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Trump estará vivo... hasta que se muera
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Rubén Amón

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Trump estará vivo... hasta que se muera

La convalecencia del presidente estadounidense revalida el tabú de la enfermedad en que se han refugiado los grandes y pequeños gobernantes, incluidos los papas y los reyes

Foto: El presidente de EEUU, Donald Trump, en una conferencia desde el hospital donde se encuentra. (Reuters)
El presidente de EEUU, Donald Trump, en una conferencia desde el hospital donde se encuentra. (Reuters)
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Que Estados Unidos sea una democracia no quiere decir que se haya demostrado transparencia y sinceridad respecto a la salud de Donald Trump. No solo porque el anfitrión de la Casa Blanca se resista a admitir preocupantes señales de fragilidad en la recta final de la campaña, sino porque prevalece una insólita relación entre la salud del gobernante con la bienaventuranza del país.

Un presidente débil sugestiona la idea de un Estado igualmente débil, de tal manera que la honestidad de los partes médicos se subordina a las necesidades de propaganda. Y no solo en EEUU. El aforismo que mejor define el hermetismo del Vaticano reza, del verbo rezar, que la salud del Papa es intachable exactamente hasta que se muere.

Trump finge una plenitud y una campechanía que aspiran a remediar las incertidumbres y congojas generales. Debe impresionarle que la prensa haya abierto el culebrón de la cuestión sucesoria, como si el león, el macho alfa, estuviera ya expuesto a una degradación inmisericorde.

Foto: Donald Trump, en la Casa Blanca tras abandonar el hospital. (Reuters)

Es el gran escarmiento a la frivolidad con que subestimó la gravedad del coronavirus. Y la represalia kármica que le hace pagar la superioridad física que exhibió cuando Hillary Clinton se desmayó en un mitin neoyorquino de la campaña de 2016. Le dio un patatús a la aspirante demócrata.

Fue entonces cuando Donald expuso el propio vigor físico y sexual como atributos de su idoneidad a la Casa Blanca. Para eso le acompaña una esposa-modelo 25 años más joven. Y por la misma razón exhibía en un pergamino su historial médico, recreándose en su aspecto de estibador irlandés y en el vigor de la melena sansoniana. Venía a decirnos Trump que la presidencia de los EEUU requería un macho como él. Y no el riesgo de una mujer acaso tísica que se desmaya en los momentos en que la patria requiere mayor erección.

Trump, por tanto, identificaba su buena salud con la buena salud que había de guiar el destino de EEUU. Por eso debe deprimirle el confinamiento. No ya por el estado paranoico que puede gobernarle, arrojando dardos sobre el mapa de China y esnifando lejía, sino porque va a resultar que el 'viejo' Biden se encuentra en mejor estado de salud de cuanto pueda estarlo él.

Paseíllo de Trump para demostrar que se encuentra bien

La salud es el gran tabú en que se refugian y se refugiaron los gobernantes. François Mitterrand escondió el cáncer a sus compatriotas durante 10 años. Pudo haber influido el antecedente similar de Pompidou, que estaba vivo hasta que se murió, aunque la Esfinge socialista no hacía sino atenerse al mismo escrúpulo con que Roosevelt ocultó la silla de ruedas durante años y a la misma petulancia con que Berlusconi se declara inmunológicamente inmortal, entre tratamientos de alopecia y sobredosis de viagra.

Hugo Chávez había pretendido convertir su enfermedad en un secreto de Estado. No pudo hacerlo porque resultaba inexplicable una ausencia de tantos meses, pero el mesías candanguero se comportaba en la enfermedad igual que lo hacía en la salud: hermético, manipulador, demagógico y ególatra.

Declaraba que “estamos luchando con la enfermedad y la venceremos”. Y no utilizaba el plural en el sentido mayestático de un pontífice, sino buscando, exigiendo, la implicación y el sacrificio de sus compatriotas. No es que Chávez tuviera cáncer. Venezuela tenía cáncer, según la metáfora y la trágica aplicación práctica que ha concebido el condotiero bolivariano en la mímesis de la agonía castrista. Se trata de unir el destino propio y el de la nación, de tal modo que Chávez aspiró a invertir la retórica del sacrificio patriótico: no se trata de morir por Venezuela, sino de que Venezuela muera por él y con él en la eventual venganza del cáncer.

Foto: Donald Trump en el coche presidencial saliendo del hospital para saludar a sus seguidores. (Reuters)

Consciente de la importancia escénica de la buena salud, Vladimir Putin cultiva su imagen de atleta superdotado. Un torso trabajado por Photoshop que redunda en la iconografía del presidente Rambo, hasta el punto de domeñar un oso entre sus bíceps, pilotar un caza o domesticar un tigre de Siberia.

Trump ejercía su propia divinización desparramando testosterona. Ocultaba que ni siquiera hizo la mili, como ahora relativiza la gravedad de una enfermedad que se había tomado a risa. No puede permitirse Trump presentarse débil ni titubeante. Y menos aún identificar EEUU con su decadencia.

Le sucedió al rey Juan Carlos. Su bastón y sus visitas al garaje sobrentendieron y presupusieron la propia decadencia de la monarquía.

Que Estados Unidos sea una democracia no quiere decir que se haya demostrado transparencia y sinceridad respecto a la salud de Donald Trump. No solo porque el anfitrión de la Casa Blanca se resista a admitir preocupantes señales de fragilidad en la recta final de la campaña, sino porque prevalece una insólita relación entre la salud del gobernante con la bienaventuranza del país.

Hugo Chávez Hillary Clinton