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Rubén Amón

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Trump deja huérfano al populismo

No conviene subestimar los movimientos populistas de cualquier signo, pero ha caído el estandarte más relevante porque desarrollaba pedagogía y poder en la democracia más importante del planeta

Foto: El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, y el presidente saliente de EEUU, Donald Trump. (EFE)
El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, y el presidente saliente de EEUU, Donald Trump. (EFE)
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El movimiento populista va a quedarse huérfano de su expresión más poderosa, inquietante y desestabilizadora. Trump se resiste a la evacuación de la Casa Blanca. Y va a ser necesario expulsarlo con zotal, pero la decisión de esconderse bajo la mesa del despacho oval representa una maniobra desesperada y derrotista. No es que Trump esté poniendo a prueba las costuras de la democracia estadounidense. Está exigiéndoles a sus partidarios un ejercicio de fe y de solidaridad insoportable. Trata de inculcarles la paranoia de una conspiración electoral que puede resultar eficaz entre los votantes más radicales y crédulos, incluso entre las milicias civiles, pero inaceptable entre los republicanos y trumpistas conservadores que sí creen en el sistema.

Más todavía cuando Trump no ha proporcionado una prueba ni un indicio. Y cuando la teoría de un sabotaje de extraña organización —el virus cibernético chino, las sacas de votos rusos— se deriva exclusivamente de la teoría preventiva que el presidente había aireado durante la campaña. Ya es llamativo que la oposición le haya organizado un pucherazo al régimen. Ya es curioso que Trump no discuta su victoria en los estados más ajustados. Ya es ridícula la idea de detener el recuento cuando le perjudica. Y ya es bochornoso que el fantoche republicano haya pretendido intimidar a los tribunales electorales y de justicia con un mensaje a la nación que decidieron abortar las principales televisiones. La medida del boicot mediático se antoja desproporcionada, porque se priva a los ciudadanos de una noticia relevante y les sustrae de la propia madurez interpretativa, pero es ilustrativa de la resistencia que puede oponer el sistema —las instituciones, la sociedad civil, los medios— al delirio e infantilismo del jefe del Estado.

Foto: Joe Biden. (Reuters)
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Malas noticias para el populismo. Está a punto de arriarse la bandera que más lejos había conducido el discurso de la testosterona, el oscurantismo y el mesianismo patriotero. Y no solo por la importancia económica y geoestratégica de EEUU, sino por tratarse de una democracia plenamente homologada. Trump intenta desafiarla. Pretende incendiarla antes de su evacuación. Y aspira a congregar la iracundia de los 'hooligans' y el beneplácito del Supremo. No ya precipitando disturbios en una sociedad hipersensible, sino atribuyéndose facultades omnipotentes que le sobrepasan y que redundan en sus pulsiones autoritarias. Trump se está destruyendo a sí mismo. Y está pidiendo a los americanos que se inmolen junto a él en Masadá.

Joe Biden parece la nodriza de Kamala Harris. Dispone de suficiente tiempo para incubarla.Y acaso para terminar alojándola en el despacho oval

El populismo hace aguas en el país donde más peligrosa resultaba la apología del antisistema y de la antipolítica. Los vítores de Le Pen, de Abascal y de Orbán a la victoria de Donald en 2016 —el sistema electoral que ahora critica Trump le concedió el triunfo hace cuatro años— concitaban la expectativa de una oleada irrefrenable. Y no es que el populismo haya sucumbido —el de extrema derecha es tan fértil como el de la extrema izquierda—, pero uno de sus rasgos más elocuentes consiste en la identificación del líder y el movimiento. El providencialismo requiere un condotiero, un tirano, un personaje descarado e incorrecto. No se estimulan las emociones y los instintos de la grey desde el mero discurso, sino con las fórmulas carismáticas y las personalidades megalómanas. No hay trumpismo sin Trump. Otra cuestión es que el Partido Republicano, estupefacto y distante de la estrategia desesperada que ha emprendido el presidente, tenga que asomarse a un periodo de expiación y de flagelación que proporciona alas al relevo demócrata. Más aún cuando Joe Biden parece la nodriza de Kamala Harris. Dispone de suficiente tiempo para incubarla.Y acaso para terminar alojando en el despacho oval a la primera presidenta de la historia. No cabría mayor escarmiento al machismo de Donald Trump.

El líder republicano ha incurrido en un error interpretativo. Le ha votado la mitad de la nación, es verdad. Y él mismo se ha cuidado de polarizar las elecciones a una suerte de plebiscito, pero la adhesión masiva, 'democrática', de los votantes no implica un aval automático a las arbitrariedades que se han precipitado después. Querían que Trump fuera el presidente, pero no de cualquier manera. Y menos aún a expensas del ultraje a los 'padres fundadores'. De hecho, el antisistema extremo de Trump y el propósito de bunkerizarse en una ciudad que le asedia pacíficamente excitan a los ultras tanto como acongojan a los conservadores y explican los recelos de los patriarcas republicanos, acaso espantados por la dieta proteica del monstruo.

Foto: Un seguidor de Trump en las calles de Berlín. (EFE)

Trump era el espejo del populismo occidental, el canon que normalizaba la xenofobia, el supremacismo, el patrioterismo, la homofobia, el machismo, la crispación. Nada más sencillo para Abascal y para Le Pen que convocar “la primera democracia del mundo” y reconocerse en la viabilidad y expectativa de sus misiones políticas. Deben sentirse huérfanos y desnortados los hijos de Trump, sus homólogos y hasta sus precursores (Berlusconi, Le Pen), pero sería un error de lectura y de optimismo subestimar el poder de la extrema derecha —y la extrema izquierda—, no digamos cuando el coronavirus y la crisis económica dejan el campo abierto a la indignación ciudadana y a la viabilidad de los discursos emocionales y viscerales.

Lo demuestra la propia expectativa electoral de Marine Le Pen en Francia. Los sondeos le otorgan la victoria en la primera vuelta en las presidenciales de 2021. No quiere decir que vaya a imponerse en la segunda, pero la mera hipótesis del lepenismo en el Elíseo exige un ejercicio de reflexión y de valentía a los partidos que se proclaman homologados y que han descuidado el hábitat donde prosperan los populistas, no solo caricaturizando a los adversarios sino desentendiéndose de todos aquellos problemas que las sociedades observan desde la congoja —los migratorios, la seguridad, la brecha social, la integración, el pleno laicismo, el islamismo— y que no pueden resolverse desde la teoría y el buenismo.

El movimiento populista va a quedarse huérfano de su expresión más poderosa, inquietante y desestabilizadora. Trump se resiste a la evacuación de la Casa Blanca. Y va a ser necesario expulsarlo con zotal, pero la decisión de esconderse bajo la mesa del despacho oval representa una maniobra desesperada y derrotista. No es que Trump esté poniendo a prueba las costuras de la democracia estadounidense. Está exigiéndoles a sus partidarios un ejercicio de fe y de solidaridad insoportable. Trata de inculcarles la paranoia de una conspiración electoral que puede resultar eficaz entre los votantes más radicales y crédulos, incluso entre las milicias civiles, pero inaceptable entre los republicanos y trumpistas conservadores que sí creen en el sistema.

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