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Isabel II: mucho pedestal y poca reina
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Rubén Amón

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Isabel II: mucho pedestal y poca reina

La monarca borbónica está ubicada donde merece, a la vera del Real que ella misma fundó, pero es víctima de toda suerte de conspiraciones justicieras… y estéticas

Foto: El Teatro Real en la Plaza Isabel II. (EFE/Luca Piergiovanni)
El Teatro Real en la Plaza Isabel II. (EFE/Luca Piergiovanni)

Puede que no exista mejor lugar para ubicar el Teatro Real que la plaza de Isabel II, como no existe mejor lugar para la memoria de Isabel II que la plaza de Isabel II. Y no es una perogrullada, sino el espacio urbanístico que expone su contribución a la posteridad: el Teatro Real en una posición hegemónica. Fue ella quien lo inauguró el día de su cumpleaños, y quien ejerce de cancerbera en la retaguardia del coliseo, encaramada, como está, en un monumento que llama la atención por la desmesura de la peana. Como si la reina fuera casi más pequeña que el pedestal donde se aloja.

Parece una alegoría de su propia trayectoria monárquica y personal. La mitad de su vida, reina. La otra mitad, exiliada y olvidada en París. Y fallecida en la en capital francesa el 9 de abril de 1904. Tenía 73 años. La conmoción en Madrid no alcanzó a desbocarse, pero sí ocurrió que la hija de la reina, la infanta Isabel, decidió concederse un año de luto y se ausentó del palco del Teatro Real hasta la temporada siguiente.

Isabel II era una figura lejana, fantasmal, incluso incómoda

No la secundaron los madrileños en su dolor. Isabel II era una figura lejana, fantasmal, incluso incómoda. La prueba está en que ni siquiera su nieto, Alfonso XIII,quiso adherirse a los funerales que se le organizaron en París.

Se había consolidado la percepción de una monarca autoritaria, ‘ancien regime’ y desinhibida. Desinhibida en sus amoríos y en sus pulsiones dionisiacas, pero también desaforada en sus pasiones. Una fueron los toros (y los toreros). Otra fue la ópera, de forma que los melómanos contemporáneos disponen de razones para indultarla en en el juicio severo de la historia, y de apreciarla como una mujer benefactora en la apertura del “coliseo regio”, como se definió en las crónicas el hito del 10 octubre de 1850.

placeholder La reina Isabel II.
La reina Isabel II.

Se había puesto la última piedra del Real 32 años después de haberse colocado simbólicamente la primera. Es la razón por la que resulta ortodoxo considerar que el Real se germinó en 1818. Y que el bicentenario de 2018 señalaba no tanto el parto como el momento de la concepción. Se hacía real el teatro en sentido de verificado, como se hacía Real en su acepción monárquica y política.

Hubo etapas de la historia en que fue “desconsagrado” por las obligaciones y prescripciones republicanas -Teatro Nacional-, pero el Teatro Real fue siempre el Teatro Real entre los madrileños aunque se le llamara de otras maneras. Y fue también el Teatro Real en la coyuntura de reinauguración franquista, no tanto como argumento precursor del cambio de régimen -demasiado prematuro, pues se reabrió como sala de conciertos en 1966- pero sí como concesión a la sensibilidad de la melomanía.

Que siempre estuvo dispuesta subordinar el sustantivo -Teatro- al adjetivo, de tal manera que el Real era y es el Real. E Isabel II era y es la reina que lo custodia a la salida del metro, motivo por el cual no existe mejor plaza para alojarla que la plaza homómima. Ni mejor sitio para colocar el retrato de Federico Madrazo, idealizado, propagandístico, que el salón alfombrado por el que los melómanos transitan del auditorio propiamente dicho al restaurante, mayormente en los entreactos de cada función.

El Teatro Real era un magnífico espacio para los adulterios, la oscuridad beneficiaba los encuentros

El Teatro Real era un magnífico espacio para los adulterios. La oscuridad beneficiaba los encuentros. Y el sistema de palcos, antepalcos y recovecos de esparcimiento contribuían al desahogo de otras pasiones no necesariamente operísticas. A la ópera se venía a desinhibirse, más todavía cuando el patrocinio de los Borbones establecía un criterio de moral laxa que fomentaron los propios monarcas.

El caso más llamativo y elocuente de todos tiene como protagonista a Alfonso XII, en la dicha y en el dolor, toda vez que sus amoríos con la cantante Elena Sanz amanecieron cuando él solo tenía 15 años y se concretaron extraoficialmente cuando el rey ya había enviudado de María de las Mercedes.

El luto no impidió que volviera a contraer matrimonio -desposó a la reina Maria Cristina- ni que consolidara sus amores adúlteros con Elena Sanz, cuya personalísima voz de contralto -grave, aterciopelada- predispuso una apabullante carrera internacional e hizo de ella un argumento morboso en los mentideros del Teatro Real. No digamos cuando se avino a interpretar “La favorita” en la temporada de 1878 a la vera de Julián Gayarre.

Parecía una parodia de su propia situación sentimental, pues era ella “la favorita del re” -“favorita del rey”, dice el aria de Fernando en la ópera de Donizetti- y la razón por la que Alfonso XII la frecuentaba dentro y fuera del Teatro Real, hasta el extremo de engendrar dos hijos bastardos que fueron mantenidos en París a cambio del voto de silencio.

No veía mal Isabel II que su hijo tuviera una amante tan cualificada. Y hasta la consideraba a sus propios efectos la “nuera ante Dios”, aunque el vínculo clandestino precipitó que Elena Sanz decidiera retirarse de los escenarios, incluso exilarse en París cuando falleció su regio amante.

placeholder Concentración contra la demolición del Real Cinema en febrero de 2020. (EFE/Ballesteros)
Concentración contra la demolición del Real Cinema en febrero de 2020. (EFE/Ballesteros)

Había seducido la cantante valenciana a los espectadores de Madrid. Los había conmovido interpretando la Azucena de “El trovador” y la “Magdalena” de Rigoletto, pero el sector más beligerante del gallinero prorrumpía en protestas y abucheos, no tanto por aversión a la cantante como porque se pretendía zaherir al monarca.

Y el monarca asistía a todas las funciones de su amante, de tal manera que el empresario de entonces, señor Robles, intentó disolver la claque y reducir a los espectadores beligerantes, más que nada para que Alfonso XII pudiera asistir al Real sin sonrojarse.

No pudo regresar nunca Isabel II al teatro que ella misma había fundado. Y es víctima póstuma de una siniestra conspiración estético-urbanística. La escultura que reconoce su gloria -con poco entusiasmo- da la espalda al Real. Y la ubica desde hace unos meses de frente de un nuevo engendro arquitectónico urdido en Madrid, pues ocurre que en la plaza de Isabel II se ha demolido el Real Cinema para reemplazarlo por un hotel siniestro cuya fachada evoca o convoca la peor estética del telón… de acero.

Puede que no exista mejor lugar para ubicar el Teatro Real que la plaza de Isabel II, como no existe mejor lugar para la memoria de Isabel II que la plaza de Isabel II. Y no es una perogrullada, sino el espacio urbanístico que expone su contribución a la posteridad: el Teatro Real en una posición hegemónica. Fue ella quien lo inauguró el día de su cumpleaños, y quien ejerce de cancerbera en la retaguardia del coliseo, encaramada, como está, en un monumento que llama la atención por la desmesura de la peana. Como si la reina fuera casi más pequeña que el pedestal donde se aloja.

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