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Fingir que la pandemia ya no existe (o es crónica)
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Rubén Amón

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Fingir que la pandemia ya no existe (o es crónica)

Johnson elige el pragmatismo y Sánchez, la inhibición, dándose a entender que deberemos convivir con una pandemia cuyos frenos son la vacunación y la tolerancia a los rebrotes

Foto: Boris Johnson, primer ministro británico. (Reuters)
Boris Johnson, primer ministro británico. (Reuters)

Es interesante la iniciativa unilateral y arbitraria con que Boris Johnson ha proclamado la victoria sobre el coronavirus. Producirse no se ha producido —la victoria—, pero el llamamiento a las convenciones de una vida normal implica relacionarse con la enfermedad como si ya no existiera. Y relativizar la importancia que pueda suponer la noticia de 50.000 nuevos casos diarios.

'Facciamo finta che tutto va ben' podría ser el eslogan de la estrategia aperturista, el banderazo de salida a los aviones que han despegado hacia la gloria vacacional. Fingir que el coronavirus no existe. Y darle un nuevo uso a la mascarilla. En lugar de utilizarla para recubrir la boca y la nariz, podemos emplearla para taparnos los ojos y engañarnos a nosotros mismos.

La vertiente temeraria de la posición 'johnsoniana' consiste en el escarmiento de una recaída, en el peligro de subestimar los casos mortales y en el latigazo del eventual colapso hospitalario. La vertiente razonable radica en el pragmatismo. Y en la evaluación aséptica de daños que se desprende de la cohabitación con una enfermedad escurridiza y mutante. Se trata de adquirir conciencia de los efectos colaterales de la 'normalidad'. Incorporarlos a los hábitos. Y convertir la inmunidad de rebaño en la gran conquista sanitaria y psicológica, por mucho que se hayan registrado casos positivos entre los vacunados.

La vertiente razonable radica en el pragmatismo. Y en la evaluación aséptica de daños de convivir con una enfermedad escurridiza y mutante

Fingir que la pandemia no existe. Lo está haciendo Pedro Sánchez, sustrayéndose a cualquier implicación en la gestión de la crisis de la quinta ola. Fue él quien anunció a finales de junio la victoria sobre el coronavirus —también lo hizo un año antes— y quien se concedió a sí mismo el honor de despojarnos de la mascarilla, consciente de los efectos sanadores y providencialistas.

Foto: Foto: EFE.

A Sánchez no le interesa ocuparse del escarmiento que aloja la fallida operación de la desescalada. Prefiere centrarse en la recuperación y acomodarse en las buenas noticias. Porque las malas noticias competen al desempeño de las comunidades autónomas, expuestas otra vez a la desgobernanza, a los vaivenes de los criterios judiciales, a la resaca de las restricciones —toques de queda, limitaciones lúdicas— y a la angustia del colapso hospitalario.

placeholder Protesta contra las restricciones en Londres, el pasado 19 de julio. (EFE)
Protesta contra las restricciones en Londres, el pasado 19 de julio. (EFE)

Está sucediendo en Cataluña. La ocupación de las camas rebasa el 32% en las UCI. Y define un escenario estadístico alucinante —1.200 casos por 100.000— al que conviene prestar atención en sus extremos premonitorios. Ya no se puede achacar a la temeridad y ebriedad de los jóvenes toda la ferocidad de la quinta ola. Los contagios conciernen a todos los tramos de edad. Y los positivos derivados de los test se han triplicado.

El pragmatismo de Johnson y la inhibición de Sánchez apuntan a la misma dirección

España lidera otra vez las peores estadísticas comunitarias en términos de incidencia acumulada. Y hemos transitado de 92 casos a 600 en apenas cuatro semanas. La buena noticia consiste en la eficacia de la campaña de vacunación. Indiscutible. La mala noticia afecta al 'sabotaje' de la temporada turística y al deterioro resultante de las expectativas económicas. Indiscutible.

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Protesta contra los confinamientos en Londres, el 19 de julio. (EFE)

El pragmatismo de Johnson y la inhibición de Sánchez apuntan a la misma dirección. Se trata de familiarizar a las sociedades con las rutinas de una pandemia experimental y transformista. Tolerar los rebrotes. Y disuadir cualquier expectativa de parálisis o colapso social. La vacunación es la principal barrera, pero los puntos débiles de la inmunidad ya no parecen suscitar la tentación ni la solución de las grandes medidas restrictivas, menos aún a costa del sacrificio de derechos y libertades fundamentales.

Es un camino de no retorno. Perfilar el balance entre la vida, el ocio, la actividad económica y las esquelas. Y perseverar en un ejercicio de ilusión o de ilusionismo que opone el optimismo y la pulsión vital a las corrientes de la marea negra. No cabe mejor ejemplo que la paradoja del propio Boris Johnson, constreñido a anunciar el día de la victoria en situación de cuarentena porque tiene contagiado a medio gabinete ministerial.

La pandemia va camino de convertirse en una enfermedad crónica. Aprendemos de ella. La iremos conociendo. Convendría no subestimarla, pero sí despojarla de su capacidad de sugestión y de psicosis, trasladando así a la escala social y sociológica una relación de respeto y de prudencia, pero no de capitulación ni de postración.

Es interesante la iniciativa unilateral y arbitraria con que Boris Johnson ha proclamado la victoria sobre el coronavirus. Producirse no se ha producido —la victoria—, pero el llamamiento a las convenciones de una vida normal implica relacionarse con la enfermedad como si ya no existiera. Y relativizar la importancia que pueda suponer la noticia de 50.000 nuevos casos diarios.

Boris Johnson Pedro Sánchez
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