Mitologías
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Ahí fuera hace frío, ¿y qué? Una buena razón por la que la gente deja un trabajo fijo
La mentalidad ha cambiado entre la época en la que nadie se atrevía a dejar un contrato indefinido y hoy: el mercado laboral nos ha enseñado a ser desconfiados e infieles
Una batallita de abuelo 'millennial' para nuestros lectores de la generación Z. Hace años, en la noche de los tiempos, es decir, entre el 2007 y el 2012, nadie dejaba su trabajo voluntariamente. Al menos, yo no recuerdo que ninguna persona de mi entorno inmediato lo hiciese. Abandonar tu puesto para quedarte con una mano delante y otra detrás, no digamos ya si se trataba de un contrato indefinido, era percibido como un capricho de diletante, una 'boutade', un lujo. Como todos los lujos, solo unos pocos se lo podían permitir.
En aquellos años de crisis, un contrato indefinido era algo que uno tenía en propiedad, como una casa pagada o un coche. Un activo. En un contexto en el que se eliminaban decenas de miles de puestos cada año, marcharse era como regalarle las llaves de tu casa al primero que pasase por la calle. Simplemente, era algo que uno no se planteaba. No había trabajos buenos y malos. O se tenía trabajo o no se tenía.
No es solo que se quiera cobrar más, es que ha cambiado algo en el imaginario
Esa actitud se resumía en la frase que se convirtió en el lema de la época: "Ahí fuera hace mucho frío". La he buscado en Google y parece haber desaparecido de nuestro lenguaje; la mayoría de referencias tienen más de 10 años, como aquello de vivir por encima de nuestras posibilidades. Supongo que ya nadie puede pronunciarla en voz alta sin sentir un poco de vergüenza. No es que haga menos frío (estamos a niveles generales de paro similares a los del último trimestre de 2008), sino que ya nos hemos acostumbrado a una temperatura moderadamente gélida. Incluso en primavera llevamos rebequita.
En esto que llega la pandemia y la Gran Renuncia. A falta de datos más concretos en el mercado español, no paro de escuchar historias de gente que ha dejado sus puestos (fijos) de la noche a la mañana. La última, una pareja de profesionales de los Recursos Humanos que, agobiada por la pandemia en Madrid, se marcharon a Pontevedra a empezar de nuevo. Aunque en alguna noche fría de meigas pueden aburrirse un poco, su salud mental ha mejorado sensiblemente. Nunca habían sido particularmente ambiciosos en sus carreras profesionales, pero su calidad de vida ha mejorado. ¿Adivinan qué están haciendo? Efectivamente, opositando.
Hay muchos y buenos motivos económicos, demográficos y políticos para que esto esté ocurriendo. Lo resumía bien en esta entrevista Ramón Mahía, profesor de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Madrid. Quien quiera conocer las particularidades de la realidad estadounidense, puede consultar este hilo de la periodista Azahara Palomeque. Pero a mí me pasa como a Raimundo Viejo, con el que discutía recientemente en Twitter sobre el tema: creo que más allá del "págalos más" de Joe Biden, de la teoría que dice que la gente deja el trabajo porque sus condiciones materiales no son buenas, ha ocurrido algo más profundo en el imaginario colectivo en el que abandonar el trabajo es recuperarse a uno mismo.
Veamos hasta dónde nos lleva la metáfora del "hace mucho frío ahí fuera".
El paro ya no es tabú. No hace tanto, no tener trabajo era un motivo de vergüenza. Aunque hasta cierto punto sigue siendo así, sobre todo si uno tiene ya una edad, entre los menores de 40 está más "normalizado", como se dice ahora. El arquetipo del parado era el Javier Bardem con camisa de cuadros y sudadera del Alcampo por encima en 'Los lunes al sol'. Hoy es, básicamente, cualquiera, pues quien más o quien menos ha pasado periodos desempleado.
El paro ya no es un compás de espera, sino tiempo para uno mismo
El paro ya no es solo un periodo de espera hasta encontrar el próximo empleo, sino casi el único momento para hacer todo lo que no podemos hacer porque trabajamos: para tener el hijo que habías retrasado (esto se ve mucho, uno de los dos miembros de una pareja se queda sin empleo, no siempre la mujer, y eso les anima porque quizá tienen menos dinero, pero más tiempo); a cursar esa formación que habías ido retrasando y que te iba a dar un empujón laboral; a dedicarte a ese proyecto que no sabías cuándo ibas a poner en marcha, como montar una empresa, escribir un libro o plantar un pino, o, simplemente, a replantearte tu vida.
Fuera hace frío, pero el aire helado está bien para despejarse. Entre todos los artículos que se han publicado a propósito de la Gran Renuncia hay una breve explicación que proporcionaba en 'The New York Times' Julia Pollak, economista laboral, y que se podría resumir en que en un entorno precario, paradójicamente, los trabajadores tienen muchos menos incentivos para quedarse en la misma empresa cuando las cosas no van bien. "Hay mucha rotación en los puestos de bajos salarios donde la gente no tiene progresión profesional", explica. "Si encuentras un trabajo que te ofrece solo un poco más, cambiarlo no tiene ningún costo".
