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Rubén Amón

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El coronavirus desafía a la sociedad española

Las responsabilidades concretas del Gobierno y de las autoridades sanitarias no contradicen la llamada a la responsabilidad del individuo y de la sociedad civil en la salida de la crisis

Foto: Un par de niños, sin clase, se cruzan con una persona con mascarilla en Madrid. (EFE)
Un par de niños, sin clase, se cruzan con una persona con mascarilla en Madrid. (EFE)

La decisión de proclamar una cuarentena nacional, como ha sucedido en Italia, o trasladar la medida a la Comunidad de Madrid, como se rumorea, es antes un ejercicio de frustración que una demostración de cordura política. No hay manera de establecer un territorio de excepción ni de contener a 60 millones de personas sin incurrir en el eficaz totalitarismo chino, pero la iniciativa aspira a sugestionar la conciencia del ciudadano. Y convertirlo a él mismo en la mejor garantía que puede oponerse a la propagación del virus. Tanto con la disciplina de las medidas profilácticas como por el apostolado que pueda ejercer entre sus allegados y congéneres, mejor todavía si la información y la transparencia ahuyentan la histeria y las supersticiones.

El caso de España es bastante similar al italiano. Contexto comunitario. Tejidos sociológicos parecidos. Culturas similares. De hecho, el coronavirus aloja un desafío a la madurez de nuestra sociedad. Corresponde a los gobiernos y a las autoridades sanitarias el liderazgo de la crisis, y concierne a los medios informativos anteponer la pedagogía a las tentaciones del Apocalipsis, pero la capacidad de respuesta a una amenaza ubicua e impredecible no puede concebirse sin la responsabilidad de la sociedad civil. Empezando por los individuos mismos. No se trata de depositar en nosotros la solución a una plaga bíblica, pero cualquier hipótesis redentora exige el compromiso del ciudadano y su sentido de la mesura. No porque haya capitulado el Estado o porque deban abstraerse de sus cometidos las instituciones, sino por la definición amortiguadora, solidaria y hasta capilar que implica la estructura social de un país mayor de edad: desde las grandes empresas a las pequeñas comunidades de vecinos.

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Las escenas de pánico en los supermercados y el colapso de las Urgencias acaparan el interés de los programas informativos en su vistosa excepcionalidad, pero la reacción de la sociedad ha dado muestras de sensatez y de confianza. La psicosis se ha contenido, más todavía considerando la normalidad y naturalidad con que estamos experimentando la distopía: no hay fútbol ni toros, ni bodas ni funerales; no hay colegios ni actividad parlamentaria; se han paralizado los tribunales, incluido el Supremo; las Fallas no van a arder ni van a salir de procesión los pasos de Semana Santa.

No hay noticia en nuestra historia contemporánea de un colapso como el que ha precipitado el coronavirus. La percepción del problema ha sobrepasado el problema mismo. Y la sociedad ha comenzado a asumir la indigestión de los sacrificios. No tanto por la renuncia a la vida social, a los viajes, al ocio, como por la crisis económica y laboral que puede arraigarse en un escenario de recesión. Es más, la irrupción sanitaria y emotiva de una epidemia imprevisible ha subordinado y caricaturizado el debate del soberanismo. Van a suspenderse las elecciones gallegas y las vascas. Y terminará generalizándose el teletrabajo, allí donde sea concebible.

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La sociedad española ha reaccionado con criterio a los grandes desafíos que se le han atragantado. Lo demuestran el terrorismo etarra, el atentado del 11-M. Y lo prueba la remontada de la gran crisis económica de 2008. Tenemos delante un epidemia cuyos remedios convocan la prudencia y hasta la resiliencia. Es la perspectiva desde la que no puede ejercerse el electoralismo, pero también el umbral que exige al Gobierno una gestión transparente y juiciosa. Que la sociedad la conformemos entre todos no significa que los ámbitos de influencia y de responsabilidad sean idénticos.

Pedro Sánchez ocupa el puesto del timonel. No puede utilizar de pantalla a los expertos —el mejor amigo del hombre— ni debe convertir la emergencia nacional en un pretexto para encubrir la improvisación, las contradicciones y los vaivenes. Tampoco puede transformar la angustia general en el atajo del que valerse pare que le aprueben los Presupuestos. Se lo impide la cuarentena del Parlamento. Y debería contraindicarlo la propia decencia política, especialmente cuando el coronavirus ha demostrado que no hay dos sociedades españolas enfrentadas entre sí, sino una sola expuesta al desafío de su propia sensatez.

La decisión de proclamar una cuarentena nacional, como ha sucedido en Italia, o trasladar la medida a la Comunidad de Madrid, como se rumorea, es antes un ejercicio de frustración que una demostración de cordura política. No hay manera de establecer un territorio de excepción ni de contener a 60 millones de personas sin incurrir en el eficaz totalitarismo chino, pero la iniciativa aspira a sugestionar la conciencia del ciudadano. Y convertirlo a él mismo en la mejor garantía que puede oponerse a la propagación del virus. Tanto con la disciplina de las medidas profilácticas como por el apostolado que pueda ejercer entre sus allegados y congéneres, mejor todavía si la información y la transparencia ahuyentan la histeria y las supersticiones.

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