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La crisis de 2008 nunca terminará porque es nuestra forma de entender el mundo
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Héctor G. Barnés

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La crisis de 2008 nunca terminará porque es nuestra forma de entender el mundo

Aún seguimos interpretando la realidad a partir del relato de traición de expectativas e individualismo que impuso el 'crack'. Quizá sea momento de dejar de contarnos esa historia

Foto: Foto: Reuters/Susana Vera.
Foto: Reuters/Susana Vera.
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Una discusión muy típica de barra de bar (al menos, de la barra de ciertos bares) es en qué momento volvió a arrancar la historia que, como decía el politólogo Francis Fukuyama, se había acabado a principios de los años 90 con la disolución del bloque soviético. El año cero para una generación, el acontecimiento que experimentaron millones de personas de manera sincrónica, el parpadeo que cambió el mundo para siempre.

En 'La trampa del optimismo', Ramón González Férriz defiende que no se trata, ni mucho menos, del 11 de septiembre, que no tuvo apenas impacto en nuestras vidas cotidianas, sino la crisis económica de 2008, y tiene razón. Mi teoría es que seguimos viviendo en aquella crisis, ya no solo aquellos que la sufrimos de manera más aguda por cuestión generacional, sino también todos los que han venido después y los que vinieron antes. Nuestro paradigma hoy (social, económico, cultural) es el de la crisis de 2008.

La crisis nos dio un relato compartido: el de las posibilidades truncadas

Hay una vertiente económica, social y laboral lógica: yo terminé la carrera en el minuto uno de la crisis, en septiembre de 2008, y más de una década después resulta evidente que siempre notaré su impacto. Siempre me ha llamado la atención ver cómo parece haber un vacío laboral en los puestos que por veteranía corresponderían a mi generación: suelen ser ocupados por jóvenes más espabilados (nacidos en los noventa) o mayores (los de finales de los setenta). O quizá solo sea una impresión mía azuzada por otras de las características esenciales de los hijos de la crisis de 2008, el rencor generacional.

La crisis nos dio un relato compartido, una herramienta para entender el mundo. La crisis ha sido la brújula para orientarnos en la realidad laboral, personal, social y política de nuestra era. El estado natural de las cosas. La generación que nacimos durante los ochenta necesitábamos un relato y nos encontramos con el de las posibilidades truncadas, la renuncia a las expectativas, la precariedad y la ansiedad de futuro, el mito que nos contábamos todos los días y en el que nos reconocíamos. Yo soy quien soy gracias a la crisis de 2008, fue la que me dio un nombre, un relato y unas coordenadas. ¿Cómo no amarla?

El problema de las crisis es que son, por definición, temporales; y, sin embargo, aún vivimos en el relato de la crisis de 2008. Una paradoja que provoca que muchos se encogerán de hombros ante una supuesta crisis del 2021, y dirán ¿ah, pero cuándo terminó la otra?

Foto: Dos jóvenes usan tapabocas dentro de su casa, durante la cuarentena por el coronavirus. EFE

Las crisis son mucho más que una serie de magnitudes económicas; más bien, un estado de ánimo que condiciona nuestra percepción del mundo. Como contaba la socióloga Belén Barreiro a El Confidencial, "no es lo mismo pasar una crisis a una edad madura que más joven, porque te deja huella en tu imagen del mundo y genera muchas inseguridades. No te afecta igual cuando estás estable, a cierta edad, que cuando tienes el futuro por delante". La crisis de 2008 fue nuestro relato fundacional, de igual manera que para otras fue la muerte del dictador, el optimismo olímpico y europeo de principios de los años noventa o la euforia exuberante de los dos miles. A diferencia de ellas, un mito pesimista.

Hemos legado este mito a las generaciones posteriores, que ya nacieron con la crisis bajo el brazo. El mercado laboral no ha dejado de empeorar en los últimos años, hasta hacer añorar los años de la crisis. No hubo un cierre real a la crisis de 2008, y cuando parecía que podría haberlo, llegó el covid. Una tragedia en la que al menos podía encontrarse un heroísmo compartido ante la pandemia, que siempre es más romántico que pensar que la avaricia bancaria acabó con tus sueños.

Las crisis que no tuvieron relato

Quizá lo importante para entender una crisis no sea la crisis en sí, sino lo que ocurre antes y después, que es lo que le otorga sentido. Antes de la de 2008, España vivía en la burbuja del optimismo exuberante de la burbuja inmobiliaria y la generación del ladrillo.