Es exactamente lo que me explicaba recientemente un camarero precario que se había fogueado en el circuito de la calle Gascona de Oviedo. Como hay un montón de bares y los profesionales del sector se conocen bien, no resulta tan difícil dejar la empresa en la que te sientes maltratado porque sabes que la propia precarización y estacionalidad del sector facilita que tarde o temprano termines encontrando algo. A lo mejor hace frío fuera, pero tal vez en la empresa de al lado se esté más calentito.
Mejor frío que pasar mucho calor. Si esto se está produciendo ahora y no en otro momento, no es por casualidad. Por una parte, todos aquellos que se estaban planteando dejar su empresa cuando llegó la pandemia postergaron su decisión hasta que quedase un poco claro si la cosa iba a mejorar, así que es natural que se haya producido un efecto champán. A lo mejor, marcharse en abril de 2020 no era la mejor idea, pero, en septiembre de 2021, las cosas pintan un poco distintas.
Las recompensas de aguantar en tu puesto de trabajo son ahora menores
Por otra parte, la pandemia ha sido el momento en el que, como decía William Burroughs, muchos trabajadores se han dado cuenta de lo que estaba en la punta de sus tenedores. Por ejemplo, que uno estaba cotizando menos de lo que pensaba, algo que descubrieron al recibir el primer pago del ERTE; o que, aunque el mundo se pare, los abusos de horarios no se terminan, o básicamente, que todo aquello que en teoría nos da el trabajo (vocación, socialización, realización personal) no compensa sus sinsabores.
Abandonar te permite prosperar. Hay otra narrativa que está ganando fuerza: en ocasiones, perseverar en un mal trabajo es mucho más dañino económicamente en el largo plazo que dejarlo. Los malos trabajos no son solo los que pagan mal o los que abusan de sus empleados, sino también los que impiden el desarrollo profesional. El aumento del número de personas que deja su trabajo es directamente proporcional al de ejemplos de gente que lo ha hecho y no solo no les ha ido mal, sino que les ha permitido vivir mucho mejor (en cuestión de salario o conciliación). No son todos los casos, pero sí lo relativamente frecuentes para pensar que nosotros podemos ser uno de ellos.
Cuando la tormenta no termina, no tiene sentido el "aguanta hasta tiempos mejores"
Cuando no puedes pensar a largo plazo, basta con que te vaya bien en el corto. Una de las lecciones que nos ha enseñado el mercado laboral de los últimos años es que soñar con biografías de carrera es inútil, puro cuento de la lechera. Resulta difícil imaginar el futuro, así que uno establece plazos más cortos. Pensar que vas a seguir en la misma empresa dentro de 20 años es absurdo, lo que facilita dejar tu trabajo si te agobia, te sientes maltratado o consideras que puedes encontrar algo mejor. Pero no es que el trabajador se haya vuelto poco previsor o cortoplacista, es que ha sido educado para que lo sea. Al final del verano, a uno hasta le apetece que refresque un poco.
La tortilla ha dado la vuelta
Todo ello apunta en una misma dirección: que todo aquello que en el corto plazo beneficiaba a las empresas, después de las reformas laborales de 2010 y 2012 en España (y las equivalentes en otros países), se ha terminado volviendo en su contra. El abaratamiento del despido, la flexibilidad y la incertidumbre que han sido frecuentes en el mercado laboral en la última década han generado una fuerza laboral desencantada, frustrada, desconfiada y pesimista. No es que la gente no quiera trabajar, es que se ha enseñado a la gente que trabajar puede no ser su mejor opción.
El problema de haberse amparado en el discurso del frío exterior es que, al final, los seres humanos tendemos a acostumbrarnos a cualquier condición climática. Recientemente, mis padres me recordaban que en su generación aguantaban mucho más en el trabajo, que no se quejaban tanto como nosotros. Pero creo que se ha producido un cambio cultural en el que las recompensas de aguantar son ahora mucho menores. Cuando se vive en una crisis continua, no hay ningún coste de oportunidad en dejar tu puesto. Ya no es el "aférrate a lo que puedas" de los años de la crisis, hasta que la tormenta tropical pase y todo vuelva a la normalidad. Cuando tienes la sensación de que la tormenta no se acaba, que no hay normalidad a la que volver, no te importa mojarte un poco el trasero de vez en cuando. Hace frío hasta debajo de dos edredones.
Una batallita de abuelo 'millennial' para nuestros lectores de la generación Z. Hace años, en la noche de los tiempos, es decir, entre el 2007 y el 2012, nadie dejaba su trabajo voluntariamente. Al menos, yo no recuerdo que ninguna persona de mi entorno inmediato lo hiciese. Abandonar tu puesto para quedarte con una mano delante y otra detrás, no digamos ya si se trataba de un contrato indefinido, era percibido como un capricho de diletante, una 'boutade', un lujo. Como todos los lujos, solo unos pocos se lo podían permitir.