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Rubén Amón

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La manada es ahora una forma de contagio

Los jóvenes convierten la sensación de inmortalidad en un comportamiento temerario e insolidario que puede terminar precipitando la recaída irremediable de la nación

Foto: Jóvenes lanzándose al mar desde el espigón del Bogatell. (EFE)
Jóvenes lanzándose al mar desde el espigón del Bogatell. (EFE)
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Un poema de Gil de Beidma recuerda que la juventud se desvanece cuando descubrimos que la vida -y la muerte- va en serio. No existe, por tanto, un criterio uniforme respecto al momento del hallazgo existencial, menos aún en las sociedades infantilizadas que custodian el culto a Peter Pan, pero prevalece una siniestra relación entre juventud e inmortalidad -o consciencia de inmortalidad- que predispone los comportamientos temerarios.

Está sucediendo con el coronavirus. No puede catalogarse a toda la juventud en la misma categoría de irresponsabilidad, pero los botellones, las reuniones nocturnas y la buena reputación de sustraerse a la mascarilla, sobrentienden un feroz ejercicio de insolidaridad y de crueldad sanitaria, hasta el extremo de que los “jóvenes españoles”, confortados en una estúpida sensación de inmunidad, representan una amenaza a la sociedad y se ha convertido en bombas víricas de consecuencias imprevisibles.

Se han multiplicado por tres los casos de covid-19 entre los españoles de 15 y 29 años, del mismo modo que se han acreditado suficientes diagnósticos de contagios y de muertes que contradicen la idea de una brecha generacional inmune. El coronavirus no descansa por la noche ni es tan indulgente con los jóvenes como los jóvenes se creen, entre otras razones porque la enfermedad, asintomática o no asintomática, permanece siendo un misterio e incuba toda suerte de secuelas que pueden resultar fatales.

"Estamos hablando de un delito contra la salud pública y de una rebelión abyecta cuyas principales consecuencias recaen en la población vulnerable"

El presidente valenciano, Ximo Puig, ha movilizado las fuerzas policiales este mismo fin de semana para organizar redadas y desmantelar fiestones clandestinos. Las medidas se antojan necesarias y hasta imprescindibles, pero ilustran al mismo tiempo la irreflexión y la osadía de los “jóvenes adultos”, más o menos como si estos canallas insolidarios -me refiero exclusivamente a los estúpidos rebeldes- hubieran convertido su aparente incolumidad en una manera de condenar a sus mayores. Estamos hablando de un delito contra la salud pública y de una rebelión abyecta cuyas principales consecuencias recaen en la población vulnerable, o sea, cualquier ciudadano, y con más razón, las personas de más edad. Padres y abuelos. Vecinos. Familiares lejanos. Y cercanos transeúntes también.

Impresiona el desafío a la mascarilla no solo como demostración absurda de privilegio autoconcedido, sino como una prueba del estado de amnesia en que incurre esta muchachada incrédula. Se diría que no les impresiona la cifra de muertos -más de 40.000-, que no les importa el peligro de una recaída colectiva y que han olvidado las restricciones que los propios jóvenes experimentaron cuando se decidió el cerrojazo de la vida pública.

"La ineficacia de los mensajes sanitarios y las evidencias informativas recuerdan bastante a la inoperancia de las campañas de la DGT"

No merece condescendencia ni comprensión esta clase de comportamientos “criminales”. Los jóvenes a los que me refiero se han convertido en una especie de ángeles del infierno. Su diversión representa una coreografía macabra. Y supone una intolerable coacción a la sociedad. No ayuda el mal ejemplo que cultivan muchos adultos-adultos, pero el ocio nocturno, fuera de los locales más que en los locales, parece haber adquirido la reputación de un hábitat lúdico y transgresor donde la tribu se vacía de responsabilidad y donde la máscara resulta inadmisible. Llevarla supone una traición grupal, una actitud cobarde en el seno de las nuevas manadas.

La ineficacia de los mensajes sanitarios y las evidencias informativas recuerdan bastante a la inoperancia de las campañas de sensibilización de Tráfico. Los jóvenes motoristas se siguen matando a 220 por hora en una línea recta. Porque se creen revestidos de un manto que los preserva guapos y eternos. Y no es posible despojar a los jóvenes de esta clase de sensaciones omnipotentes ni de alterar los versos de Gil de Biedma, pero existen muchas maneras estúpidas de jugarse la vida y de ganarse la muerte que no requieren la epidemia de una nación ni la invocación de un rebrote que la hundiría hasta extremos insoportables e inasumibles.

Un poema de Gil de Beidma recuerda que la juventud se desvanece cuando descubrimos que la vida -y la muerte- va en serio. No existe, por tanto, un criterio uniforme respecto al momento del hallazgo existencial, menos aún en las sociedades infantilizadas que custodian el culto a Peter Pan, pero prevalece una siniestra relación entre juventud e inmortalidad -o consciencia de inmortalidad- que predispone los comportamientos temerarios.

Ximo Puig