Mitologías
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Otro gran libro para pensar España: el Pueblo perdido y el misterioso documental 'aussie'
En 'El Pueblo y yo', el profesor Antonio Javier González ofrece un retrato poliédrico de la España rural de 1981 a partir de una película perdida rodada por dos australianos
No tiene una amplia distribución y no ha acaparado debates en redes sociales ni presencia mediática, pero uno de los libros que más y mejor me han ayudado a pensar la España rural, la relación que mantenemos con ella en 2021 y, sobre todo, los laberintos del recuerdo, la invención y la investigación, es 'El Pueblo y yo'. Escrito por el profesor de la Universidad de Cádiz Antonio Javier González Rueda y editado por Madara, se presenta como "un ensayo personal y visual sobre la España rural de 1981 vista desde la antípoda", pero es mucho más. Es un trabajo académico, una investigación sociológica y antropológica, una novela de detectives a lo Conan Doyle y un diario personal. Historias dentro de historias, como en 'El Quijote'. Tal vez González solo sea su médium, su Cide Hamete Benengeli.
El proyecto nace de la identificación de un misterioso documental rodado a comienzos de los años 80 en un Pueblo de la Sierra de Grazalema, cuyo nombre el autor nos escamotea hasta el final (y que no reproduciré aquí, siguiendo la misma lógica narrativa, aunque no tienen que irse muy lejos para encontrarlo). 23 misteriosos minutos rodados por dos australianos. El libro arranca con la búsqueda del documental desaparecido ('spoiler': gracias al trabajo de González está en YouTube, como se puede comprobar debajo de estas líneas) y concluye con un poético cierre de círculo histórico. Un laborioso proceso de investigación, negociación y antropología que termina sacando a la luz todos los secretos de aquellas imágenes, despojándolas de su aliento mítico para convertirlas en material comprensible. Ese es el gran logro del ensayo: al contrario que en 'Liberty Valance' rascar en la leyenda para encontrar los hechos.
Merece la pena ver el documental sin saber nada sobre él. Así uno puede disfrutar del "pintoresquismo" de la guitarra flamenca y los fandangos, las vaquillas en "la plaza de toros más grande del mundo" y de un toque casi 'flahertiano' que muestra una voluntad formal que trasciende su misión inicial, que no era otra que rodar un documental educativo para que los alumnos neozelandeses supiesen cómo era la vida en la España recién llegada a la democracia. Los documentos que perviven terminan superando su condición inicial y convirtiéndose en lo que nunca pensaron ser: en este caso, en un retrato en espejo de la España perdida.
Lo fascinante de 'El pueblo y yo' es precisamente esa mezcla de puntos de vista. La de los dos directores, John Tristram y James Wilson, entre el dandismo y el hipismo, que aterrizaron en la España de principios de los 80 con el mandato de encontrar un Pueblo-Ohio que recogiese la esencia de lo rural español. La del autor, visitante del Pueblo desde su infancia, Indiana Jones que no dejaba de preguntarse qué pintaban dos australianos en la Andalucía de la época. Pero también, la de los protagonistas de la película, alterada por el paso del tiempo, y la de los actuales vecinos del Pueblo.
"Cuanto más sabe uno sobre una comunidad, peor observador es de esa realidad"
Tiempo y lugar. No se trata solo de la mirada foránea del que rueda a una mujer de luto encalando las paredes de una casa porque nunca ha visto nada semejante (mientras tal vez el resto del pueblo le mire con extrañeza por eso mismo), sino también del extrañamiento que provoca el paso de tiempo sobre el propio comportamiento. En otras palabras: entre la mirada extraña, la mirada cercana, la mirada de lo cotidiano y la mirada de la nostalgia. Si lo juntas todo y lo agitas, el resultado es un retrato más complejo y poliédrico de la realidad que el que suelen proporcionar las visiones unívocas, aderezadas por la idealización, la romantización y la retórica, que tan comunes suelen ser en los retratos de lo rural. La nostalgia llega donde no lo hace la memoria o directamente, llena los huecos que no se han vivido. Si no conoces el pasado, suéñalo.
Lo resume muy bien el profesor en el libro: "Cuanto más sabe uno sobre una comunidad, sobre un tema concreto, peor observador es de esa realidad. Los sesgos, las miopías solo se pueden mitigar con distancia y con la comparación, con el contraste, de fuentes muy diferentes". El saldo final no ofrece un pasado añorado, aunque haya algo de nostalgia, sino más bien un honesto reconocimiento de que las cosas eran de una manera antes y hoy son de otra. Es lo que tiene la investigación antropológica: el velo del misterio cae y nos deja a solas con lo trivial. Pero lo trivial es la arcilla con la que se construye la vida.