Sin este contexto, es difícil entender la narrativa que surgió entre mi generación, y de la que yo mismo he sido partícipe en alguna ocasión: la de que habíamos hecho todo lo que nos habían pedido y no habíamos recibido nada de lo que nos habían prometido a cambio. Un contraste que alimentó la sensación de traición, el miedo al futuro, el individualismo y la desconfianza. Sobre todo, el desvalimiento y la pasividad.

Junto al "¿qué hay de lo mío?", el "no se puede cambiar nada" de nuestra generación

Porque junto al mito de la crisis de 2008 se ha creado, poco a poco, el mito del fracaso. Después de la crisis, no ocurrió gran cosa, no aprendimos nada. Las alternativas que surgieron en 2011, desde el 15-M en España a los movimientos de otros países como Occupy Wall Street en Estados Unidos, se perciben hoy como un espejismo que ha conducido al pesimismo y al ensimismamiento, justificado por la idea de que vivimos en una competición en la que pocos sobreviven. Junto al "¿dónde está lo que prometieron?", el otro gran mito es el de un creciente "no se puede cambiar nada".

Ese ha sido el marco que generó la crisis de 2008, nuestro mito fundacional. No es que no haya habido otras crisis letales durante la historia de España. La de 1993, por ejemplo, provocó un aumento del paro desde el 16% hasta el 24%, pero su mito emocional, que no sus consecuencias materiales, ha quedado diluido entre la llama olímpica, el Tratado de Maastrich y la bonanza de finales de los 90. Porque al final lo que cuenta en las crisis no es solo lo que ocurre objetivamente, sino la historia que se escribe sobre ello: paradójicamente, que la gente que vivió la crisis del 93 proteste y recuerde que ellos también lo pasaron mal pero nadie los recuerda refuerza ese carácter de relato compartido, generador de sentido, de la del 2008.

placeholder Instantánea generacional. (Reuters/Marcelo del Pozo)
Instantánea generacional. (Reuters/Marcelo del Pozo)

El relato compartido es que 2008 fue el momento en el que la progresiva modernización, democratización y desarrollo que se había producido desde la muerte de Franco por fin se detuvo. Hoy se percibe como el instante en que ese progreso hizo 'crack', en el que la desigualdad y la pobreza aumentaron, el ascensor social pareció detenerse y las expectativas dejaron de poder cumplirse. Es una visión algo mentirosa, porque era algo que ya había ocurrido en momentos anteriores, pero a esos episodios les faltaba relato. Por eso la sombra de la crisis de 2008 se alarga sobre las generaciones posteriores, porque no ha habido un relato nuevo que lo sustituya.

La vigencia de este marco, que lo ha engullido todo desde hace más de una década, es también la causa de la imposibilidad de pensarlo de otra manera. Como explicaba hace unos meses, cada vez es más inútil entender la situación económica como una cuestión generacional, pues los jóvenes de la crisis de la 2008 somos los treintañeros de ahora: a medida que pase el tiempo, seremos cada vez más los que nacimos bajo aquel paraguas. La generación de la crisis es la sociedad de la crisis.

Poco a poco, la gente se da cuenta de que no puede vivir permanentemente en crisis

Por eso quizá sea ya hora de liquidar ese marco en el que hemos entendido nuestras vidas, que no deja de promover el individualismo, el miedo y la desconfianza, el victimismo, el desvalimiento, el fracaso y la pasividad, y sin negar los hechos materiales poner en cuestión el discurso de la crisis continua e inexorable. Porque ha terminado generando grandes mitos que condicionan nuestra manera de ver el mundo, de entender la economía, y sobre todo, de la posibilidad de actuar sobre todo ello.

Quizá la crisis de 2021, o la de 2022, o la próxima que toque, sea un buen momento para replantearse esas convenciones del "qué hay de lo mío". La semana pasada explicaba cómo mucha gente se estaba replanteando su relación con el trabajo, abandonando un puesto fijo. Es uno de los síntomas de que algo está cambiando, la consecuencia de darse cuenta de que uno no puede vivir permanentemente en crisis. No al menos en lo simbólico. Quizá todos los relatos que puedan darle la vuelta a la individualidad generacional de la crisis de 2008 se puedan resumir en una sencilla frase: frente al desvalimiento del "qué fue de lo mío", la clave se encuentra en volver a recuperar las riendas de nuestra vida. El reto es cómo.

Una discusión muy típica de barra de bar (al menos, de la barra de ciertos bares) es en qué momento volvió a arrancar la historia que, como decía el politólogo Francis Fukuyama, se había acabado a principios de los años 90 con la disolución del bloque soviético. El año cero para una generación, el acontecimiento que experimentaron millones de personas de manera sincrónica, el parpadeo que cambió el mundo para siempre.

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