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La nueva normalidad condena a los toros
El requisito de los nueve metros cuadrados de seguridad y la dependencia de la tauromaquia de la taquilla hacen inviable la adaptación a la fase 3
Hizo bien el Ayuntamiento de Pamplona en suspender los sanfermines preventivamente. De haber permanecido en vigor, la plaza de toros navarra, escenario de los encierros y de las corridas, se habría resentido de una imagen devastadora: los aficionados y los mozos de sol tendrían que observar una distancia de nueve metros cuadrados. Parecerían náufragos en el tendido. Y sería inconcebible la gran fiesta de la promiscuidad.
Nueve metros cuadrados es el criterio que ha establecido el Gobierno para autorizar los espectáculos en recintos taurinos cuando sobrevenga la fase 3. No hay una fecha de referencia porque el calendario es retráctil y depende de la disciplina provincial, pero la hipótesis de que puedan organizarse espectáculos en verano o en otoño se malogra con las directrices de la nueva normalidad.
Se supone que deben prevalecer las emergencias sanitarias a los placeres hedonistas, pero la conclusión no contradice el desastre
Es imposible organizar una corrida con semejantes restricciones. O solo es posible si aceptamos la fórmula imitativo-paródica o si el modelo de espectáculo se atiene a una revolución catastrófica. Los matadores tendrían que renunciar a sus emolumentos. Los ganaderos regalarían los toros. Y el empresario debería hacer un 'casting' o una subasta para alojar en el graderío a los aficionados. Se les podría reclutar por erudición. O por capacidad adquisitiva. O por ubicación geográfica.
De hecho, el confinamiento provincial que se deriva de la fase 3 inmoviliza el desplazamiento de los aficionados. Tendría que abastecerse la plaza del público local. Y se impondría una versión de la eucaristía desangelada y aséptica. Los toros son una misa pagana, un misterio cuya manifestación requiere de la comunión. Y no hay comunión ni puede haberla cuando los aficionados no alcanzan a darse la mano ni a desearse fraternalmente la paz.
Los toros son una misa pagana, un misterio cuya manifestación requiere de la comunión
La temporada 2019-2020 es inconcebible en semejantes condiciones, como lo serán las siguientes si no aparece una solución terapéutica al coronavirus. Quizá puedan encontrarse soluciones en la normativa francesa. Y puedan celebrarse allí las ferias de relumbrón —Nimes, Arles, Beziers, Bayona...— con restricciones menos radicales, pero la campaña española podemos darla por imposible. Otros espectáculos de masas como el fútbol se pueden abastecer gracias a los derechos televisivos, la publicidad y los patrocinadores, pero el mundo de los toros apenas disfruta de los ingresos extraordinarios y depende esencialmente del rendimiento de la taquilla.
Es la perspectiva desde la que resulta inviable la organización de espectáculos taurinos de acuerdo con las exigencias de la fase 3.
Probablemente son las correctas. Se supone que deben prevalecer las emergencias sanitarias a los placeres hedonistas, pero la conclusión no contradice el desastre que se avecina. Tanto por los toros bravos que se están sacrificando en el matadero como por la crisis que compromete la economía de los toreros humildes y la resistencia de los subalternos.
Los toros son un fenómeno cultural, pero también constituyen una industria cuyo impacto redondea los 4.500 millones de euros anuales. Las ferias y los espectáculos estimulan el turismo y el consumo, más allá de proporcionar a la Administración central cuantiosos recursos de IVA a cambio de una dotación presupuestaria ridícula y testimonial (60.000 euros).
Y no es el Gobierno de Sánchez precisamente filotaurino, como tampoco lo es el lugarteniente Iglesias. Las posiciones antitaurinas de ambos explican la sugestión y la incertidumbre de la Fiesta, expuesta este año a una crisis cuya solución providencial parece encomendada a la aparición de una vacuna y cuyo porvenir requiere un replanteamiento absoluto del modelo.
La paradoja consiste en que la mala salud económica de la tauromaquia nada tiene que ver con su 'boyantía' artística. La excelencia de muchas ganaderías se añade al interés de un escalafón que frustra el confinamiento de los aficionados: José Tomás, Morante, El Juli, Manzanares, Pablo Aguado, Talavante, Roca Rey, Ponce, Ureña, Perera, Castella, Fererra, Cayetano, Urdiales, Ginés Marín y hasta Finito de Córdoba describen la mejor constelación del siglo XXI (y de unas décadas anteriores).
Hizo bien el Ayuntamiento de Pamplona en suspender los sanfermines preventivamente. De haber permanecido en vigor, la plaza de toros navarra, escenario de los encierros y de las corridas, se habría resentido de una imagen devastadora: los aficionados y los mozos de sol tendrían que observar una distancia de nueve metros cuadrados. Parecerían náufragos en el tendido. Y sería inconcebible la gran fiesta de la promiscuidad.
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