastrando los pies hasta que nos daban las notas y podíamos salir corriendo. Mientras tanto, nada nos motiva ni mucho ni nada, ni estamos lo suficientemente mal para quejarnos, ni lo suficientemente bien como para que senos quiten las ganas de hacerlo, ni encontramos sentido en todos esos actos de orden en los que nos refugiamos en el confinamiento y que de repente se han convertido en cárceles. Ojalá poder hacer algo estúpido, ilegal o inmoral.

Ojalá poder hacer algo estúpido, ilegal o inmoral

La aportación más interesante de aquel artículo la encontré en los comentarios. “Todos los días son miércoles”, proponía una tal Judy de Massachusetts. “Los días, las semanas y los meses se han mezclado en una monotonía. La rutina estructura mi día a día. Pero la espontaneidad ha desaparecido. Estoy siempre en el mismo espacio. Vivo y trabajo. Mis conversaciones cara a cara son videollamadas. No hay intercambio de sonrisas con los extraños si todos llevamos mascarillas. Me gusta tener tiempo para mí misma. ¿Pero esto? Es demasiado. Esos pequeños cambios son el ingrediente que hemos perdido”. Gracias, Judy.

Morrissey cantaba a finales de los ochenta que “todos los días son domingo”, y a menudo se olvida que no era una celebración del fin de semana sino una evocación del cargante sentimiento de vuelta a la rutina del final del finde. Con tintes apocalípticos: “Todos los días son domingo, todos los días son silenciosos y grises”.

Los miércoles son aún peores. Los miércoles, hemos quemado ya los cartuchos del fin de semana (anterior). Y el fin de semana (posterior) está demasiado lejos como para dejarnos llevar. Es como ese meme en el que aparecen Tintin y el capitán Haddock. 'Aún miércoles, ¿eh?' Como lanzarse a nadar en el mar y no ver tierra firme en ningún horizonte. Los miércoles son como nuestro estado mental actual. Estamos esperando ¿a qué, exactamente? ¿A la vacuna, a la relajación de medidas, al final de la pandemia, a Godot?

El mundo que no espera

La realidad es que, en muchos aspectos, ya hemos llegado a algunos destinos. El mundo pandémico a abril de 2021 es un mundo en el que se han retomado muchas normalidades sin que otras hayan vuelto. El funcionamiento laboral, salvo algunos pequeños detalles, es prácticamente igual al de antes de la pandemia. Otras cosas, por el contrario, parece que no cambiarán. A veces me siento como los protagonistas de ‘El bosque’ de M. Night Shyamalan, condenados a no abandonar nunca su aldea, rodeada por esos monstruos que no pueden ser nombrados.

Hay tensión entre lo que debemos hacer y lo que no sabemos cuándo podremos hacer

El mundo hoy es una mezcla absurda de antiguos y nuevos rituales, que en algunos casos, ya han caducado. Las leoninas distancias de separación de dos metros, la abundancia de gel hidroalcohólico como amuleto anticovid definitivo, esa gente que en algún momento se puso en su nick #QuédateEnCasa y nunca se lo llegó a quitar. Vivimos en una tierra de nadie que presenta muchos de los inconvenientes del pasado y ninguna de las ventajas del futuro. ¿Qué futuro?

Creo que esa languidez, esa sensación de estar viendo el mundo desde detrás de un cristal, es producto de esa contradicción irresoluble entre las cosas que estamos obligados a volver a hacer y las que no sabemos cuándo volveremos a hacer. La sensación de sentirse vacío, inútil y agotado probablemente emane de la incapacidad de encontrar nada que nos haga sentir llenos, útiles y motivados. En un alto grado, como he explicado en alguna ocasión, se debe a la caída de la venda de los ojos de lo laboral: desprovisto de otros factores como las relaciones humanas o el intercambio de ideas, nos hemos dado cuenta de que el trabajo nos daba menos de lo que pensábamos.

Foto: Foto: EFE. Opinión

En otras ocasiones, puede tratarse del mero agotamiento que produce la larga serie de adaptaciones vitales que hemos llevado a cabo sin pequeñas recompensas. La sensación de compás de espera, de limbo permanente, acuciada por campañas electorales que parecen desarrollarse ya no al margen de esta realidad, sino directamente en coordenadas espacio-temporales alternativas (parece que vivimos en la Alemania de los 30 más que la España pandémica de 2021), provoca una sensación de extrañamiento hacia la propia vida.

Esta sensación de extrañamiento cotidiano es lo que nos hace languidecer. Todos los días son miércoles, pero un miércoles especialmente soso. Un día de la marmota en el que, como Phil Connors, aprendimos a hacer lo correcto, pero a diferencia de lo que ocurría en ‘Atrapado en el tiempo’, cuando conseguimos manejar el tiempo no pudimos salir de la rueda. No hay playa en la vista, nos han dejado olvidados en mitad del mar, náufragos de guerras huecas. El viernes nunca llega. Y, cuando llega, se parece terriblemente al miércoles.

El sábado pasado, me planté en Moncloa (la estación, no el palacio), compré un billete y una hora después estaba al otro lado de la pandemia. Apenas 50 kilómetros más allá, sin ni siquiera cruzar la frontera abulense. Imaginariamente, era otro universo. En un camino abandonado en mitad de la sierra hay menos covid. Incluso se podría decir que no existe, a diferencia de lo que ocurre de las ciudades, atestadas de signos que nos piden que estemos constantemente alerta. La alarma continua te vuelve loco. Qué feliz ser dominguero.