Peligro en el pasado
En el recurrente debate sobre si la vida pasada era mejor o peor, que a menudo se asimila con que si lo rural es preferible a lo urbano o si es mejor inaugurar pantanos que políticas LGTBI+, siempre conviene contrastar perspectivas. Antonio cita una reveladora observación del politólogo Ángel Cazorla de la Universidad de Granada: "Podemos afirmar que, hablando exclusivamente en términos materiales, cualquier tiempo pasado fue peor, aunque no puedo evitar pensar que algo fundamental se ha perdido en el camino".
Esa sensación de pasto fáustico en el que hemos obtenido progreso material a costa de nuestra alma define algunas tensiones discursivas sobre la historia reciente de España, especialmente cuando lo material empieza a hacer grietas en las sucesivas crisis. El paso del tiempo siempre genera pérdidas, y como ocurre con tantos (¿con todos?) los retratos sobre lo rural, la nostalgia por un tiempo más inocente termina haciendo acto de presencia en algunos discursos, aunque el autor los matiza cuando amenazan con ofrecer visiones totalizadoras. Porque, probablemente, lo que se echa de menos no es lo rural, sino el pasado.
Tal vez influya que Andalucía fuese una región particularmente pobre, y que por ello, ningún personaje del Pueblo defienda sinceramente que la vida antes era mucho mejor. Hay "peligro en el pasado", cantaba Robert Forster, y el trabajo muestra que hay peligro en imaginar sin atreverse a conocer. Un buen ejemplo son las reacciones frente a los hábitos de la juventud. Hay quien lamenta "una aculturalidad" musical en la que ya no se reúnen para cantar a la fresca. Pero también se recuerda que en 1981 era raro que las mujeres pudiesen salir de fiesta y que, afortunadamente, eso ha cambiado en todo este tiempo. "El control paterno era férreo hasta casi los treinta años y el disfrute y el gozo venía de la carencia". Qué fantástica frase.
Siempre hay un poco de impostura, siempre hay peligro a la hora de recordar el pasado
A medida que uno se sumerge en la narración, se pierde intriga y se gana clarividencia, que es de lo que se trata la antropología. El autor, que para eso ya no cumple los 50, ofrece un retrato realista, justo, de los éxitos y victorias del Pueblo. "Ser mujer y joven sigue teniendo muchas desventajas en el mundo rural, aunque los avances son evidentes para un observador externo, pero también para los protagonistas de dicha transformación", escribe en una de las páginas finales del libro. "Peor encaje tiene ser homosexual o lesbiana en el territorio rural, ya que el control social impone la máxima de 'sé lo que quieras, pero que no se vea'". La bandera LGTBI ha ocupado el lugar de la bandera del águila: lo visible ha cambiado, las actitudes lo hacen poco a poco.
¿Por qué eligieron dos 'hippies' australianos precisamente ese Pueblo y no otro? ¿Por qué fue el elegido para ser inmortalizado en las antípodas? ¿Cuál es la esencia de la España vaciada cuando aún no se llamaba así ni estaba vaciada? La respuesta es más prosaica de lo que puede parecer, y responde a las necesidades de un momento concreto. Simplemente, fue una recomendación de una trabajadora de la embajada australiana llamada Ruth cuando los directores le dijeron que no querían un pueblo turístico. "Alcalde entusiasta, 700 habitantes, casas blanquísimas, calles muy limpias, bonita iglesia, plano laberíntico, población de montaña aislada, paisaje cinematográfico, plaza de toros singular, procesión de la Virgen prevista en octubre, escuela rural con más de 30 años…". Todo encajaba.
Dense un paseo por el Pueblo para descubrir su verdadera identidad. Es un buen retrato de los cambios que han acontecido en los últimos 40 años y de las cosas que permanecen igual, de las dificultades para quedarse y del anhelo urbanita de volver, de la realidad debajo de los discursos. Un retrato poliédrico de "lo que recordamos, lo que olvidamos, lo que no queremos recrear, lo que evocamos desde nuestras pequeñas imposturas, en fin, lo que nos hace seres humanos con memoria", concluye González. Siempre hay un poco de impostura, siempre hay un poco de selección a la hora de abordar el pasado, siempre hay peligros en el pasado.
No tiene una amplia distribución y no ha acaparado debates en redes sociales ni presencia mediática, pero uno de los libros que más y mejor me han ayudado a pensar la España rural, la relación que mantenemos con ella en 2021 y, sobre todo, los laberintos del recuerdo, la invención y la investigación, es 'El Pueblo y yo'. Escrito por el profesor de la Universidad de Cádiz Antonio Javier González Rueda y editado por Madara, se presenta como "un ensayo personal y visual sobre la España rural de 1981 vista desde la antípoda", pero es mucho más. Es un trabajo académico, una investigación sociológica y antropológica, una novela de detectives a lo Conan Doyle y un diario personal. Historias dentro de historias, como en 'El Quijote'. Tal vez González solo sea su médium, su Cide Hamete Benengeli.