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El pánico por 'El juego del calamar' es tan idiota como el pánico por los juegos de rol
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Héctor G. Barnés

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El pánico por 'El juego del calamar' es tan idiota como el pánico por los juegos de rol

Cada generación tiene sus propios chivos expiatorios. Hace 25 años, un asesinato se convirtió en la excusa perfecta para tachar a los roleros de psicópatas

Foto: Escena de 'El juego del calamar'. (Netflix)
Escena de 'El juego del calamar'. (Netflix)

Están los medios de comunicación, expertos educativos, tuiteros y otras instancias de nuestra esfera pública alarmadas con ‘El juego del calamar’, la serie de Netflix, quizá porque ya no pueden alarmarse por los botellones de los jóvenes. Esta alarma se deriva de su incapacidad de reconocer el escondite inglés de toda la vida, ese juego en el que los niños tienen que quedarse congelados cuando el que se la liga se da la vuelta.

La terrible diferencia con la versión moderna es que cuando les pillan moviéndose, se tiran al suelo y fingen que están muertos, imitando a los personajes de la serie. Algunos padres han descubierto de repente algo que nadie pensaba que podría ocurrir: que los chavales no respetan escrupulosamente a las recomendaciones de edad y no apagan la tele cuando aparece un 18 sobre fondo rojo. El resto de la humanidad también hemos descubierto otra cosa: el sorprendente desconocimiento que los padres tienen de lo que ven sus hijos.

Cuando se produjo el crimen del rol, todos los jugadores pasaron a ser sospechosos

Por supuesto, 'El juego del calamar' se ha convertido en la comidilla de los medios, que han (hemos) echado mano a la agenda de psicólogos infantiles para que nos cuenten una vez más lo malo que es exponer a los niños a la violencia. A los chavales no les ha preguntado nadie, porque para qué. Desde la escasa autoridad que me confiere haberme criado a base de 'Bola de dragón', 'Los caballeros del zodiaco' o 'Doom' desde la infancia, y considerarme una persona muy poco violenta (tengo pocas virtudes, pero esta es una de las pocas de las que estoy seguro), esta ola de pánico me suena, y me enfada. A ver si los que estamos jugando al juego del calamar somos los adultos.

Les voy a contar una anécdota. El 30 de abril de 1994, Javier Rosado y Félix Martínez Reséndiz asesinaron en una parada de autobús de Manoteras (Madrid) a Carlos Moreno, un empleado de limpieza que tenía 52 años. Como el asesinato parecía motivado por un juego inventado por Rosado, 'Razas', pasó a llamarse el "crimen del rol", y durante semanas los programas de televisión se llenaron de psicólogos como José Cabrera, que empezaron a hacerse famosos contando a las familias asustadas lo trastornados que estaban los jugadores de rol y lo peligrosos que eran.

placeholder Echando una partidita. (CC/Pablo Flores)
Echando una partidita. (CC/Pablo Flores)

Ahora viene el contraplano que nunca salió en la tele. El 30 de abril de 1994 yo tenía 9 años y cierto interés por los juegos de rol. El mundo de fantasía heroica de 'Dragones y mazmorras' y sus derivados me parecía atractivo, así que sin mucho ánimo de empollarme los gigantescos libros de reglas (que de todas formas eran muy caros), y aprovechando la base de juegos como 'Hero Quest', proponía jugar partidas donde cada uno interpretase a un personaje (enano, guerrero, elfo, ya saben) que tenía que combatir a sus enemigos tirando dados, que no deja de ser otra manifestación de la imaginación preadolescente.

Entonces llegaron los crímenes del rol y de repente me convertí en una persona sospechosa para amigos y, sospecho, padres de amigos. Alguno me preguntó "¿pero eso no va de matar gente?", así que le di la vuelta a los lomos de los libros y guardé los dados y me morí de vergüenza. Sentía que de repente me había convertido en un potencial asesino. Durante mucho tiempo no me atrevía a mirar ni las estanterías de libros de rol cuando entraba en una tienda de cómics. Supongo que ahora podría haber dicho que estaba "estigmatizado". Pero me pasé muchos años sintiendo vergüenza.

Íbamos a convertirnos en asesinos y al final hemos sido la generación de cristal

Cuando llega el pánico social a la televisión, lo último que importan son los niños. Aquí lo que importa es vender tu moto. Algo parecido ocurría con las series violentas, los videojuegos violentos, las cosas extranjeras violentas (todo lo que no encajaba con una visión tradicional y españolista de la cultura era sospechoso), todas esas cosas que nos iban a convertir en asesinos en serie y al final, fíjate por dónde, nos convirtieron en la generación de cristal. Nadie se pregunta qué pueden sentir los niños que de repente son censurados por ver series "prohibidas", que de repente los convierten en infantes sospechosos, en potenciales violentos (mientras se hace la vista gorda con los niños verdaderamente violentos porque "son cosas de niños"). Ya hay mucho escrito sobre el efecto Pigmalión, no voy a insistir más en ello.

