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La campaña repugnante de Vox
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Rubén Amón

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La campaña repugnante de Vox

Abascal y Monasterio añaden el rasgo de la maldad a su mensaje xenófobo e histérico, aunque es Iglesias quien se ha ocupado de reanimarlos y de convertirlos en los futuros chantajistas de Ayuso si Cs no rebasa el umbral del 5%

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE)
El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE)
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Reconozco haber reaccionado con más estupefacción que solidaridad a la escena de un vecino del barrio de Argüelles —zona 'noble'— que recriminaba obscenamente a una mendiga gitana. Pedía limosna la joven mujer con buenos modales en la puerta de una panadería. Y lo hacía de rodillas, pero ni una circunstancia ni la otra disuadieron la crueldad del sujeto que la increpó: “Pídele el dinero al coletas”, le repitió un par de veces con desproporcionada vehemencia.

No vamos a convertir este lamentable episodio en el reflejo nuclear de la realidad madrileña, pero sí en una prueba del deterioro de la convivencia. Y de la psicosis social que ha convertido a Vox en un fenómeno político tóxico y repugnante. La xenofobia y el clasismo acostumbran a prosperar allí donde escasean la inmigración y las angustias económicas. Un buen ejemplo es el hábitat sociológico en que se produjo el episodio del miserable y la zíngara. Barrio de gente mayor, bastante acomodada y permeable a los mensajes estresantes de Abascal y Monasterio. Vox se está convirtiendo en un partido de asustaviejos y de chavales patrioteros, aunque el rasgo distintivo de la campaña del 4-M consiste en la persecución de los menas como ejemplo de una ciudad y de una comunidad que se nos describen histéricamente como si fueran el viejo Bronx.

Abascal y Monasterio se han propuesto 'cazarlos', a semejanza de un plan de saneamiento. Son muy pocos. Y se les atribuye toda suerte de fechorías, pero el acoso a los menores de edad —la mayoría, desamparada, la minoría, delictiva— describe el salto cualitativo de la maldad y de la ferocidad. No la de los menas, retratados con piel oscura y encapuchados, sino la indigencia política con que Abascal y Monasterio empapelan las estaciones de cercanías con mensajes racistas. Los eslóganes vomitivamente manipulados —“Un mena, 4.700 euros al mes, tu abuela, 426”— fomentan la psicosis de la inseguridad y del odio. Y dan a entender que un mena 'extranjero' está al acecho a la vuelta de cualquier esquina para acuchillarnos o violarnos.

Abascal y Monasterio. Tiene sentido mencionarlos juntos porque juntos aparecen en los carteles distribuidos por las calles Madrid. Llama la atención el verde castrense que caracteriza la pancarta. Impresiona la sonrisa de ambos aludiendo a la promesa de la seguridad, aunque el rasgo más interesante de la iconografía consiste en el paternalismo del propio Abascal. Destaca él por encima de la candidata oficial. Y queda expuesta una insólita degradación de la propia Monasterio, como si no aportara ella suficientes cualidades para comparecer en solitario.

placeholder Cartel de Vox.
Cartel de Vox.

¿Qué diríamos si Irene Montero se presentara a la Comunidad de Madrid y apareciera en los carteles bajo la protección de Pablo Iglesias? Diríamos lo que hay que decir. Que se trata de una iconografía machista o machirula. La sumisión simbólica de Monasterio a Abascal traslada la sensación del macho alfa velando por la menor de edad y por la campaña. Ahí está él vigilando. 'Presente'. Convertido en el verdadero reclamo electoral. Y como artífice de una estrategia política que desquicia la convivencia y las reglas elementales de la ética.

¿Qué diríamos si Irene Montero se presentara a la Comunidad de Madrid y apareciera en los carteles bajo la protección de Pablo Iglesias?

Por eso Monasterio no quiso condenar las amenazas de las balas. Era la manera de represaliar la pasividad con que Iglesias se negó a criticar las pedradas del mitin de Vallecas. Y el origen de una crisis sobreactuada que expone la desesperación de la izquierda en su estrategia de evacuar a Díaz Ayuso. No pudiendo con ella en términos convencionales, el tripartito tanto recupera el relato sanchista de la polarización como contribuye al relanzamiento de Monasterio en una campaña que Vox tenía perdida y que se ha reanimado gracias a la aversión que suscita Iglesias.

No deben mistificarse Ayuso y Vox como si fueran la misma naturaleza. La candidata del PP ejerce el populismo y se atribuye arbitrariamente la encarnación de la libertad, pero no se la puede involucrar en la foto de Colón como garante de la extrema derecha. Otra cuestión es que resulte indigerible el peso que aspiran a adquirir Abascal y Monasterio en el Gobierno de Madrid. No solo fomentando la investidura de Ayuso, sino aspirando a desempeñar un papel condicionante desde dentro o desde fuera a partir del 4-M. El envilecimiento de Vox maltrata los espacios de consenso, deteriora las reglas elementales de la convivencia.

Es la razón que convierte en flagrante y frustrante la implosión de Ciudadanos. No se explica la decadencia del partido naranja sin los errores estratégicos propios ni las decisiones temerarias —ninguna más sangrante que la moción de Murcia—, pero la serenidad del Gobierno y del debate urgen como nunca que Edmundo Bal atraviese el umbral del 5%. Para vigilar a Ayuso. Y para evitar que Monasterio y Abascal se dediquen al chantaje político durante dos años.

La otra posibilidad resulta tan interesante y terapéutica como desgraciadamente inverosímil. Se trataría de que los partidos que enfatizan el pavor a la ultraderecha —empezando por el PSOE de Gabilondo— se hicieran responsables del cordón sanitario que predican. Y que aceptaran un Gobierno en minoría de Ayuso que exigiría consenso en los asuntos fundamentales y que pusiera remedio a la desgracia de la radicalización.

Reconozco haber reaccionado con más estupefacción que solidaridad a la escena de un vecino del barrio de Argüelles —zona 'noble'— que recriminaba obscenamente a una mendiga gitana. Pedía limosna la joven mujer con buenos modales en la puerta de una panadería. Y lo hacía de rodillas, pero ni una circunstancia ni la otra disuadieron la crueldad del sujeto que la increpó: “Pídele el dinero al coletas”, le repitió un par de veces con desproporcionada vehemencia.

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