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¿Los atletas son humanos o monstruos?
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Rubén Amón

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¿Los atletas son humanos o monstruos?

Más bien un híbrido de las dos categorías: la buena reputación de los JJOO —y de otras manifestaciones— se resiente del pacto diabólico con que los deportistas exponen su cuerpo y su salud

Foto: Juegos Olímpicos de 2020. (EFE)
Juegos Olímpicos de 2020. (EFE)
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Un paseo entre los callejones y avenidas de cualquier villa olímpica desmitifica y destrona el ideal del atleta tal como lo esculpía Lisipo o tal como podría desprenderse del principio de metrosexualidad dominante.

Pude comprobarlo en las áreas comunes de la Olimpiada beijinesa, evocando así la reflexión que me hizo un aristocrático competidor de vela a propósito del bestiario que le rodeaba: el comedor y abrevadero comunes recuerdan mucho más el rancho de una parada de monstruos que el imaginario colectivo del atleta apolíneo.

Y era cierto en 2008 como lo es en 2021. Se juntan a comer los gigantes descomunales del baloncesto y las enanas de la gimnasia rítmica; los colosos hipertróficos del decatlón y los maratonianos esmirriados de Etiopía; los pesos mosca diminutos y los levantadores de pesas barrigudos; los Yetis repeinados y los epígonos de Campanilla.

La esperanza de vida de un ganador del Tour de Francia son 60 años. Menos aún 'sobrevive' un profesional del fútbol americano

El deporte de élite no es sano, para entendernos. Lo demuestra la matizada esperanza de vida de los atletas y lo corrobora el ajetreo de penitentes en el mestizaje racial y muscular de la villa olímpica. Sea en Londres o sea en Pekín. O sea estos días en Tokio, más aún cuando la ausencia de espectadores convencionales enfatiza todavía más el ajetreo de los deportistas mayúsculos y minúsculos, como si residieran en una ciudad encantada a la que acuden a dar testimonio los incrédulos periodistas.

Es una galería de hombres y mujeres deformados, más allá de cuanto demuestran los nadadores esculpidos —el agua es un líquido amniótico que los protege de la hostilidad ambiental— o de cuanto nos enseñan las atletas de calendario en su afán de proponerse ellas mismas como modelos de pasarela y como cánones de belleza universales.

Foto: Adriana Cerezo, durante el combate. (Reuters)

Pasen y vean. Solo faltan el licántropo, el anómalo bicéfalo y la mujer barbuda. A cambio, desfilan en el circo de la villa olímpica las gimnastas adolescentes y asexuadas, los fondistas raquíticos, las bestias de la lucha grecorromana, las maniquíes anoréxicas del tartán, las corredoras andróginas, los tenistas de brazo hipertrófico, los gigantes sin techo, los menores de edad por definirse, los atletas decrépitos por enterrarse.

No vamos a decir que correr es de cobardes ni vamos a aguar los JJOO de Tokio en las jornadas posteriores a su angustiosa inauguración, pero la propaganda del deporte sano y la cultura de los cuerpos atléticos oculta el pacto con el diablo que han adquirido los deportistas profesionales: vivir en la plenitud física a cambio de morir antes o de vivir peor cuando sobrevienen los achaques de la retirada y la factura del laboratorio

Publicaba 'Le Monde' que la esperanza de vida de un ganador del Tour son 60 años. Menos aún 'sobrevive' un profesional del fútbol americano, como recuerda Guillermo Fesser en las páginas de 'A cien millas de Manhattan', aunque no puede decirse que el lema del barón de Cobertin contenga letra pequeña: 'Citius, altius fortius'. Más rápido, más alto, más fuerte.

Foto: Enmanuel Reyes celebra su victoria en octavos. (Reuters)

El culto al cuerpo en Grecia no procedía de la superficialidad contemporánea ni de la obsesión de la salud, sino de su dimensión estética y filosófica, militar y propagandística, divina y transgresora, erótica y mágica, fundamentalmente porque el hombre era la medida de todas las cosas (lo decía Protágoras) y porque la armonía corporal, expuesta en los cánones de Policleto, Lisipo y Praxíteles, representaba un principio atómico, nuclear, de la civilización misma.

Así lo trasladaba una exposición abrumadora y difícil que se organizó entre las salas en penumbra del Museo Británico. Difícil, porque los espectadores se arriesgaban a la sobreexposición de la belleza. Y porque la concepción sagrada del recorrido, jalonado por la sugestión inicial del Discóbolo —un atleta— y del Doríforo —¿un héroe?—, en sus respectivas peanas, inducía a patologías stendhalianas, igual que si fuera un viaje iniciático cuyo desenlace equivalía a una prueba extrema de sensibilidad.

Foto: A la izquierda, el equipo de balonmano playa de Noruega; a la derecha, Elisabeth Seitz, de la selección alemana de gimnasia.

La razón estribaba en que aparecía expuesto el imponente Torso Belvedere, un insólito préstamo de los Museos Vaticanos que el Museo Británico contrapuso al Dionisos de Fidias, descendiéndolo del friso del Partenón y sugiriendo una relación dialéctica del arte en su dimensión arrebatadora, intimidatoria, teatral, cuando no trascendental.

Y cardinal también, pues los avatares del tiempo y las amputaciones han concedido a las esculturas una posición esencial, absoluta y hasta peligrosa, como si los visitantes pudiéramos terminar como aquel héroe de Cnido que se enamoró de una estatua y yació con ella, esparciendo su simiente en un muslo y asumiendo que aquella profanación, descubierta al amanecer en el altar mayor del templo, solo podía remediarse con el suicidio.

Un paseo entre los callejones y avenidas de cualquier villa olímpica desmitifica y destrona el ideal del atleta tal como lo esculpía Lisipo o tal como podría desprenderse del principio de metrosexualidad dominante.

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