Curiosamente, el momento más violento que recuerdo de mi infancia no salió de ningún anime, sino del momento en el que el Cholo Simeone le clavó los tacos a Julen Guerrero el 8 de diciembre de 1996. Aún hoy me sigue causando escalofríos ver el agujero sangrante en la pierna del jugador del Athletic. Sin embargo, a nadie se le pasó por la cabeza censurar el fútbol o pensar que iba a ser mal ejemplo para los niños, a ver si les iba a dar por golpear a sus amigos en el patio (algo que, por otra parte, era mucho más probable que descerrajarle un kame-hame-ha a un compañero a quemarropa). Hoy, Simeone, uno de los jugadores más guarros que he visto nunca, es casi un icono infantil.

Usted puede ser el siguiente

Los juegos de rol, ese fantasma que me persigue desde los nueve años, han vuelto, cómo no, gracias a que la paranoia sobre 'El juego del calamar' ha reabierto la barra libre. Tamara Falcó, por ejemplo, contó en 'El hormiguero' que a una profesora de su colegio la asesinaron por un juego de rol. No dio más detalles, así que busqué en la prensa casos semejantes que podrían encajar en la descripción y llegué a la conclusión de que la excusa del rol siempre surge cuando no hay explicación para el crimen.

Foto: Imágenes de Alcàsser. (Netflix)

Es el caso, por ejemplo, del asesinato de María Natividad Garayo, una profesora madrileña que apareció muerta en una calle de Santander con 36 puñaladas. Nunca se llegó a cerrar el caso, y la del juego de rol era una más entre tantas hipótesis, ni siquiera la más importante, pero medios como 'Cuarto Milenio' se han referido a este como otro "crimen del rol". Lo mismo con el asesinato de Helena Jubany, que aparece ligado al término "juego de rol", pero que se trataba de una mera elucubración del abogado defensor.

Es que en realidad ni siquiera el crimen del rol tenía nada que ver con los juegos de rol. El propio asesino los despreciaba, y utilizó un juego de su propia cosecha para perpetrar un acto de violencia al azar basado en la influencia que tenía sobre su compinche. En el fondo, da igual, porque si de algo nos habla estas noticias no es tanto de la seguridad y la violencia en España (¿fue Puerto Hurraco una partida de cartas que se salió de madre?) sino de los discursos que se crean alrededor a ella. Los años 90, cuando explotó el crimen del rol, fueron los mismos del nacimiento de la telebasura fogueada en el sensacionalismo de tragedias como la de Alcàsser.

Cada época tiene sus chivos expiatorios, sean los tebeos o las novelas de caballerías

En la visión de la realidad de estos programas, cualquier elemento ajeno lo suficientemente desconocido, como un juego de rol (por aquel entonces era una cosa de 'frikis', ajeno a las costumbres españolas), podía infiltrarse entre nosotros y envenenar nuestros sueños clasemedianos. 'Sucedió cerca de su casa' era el título de una película de la época, pero también uno de los mensajes intranquilizadores que transmitían los programas de Nieves Herrero, en los que se analizaban estos virus sociales que estaban provocando que creciese la inseguridad en la inquieta España de la crisis de 1993, golpeada por el paro después de la efervescencia de 1992.

En realidad, la violencia que sí recuerdo es la que tan bien reflejaba Álex de la Iglesia, otro rolero, en 'El día de la bestia'. La de los neonazis que querían limpiar Madrid y que pululaban por el Parque del Oeste, la Plaza de los Cubos, Ciudad Universitaria o el Santiago Bernabéu. Al contrario de los asesinos del rol, estos sí existían de verdad, y todos conocíamos a alguien a quien habían amedrentado (en el mejor de los casos) o dado una paliza (en el peor).

placeholder Frikis, neonazis y satánicos de Carabanchel. (Trimark Pictures)
Frikis, neonazis y satánicos de Carabanchel. (Trimark Pictures)

El pánico rolero no estaba tan lejos del conocido como pánico satánico que se produjo durante los años 70 en Estados Unidos. Según sus denunciantes, se estaba produciendo una ola de violaciones, abusos y maltratos debido a un 'boom' de las prácticas satánicas que se estaba desarrollando entre nosotros. Es un ejemplo clásico de pánico moral, disparado por la publicación de libros como 'Michelle Remembers' del psiquiatra Lawrence Pazder, actualmente desacreditado. El paso de los años mostraría que entre todos esos casos apenas unos pocos encajaban con prácticas satánicas, pero el daño estaba hecho.

Ese es el peligro del pánico moral, que comienza en indignación y termina en persecución. Desde hace décadas, toda época tiene su chivo expiatorio, y las sucesivas generaciones no han sido más violentas por el cine (ay, el código Hays), los tebeos (ay, la Comics Code Authority), la televisión o las novelas de caballerías (ay, Quijote). Por eso, lo más alarmante en este caso no es el posible impacto que tenga una serie tan violenta como cualquier otra, sino la amnesia, condescendencia moral y ceguera social de una generación que se crio con productos iguales (o más sangrientos) sin que ocurriese nada.

Están los medios de comunicación, expertos educativos, tuiteros y otras instancias de nuestra esfera pública alarmadas con ‘El juego del calamar’, la serie de Netflix, quizá porque ya no pueden alarmarse por los botellones de los jóvenes. Esta alarma se deriva de su incapacidad de reconocer el escondite inglés de toda la vida, ese juego en el que los niños tienen que quedarse congelados cuando el que se la liga se da la vuelta.

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