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Rubén Amón

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8-M: todos contra todos

Las reivindicaciones del feminismo preocupan y ocupan a la mayoría del espectro parlamentario, pero la dialéctica de la polarización ahoga y pervierte cualquier expectativa de consenso

Foto: La vicepresidenta Carmen Calvo y la ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE)
La vicepresidenta Carmen Calvo y la ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE)
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Quizá debería proclamarse el 8-M como el día nacional de la polarización. Podría serlo cualquier otra jornada en la inercia de la crispación rutinaria, pero el 8-M representa un ejemplo inequívoco del sectarismo, el oportunismo, la politización y el cainismo polifacético, hasta el extremo de que el eslogan de 'Todos contra todos' sepulta la idiosincrasia de la conmemoración originaria. Que no el feminismo, sino la justicia y la igualdad. Y que no es un conflicto de mujeres enfadadas, sino un problema de la sociedad cuyas evidencias estructurales convierten España en un país atrasado.

La credibilidad del movimiento se resiente de la apropiación que hace la progresía dogmática y de la obstrucción que ejerce la derechona arcaica. Las reivindicaciones del feminismo preocupan y ocupan a la mayoría del espectro parlamentario, pero la dialéctica de la polarización ahoga y pervierte cualquier expectativa de consenso: la ultraderecha de Vox aprovecha la efeméride para consolidar la apología del machismo y la izquierda exhibe sus pulsiones endogámicas. Y no solo porque el delegado del Gobierno en Madrid haya prohibido las manifestaciones para escándalo de Irene Montero, sino porque socialistas y morados se disputan la ortodoxia de la reivindicación y transforman el 8-M en un campo de batalla ideológico.

Foto: Una enfermera se dispone a inyectar una vacuna. (EFE) Opinión

Las mujeres veteranas del PSOE, expuestas a la discriminación y al combate en los años más difíciles, recelan del esnobismo de Podemos, cuya irrupción en la política contemporánea implica la aniquilación de la memoria y de los méritos pretéritos. La historia empieza cuando Pablo Iglesias decidió ocuparse de la política. Rechaza la Constitución que no alcanzó a votar su gente y sostiene que el verdadero feminismo lo han traído sus cariátides. Por esa razón Irene Montero levanta el estandarte del metafeminismo. Y por idénticos motivos, las socialistas —y los socialistas— que se han currado la causa identifican a los socios como impostores y como arribistas.

No es la única anomalía que caracteriza el 8-M. Igual de interesante resulta la aversión de Isabel Díaz Ayuso al movimiento. Puede que no represente la posición del partido, pero su liderazgo en Madrid y su papel de líder de la oposición predisponen la homologación de sus posicionamientos. Ninguno tan elocuente como su enfática adhesión a la suspensión de las manifestaciones. Resultaría más verosímil tanta vehemencia si no fuera porque la presidenta madrileña gestiona la pandemia de la comunidad con criterios flexibles y soluciones arriesgadas. Ayuso se regocija esta vez en la emergencia sanitaria para neutralizar el vigor del 8-M. Y para acercarse a las posiciones de Vox, cuyo propósito de convertir la fecha en el día nacional del coronavirus tanto demoniza el feminismo integralmente como aspira a demostrar que la fecha maldita constituye el pecado original de la gestión socialista. Y es verdad que las manifestaciones de hace un año se convirtieron en un trágico instrumento de propagación, pero la temeridad también concierne al mitin gigantesco que Abascal organizó en Madrid y que los costaleros de su partido han pretendido suprimir de la memoria reciente.

Lo peor que le puede suceder a la reputación del 8-M es que termine relacionándose con la maldición de la pandemia

El 8-M se utiliza y se manipula. Cada extremo lo manosea al servicio de la estrategia particular. Y claro que procede suspender todas las manifestaciones por razones sanitarias. El problema es que la incongruencia del Gobierno establece soluciones y decisiones discriminatorias. Vuelve a probarse la ausencia de un liderazgo. Vuelve a demostrarse el problema de la descoordinación. El criterio de Madrid debería imponerse en todas las ciudades. Y no porque sea necesario acudir a los recursos del estado de emergencia. Son los delegados del Gobierno quienes están facultados para desautorizar las manifestaciones y quienes pueden velar a la vez por la salud de la sociedad y por la salubridad del 8-M. Lo decía Ignacio Varela el viernes pasado en el programa de Alsina. Lo peor que le puede suceder a la reputación del 8-M y a su valor simbólico y transversal es que termine relacionándose con la maldición de la pandemia. Y que el oscurantismo convierta la fecha en una regresión al antiguo régimen.

Quizá debería proclamarse el 8-M como el día nacional de la polarización. Podría serlo cualquier otra jornada en la inercia de la crispación rutinaria, pero el 8-M representa un ejemplo inequívoco del sectarismo, el oportunismo, la politización y el cainismo polifacético, hasta el extremo de que el eslogan de 'Todos contra todos' sepulta la idiosincrasia de la conmemoración originaria. Que no el feminismo, sino la justicia y la igualdad. Y que no es un conflicto de mujeres enfadadas, sino un problema de la sociedad cuyas evidencias estructurales convierten España en un país atrasado.

La credibilidad del movimiento se resiente de la apropiación que hace la progresía dogmática y de la obstrucción que ejerce la derechona arcaica. Las reivindicaciones del feminismo preocupan y ocupan a la mayoría del espectro parlamentario, pero la dialéctica de la polarización ahoga y pervierte cualquier expectativa de consenso: la ultraderecha de Vox aprovecha la efeméride para consolidar la apología del machismo y la izquierda exhibe sus pulsiones endogámicas. Y no solo porque el delegado del Gobierno en Madrid haya prohibido las manifestaciones para escándalo de Irene Montero, sino porque socialistas y morados se disputan la ortodoxia de la reivindicación y transforman el 8-M en un campo de batalla ideológico.

Feminismo 8 de marzo