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Los bajos fondos de Pablo Iglesias
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Rubén Amón

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Los bajos fondos de Pablo Iglesias

La gestión de la pandemia, el pacto de Sánchez con los conservadores, el escenario electoral y los problemas judiciales proporcionan al líder de Podemos el peor momento de su trayectoria política

Foto: El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias. (EFE)
El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias. (EFE)
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La megalomanía de Pablo Iglesias convierte en traumática la experiencia de degradarse a la categoría de monaguillo. Aspiraba a convertirse en el Papa Negro, en el pontífice de la sombra, pero su papel rasputiniano se ha ido desdibujando entre los errores de la pandemia —las residencias, particularmente—, la hostilidad de las relaciones políticas y los problemas judiciales que ya malogran su escasa credibilidad.

Puede que Iglesias no hubiera cometido inicialmente un delito. O puede que tratando de encubrirlo haya terminado engendrando un problema mucho más grave que el original, sobre todo porque las maniobras que ha urdido para sustraerse de sus fechorías, incluidos las relaciones privilegiadas con la Fiscalía y el hedor de las cloacas propias, contradicen las obligaciones éticas y estéticas que él mismo preconizaba cuando vino a redimirnos del 'sistema'.

El sistema es Pablo Iglesias, tanto en las convenciones y privilegios adquiridos como en los resabios de supervivencia que conforman el manual del político hipersensible: cada vez que los tribunales le son adversos o la prensa le zarandea, precipita Iglesias las teorías conspiranoicas y se convierte en víctima de una operación del antiguo régimen mencionando delante del espejo la palabra mágica de la autoabsolución: Villarejo, Villarejo, Villarejo.

Pierde altura la reputación política de Iglesias. Y se demuestra que Pedro Sánchez cada vez está más cerca de conseguir el objetivo siniestro que se propuso cuando aceptó el abrazo de la investidura: la castración de Iglesias, la sumisión del timonel podemista. Iglesias nunca fue un aliado, sino una criatura edípica y arribista que Sánchez está a punto de escarmentar. La mejor manera de controlar al magnicida ha consistido en tenerlo cerca. Abstraerse de toda solidaridad en el trance de la caída. Verlo devorarse en su propia endogamia.

Es cuanto demuestran las encuestas y cuanto sobrentiende la inoportunidad de las elecciones vascas y gallegas. Las Mareas se han convertido en charcas. Y el compadreo de Iglesias con Otegi, imprescindible en las terapias de blanqueo, ha beneficiado mucho más al partido ultra que a la depauperada marca morada. Ya le gustaría a Iglesias urdir en Euskadi el sueño húmedo del tripartito —PSOE, Podemos, Bildu— como alternativa al PNV, pero la fórmula que maridaba la izquierda más ideológica con el independentismo más radical, extrapolable igualmente a Cataluña, se ha desmoronado a los pies de la crisis sanitaria y económica.

No puede resultarle a Iglesias más incómoda la coyuntura que lo amenaza. Su posición mediadora con los chantajistas del soberanismo y sus galones de vicepresidente activista se resienten de los pactos que el propio Sánchez ha manejado con Ciudadanos y el Partido Popular. Se ha ensanchado el consenso político a expensas de los actores más beligerantes, de tal manera que la pujanza del bipartidismo y la colaboración orgánica entre el PSOE y Ciudadanos intoxican el pacto fundacional de la legislatura, hasta el extremo de comprometer los Presupuestos originales. No es fácil que Sánchez vaya a renunciar a su pacto diabólico con Esquerra Republicana. El desencuentro ha alcanzado extremos desconocidos, pero la comedia romántica del líder socialista y Rufián ya ha conocido otros vaivenes melodramáticos que urge tener en cuenta antes de arrojarse a la fantasía del consenso.

Iglesias ha quedado desenfocado. El consenso de Sánchez con Cs y el PP implica una crisis de convivencia en la coalición original

La novedad consiste en el cambio de escenario político. El arcaico discurso soberanista y las excentricidades ideológicas han quedado subordinados al consenso de la moderación y de la ortodoxia, más todavía cuando la crisis económica y el pavor de un rebrote requieren un ejercicio de responsabilidad que convierte Bruselas en la mejor garantía de estabilidad y de recursos. Incluidas las condiciones y procedimientos de intervención.

Iglesias ha quedado desenfocado. El consenso de Sánchez con Cs y el PP implica una crisis de convivencia en la coalición original y amenazaría al propio Gobierno si no fuera porque una ruptura traumática debilitaría aún más al líder de Unidas Podemos, no ya devaluado en el frente de las residencias y expuesto a un varapalo electoral en Euskadi y Galicia, sino convertido en protagonista de un escándalo judicial que el PSOE y el flanco socialista del Gobierno ya están observando como un problema ajeno. Sánchez tiene a Iglesias domesticado. El macho alfa se ha convertido en una mascota.

La megalomanía de Pablo Iglesias convierte en traumática la experiencia de degradarse a la categoría de monaguillo. Aspiraba a convertirse en el Papa Negro, en el pontífice de la sombra, pero su papel rasputiniano se ha ido desdibujando entre los errores de la pandemia —las residencias, particularmente—, la hostilidad de las relaciones políticas y los problemas judiciales que ya malogran su escasa credibilidad.

Pedro Sánchez